Conflicto en Corea: la guerra que Rusia perdió contra 'los monos amarillos'
En 1904, Rusia y Japón batallaron en la península de Corea en una guerra que si no se convirtió en mundial fue porque ni a Francia ni a Reino Unido les venía bien
Los inicios del siglo XX fueron, en todos los sentidos, una época de transición de destino incierto, en su caso culminados con el estallido de la Primera Guerra Mundial como punto y final de la mal llamada Belle Époque, una especie de falso y largo veranillo de San Miguel entre la proclamación del Imperio Alemán y el atentado de Sarajevo contra el archiduque Francisco Fernando.
Sin embargo, cada vez brilla con más claridad una interpretación basada en un doble factor más bien centrado en resacas bismarckianas. El primero aludiría a las decisiones coloniales tomadas en la Conferencia de Berlín de 1885, cuando Europa se repartió África y configuró un nuevo orden de poder en el planeta. El segundo incidiría en el cambio de las relaciones entre las potencias del Viejo Mundo y la defenestración inducida del canciller de Hierro a manos del káiser Guillermo II en 1890.
A partir de ese instante se lanza el pistoletazo de salida para elaborar nuevas alianzas ante el fin del sueño bismarckiano de un bloque compacto, con la salvedad inglesa, para arrinconar a Francia. Esta consiguió un gran logro mediante su acuerdo con Rusia en 1894, año crucial para el otrora país de los zares por la ascensión al trono de Nicolás II, el último Romanov coronado y símbolo de esperanza desde su juventud, como si así caminara acompasado con la modernización de su vasto territorio, quinta potencia mundial precaria en cuanto a la industrialización y la construcción de las imprescindibles vías férreas.
Según el historiador Sean Meekin, la leyenda negra de una Rusia subdesarrollada en 1900 debería evitarse desde la coherencia de los datos. Su economía avanzaba a paso de gigante, con un crecimiento anual superior al 10%, situándose en el cuarto lugar mundial en la producción neta de carbón, hierro y acero. Además, la extensión de su Imperio apabullaba, calculándose un crecimiento diario de unos 140 kilómetros cuadrados al día, en especial hacia el oeste, sur y suroeste, vetándose a esta expansión el Occidente más cercano a Europa, entre otras cosas por el dominio británico, nada dispuesto a encontrar un nuevo problema en el mapa geoestratégico.
El Reino Unido había establecido una cooperación económico-militar, suscrita en Londres el 30 de enero de 1902, con Japón, el mayor ejemplo de nuevo actor en el panorama internacional desde su entrada en la modernidad con la reforma Meiji de 1867, cuando el país del sol naciente ingresó en la contemporaneidad e intentó reforzar sus idiosincrasias hilvanándolas con la imitación de varios modelos occidentales.
Dos ejércitos dispares
Si la guerra ruso-nipona no devino mundial se debió a que el escenario no era en absoluto propicio para Francia y el Imperio Británico, respectivos bastones de Rusia y Japón.
El ejército de la primera reproducía casi al dedillo la inmensa estratificación social de la población, donde de poco o nada había servido desde esa perspectiva la abolición de la servidumbre en 1860. Las tropas rasas se formaban por campesinos sin educación, mal entrenados y dotados de material precario, mientras la cúpula y los mandos correspondían a la aristocracia por derecho de nacimiento.
Si la guerra ruso-nipona no devino en mundial, se debió a que el escenario no era en absoluto propicio para Francia y el Imperio Británico
En cambio, la perspectiva japonesa era bien distinta, valiéndose de las fuerzas armadas como motor para fomentar el nacionalismo desde la conservación de valores primigenios de la patria y catapultar el alfabetismo de los soldados, limándose las diferencias entre esta y la oficialidad para convertir a todos esos hombres uniformados en un pilar central de la política nipona, vigente hasta la rendición de 1945.
Los rusos podían disponer de un contingente fijo de un millón de hombres, cifra imponente y relativa al concentrarse su grueso en el límite occidental del Imperio, perjudicándose sus fronteras orientales, asimismo una barrera por la complicación en el desplazamiento de unidades hacia esas latitudes, entre otras cosas por su ancho de vía, concebido para bloquear el uso del ferrocarril si alguien osaba invadirlos.
El tren tendría un papel crucial en las hostilidades venideras, causadas por un proceso macerado a lo largo de un decenio, hasta su explosión. En 1894 Japón quiso rentabilizar la debilidad china para imponer su creciente hegemonía en la península de Corea. La firma del tratado de Shimonoseki del 17 de abril de 1895 concedió a los vencedores la isla de Taiwán, las islas Pescadores y un importante sector de la península de Liadong, con Port Arthur como guinda. La presión conjunta de Rusia, Alemania y Francia obligó al gobierno japonés a renunciar a esta última conquista, conformándose con mayores indemnizaciones de Pekín y la satisfacción de enhebrar, 'a priori', una siempre más notoria influencia en Corea.
Esto no era visto con buenos ojos por los jerarcas rusos. En 1898, Rusia arrendó la península de la discordia a China y estableció una base naval en Port Arthur. En 1900, con la rebelión de los bóxers de fondo, firmó un acuerdo secreto con la dinastía Qing para controlar Manchuria bajo un régimen de protectorado.
Figes atribuye el fracaso de las conversaciones a la pésima gestión de la política exterior rusa, encabezada por Bezobrazov, un especulador
La opinión pública japonesa se inquietó y en el aire flotó la necesidad de una negociación para resolver la amenaza eslava e impedir el camino hacia la lucha. En 'La revolución rusa: la tragedia de un pueblo' (Taurus), Orlando Figes atribuye el fracaso de las conversaciones a la pésima gestión de la política exterior rusa, encabezada por Aleksandr Bezobrazov, un especulador con estupendas relaciones y grandes intereses madereros en Corea. Este hecho dificultó más la concordia, desbaratada hasta los topes por la creencia del generalato en la fantasía de Nicolás II de ampliar el Imperio por toda Asia, de Manchuria a Corea, de Persia al Tíbet.
La victoria de los 'monos amarillos'
El zar tildaba a los japoneses de "monos amarillos", seres inferiores, una afirmación afín a la mentalidad de aquel entonces y una gran imprudencia por no leer de forma adecuada los vaivenes del contexto mundial. En marzo de 1896, los abisinios habían derrotado a Italia en Adua. En 1898 los estadounidenses sellaron la conclusión de una era en el Viejo Mundo con la expulsión española de Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
Es demasiado fácil, y cierto, sacar a relucir un exceso de confianza de San Petersburgo. El 13 de enero de 1904, Japón lanzó un ultimátum para saber si su adversario regional pensaba o no respetar la integridad de Manchuria. La ausencia de respuesta conllevó la ruptura de las relaciones diplomáticas, perfecta excusa para un ataque a Port Arthur el 8 de febrero, declarándose la guerra desde Tokio solo dos días más tarde.
El enfrentamiento ruso-nipón, pese a no figurar con letras de oro en los estudios historiográficos españoles, tuvo una trascendencia sin igual en esa década. Acudieron observadores de más de diez países, quienes estudiaron con esmero lo acaecido en los variados campos de batalla, tanto terrestres como marítimos.
Una de las grandes ventajas de Japón sobre Rusia era que podía transportar refuerzos con mucha mayor velocidad al frente bélico desde la cercanía geográfica. Muchos de los observadores teorizaban aún en torno a la batalla decisiva, víctimas conceptuales de toda la experiencia del siglo XIX, cuando la nueva centuria, al menos por lo que concierne a su primer tercio, mostraría otras maneras en las antípodas de Waterloo o Sedán.
La iniciativa, pese a las ofensivas rusas, corrió a cargo de los japoneses, quienes el 12 de febrero de 1904 desembarcaron en Corea hasta hacerse con Seúl, previo paso a su avance hacia el río Yau, en el norte.
La iniciativa, pese a las ofensivas rusas, corrió a cargo de los japoneses, quienes el 12 de febrero de 1904 desembarcaron en Corea
Ese primer año se jalonó con una paulatina desmoralización eslava, a remolque de su adversario oriental. En el seno del país el descontento iba manifestándose, con el paroxismo del Domingo Sangriento en enero de 1905, cuando una protesta obrera de carácter pacífico ante el Palacio de Invierno terminó con más de mil muertos y ochocientos heridos.
Este episodio suele ser definido como el detonante de una serie de reformas para apaciguar los ánimos a través del Manifiesto de Octubre, una verdadera revolución de intenciones al otorgar a la población la libertad de expresión, el derecho de reunión y asociación o la promesa del Sufragio Universal Masculino para elegir a la Duma, parlamento con supremas prerrogativas en lo legislativo.
Esto hubiera permanecido como una utopía sin las continuas debacles contra el ejército del Sol Naciente, tenaz en su cerco a Port Arthur, caída en enero de 1905, y exultante tras la definitoria Batalla de Mukden entre febrero y marzo de ese mismo año. Fue quizá la mayor de la Historia hasta la fecha y antesala de 1914, tanto por la aparición de las trincheras como por la relevancia de la tecnología, con las metralletas, nunca mejor dicho, en primera y mortífera línea de fuego.
Y Rusia miró a Europa
Tras Mukden, y sus casi doscientas mil bajas entre ambos bandos, Rusia probó un postrero ardid con el desplazamiento de la flota del Báltico en un viaje de más de veinticinco mil quilómetros con paradas en Madagascar, consentida por Francia, y Saigón. La demora de la travesía hizo preparar al almirante Togo un choque para frustrar el anhelo zarista de arribar a Vladivostok, dirimiéndose en el estrecho de Tsushima la primera batalla moderna entre buques acorazados, de nuevo con victoria japonesa.
Rusia había perdido la guerra y con ella resquebrajó la tan manida superioridad del hombre blanco, mientras Japón se brindó una peligrosísima inyección de moral. La paz llegó con el Tratado de Portsmouth, no confundir con la localidad británica, a instancias del presidente norteamericano Theodore Roosevelt, galardonado en 1906 con el Premio Nobel de la Paz. El Imperio ruso reconocía la preminencia nipona en Corea, cedía su arrendamiento de la península de Liandong a Tokio, la base de Port Arthur, la mitad de la Isla Sajalín y el ferrocarril meridional de Manchuria, región restituida a China de mutuo acuerdo.
Nicolás II derrochó casi todo el prestigio de su nación en la contienda. Su única opción para resarcirse era mirar a Europa. En 1907 rubricó su alianza con el Reino Unido. Solo cabía esperar una redención en Occidente como último tiro para salvar su edificio, derruido, como bien es sabido, por lo fallido de su apuesta en el calamitoso verano de 1914, cuando el Viejo Mundo se inmoló desde una suprema ignorancia.
Los inicios del siglo XX fueron, en todos los sentidos, una época de transición de destino incierto, en su caso culminados con el estallido de la Primera Guerra Mundial como punto y final de la mal llamada Belle Époque, una especie de falso y largo veranillo de San Miguel entre la proclamación del Imperio Alemán y el atentado de Sarajevo contra el archiduque Francisco Fernando.