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Jeringuillas en la Macarena: cuando la heroína sacudió Sevilla
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Jeringuillas en la Macarena: cuando la heroína sacudió Sevilla

El sello Barrett recupera 'Canijo' una novela del desaparecido Fernando Mansilla que es ya todo un clásico de culto del que adelantamos aquí un capítulo

Foto: Detalle de portada de 'Canijo'
Detalle de portada de 'Canijo'

Barrio de la Macarena, junio de 1982. Calle San Luis, a la vera de la plaza del Pumarejo. 'El Espumarejo', la llaman los vecinos. Aquella noche de junio, pesada en calores y desgraciada en amores, noche sin Sofía y sin cine de verano, una figura vestida de negro con fina vara de bambú en la diestra se insinuaba en las sombras con su mercancía prohibida. Era Luis Molina, gitano de pro, gitano auténtico. En eso salió al padre, José Molina. En la planta gitana. Eran los dos, padre e hijo, de cuerpo enjuto y palabra escasa. Les gustaba vestir de negro, desde el sombrero hasta los botos de Ubrique. Y no salían de casa sin su fina y flexible vara gitana.

¿Tienes algo? —le pregunto en un susurro, pero Luis Molina no contesta, no habla, no afirma, no se digna abrir la boca, solo te mira y su mirada te dice si tiene algo, o si por el contrario 'no hay ná'. Las tres palabras más odiosas en los oídos de un yonqui: 'no hay ná'. Luis Molina no habla, o habla poco, muy poco. Solo te mira y su mirada te traspasa, su mirada barre la calle San Luis hacia adelante, hacia la plaza San Marcos, su mirada vigila y barre, controla los cruces. Por el Pumarejo, por Relator, o viniendo desde el Arco de la Macarena, por cualquier sitio, por donde menos te lo esperes se te encaloman los señores sin que te des ni cuenta, y eso es peligrosísimo cuando llevas más de cincuenta paquetillos ocultos en los calzoncillos, como es el caso. Luis afloja su cinturón y medio abre la bragueta, mete la mano derecha por dentro de los pantalones y tras breve exploración por tan íntimos lugares extrae un pequeño atadillo de plástico. Me brillan los ojos, Luis Molina no abandona la vigilancia, no deja nunca de mirar a derecha, a izquierda, de controlar cruces y esquinas, quién viene, quién va, y hasta lanza algún vistazo a las ventanas y balcones de estas casas bajas y blancas de la calle San Luis.

—Aguanta —me dice el camello Molina entregándome su fina vara de bambú mientras él deslía el atadillo de plástico. No pasa un alma por la calle.

Paquetillos siempre limpios, impolutos, no manoseados, no como los de otros camellos más descuidados

Ahí estaban, paquetillos confeccionados con papel de cuaderno cuadriculado —de las libretas escolares que jamás usó, ni usará ya nunca su hermano chico, Pedrito Molina—. Paquetillos siempre limpios, impolutos, no manoseados, no como los de otros camellos más descuidados que los llevan hechos una guarrada, llenos de huellas de dedos y carbonilla; parece carbonilla eso negro, pero debe ser el tizne de la plata al ser abrasada por la llama del mechero Bic en el momento de fumar la droga. Los dedos se manchan al tocar el rastro que deja el fuego en el papel de aluminio, luego esos mismos dedos son los que tocan los paquetillos. Los paquetillos y todo lo que se les ponga por delante, que no hay más que ver las caras de algunos de estos individuos, tiznadas las mejillas, las narices y los ojos, pues cada vez que les pica, al rascarse, dejan el negro rastro de la droga en sus rostros. Y les pica muy a menudo, porque el caballo tiene eso, que pica, y es agradable, pero pica mucho y los chavales se rascan con frenesí, sobre todo las narices, que es donde más pica. Pero Luis Molina llevaba los paquetillos impolutos y a rebosar de droga.

¿Uno? —preguntó con voz y gesto severo.

—Sí, sí… —contesté mientras apretaba las mil pesetas en mi mano, presto ya para el intercambio.

Tras palpar algunos paquetillos —un pequeño teatrillo para hacer ver que buscaba los más gordos—, escogió uno y me lo entregó.

—Qué buena pinta —alabé con una sonrisa. Pero Molina no contestó a mi cortesía. Estaba vendiendo, concentrado. Nada de cortesías. Y menos conmigo. Esto es un negocio, payo.

Me despachó serio y rápido. Un paquetillo de heroína turca. Mil pesetas, un talego, lo justo. Entregué el dinero y me despedí.

—Bueno, hasta la próxima. No contestó, nunca usó de tales fórmulas de cortesía. Se guardó el dinero, devolvió el atadillo a sus calzoncillos, recuperó la vara de mis manos y se perdió por entre las mismas sombras por las que había aparecido. Luis Molina, impoluto. Con la droga en la mano para arrojarla lejos de mí por si un mal encuentro, y sin apretar demasiado para no sudar el paquetillo de papel —la humedad le sienta fatal a la droga—, inicié el camino de retorno.

El farmacéutico

De regreso a casa encontré por el camino una farmacia de guardia, la que se ubica justo al final de Duque Cornejo. Compré una jeringuilla. El farmacéutico imperturbable.

—Buenas noches —saludo muy simpático, pero el farmacéutico, al igual que minutos antes el camello, no contesta a mi saludo—. ¿Me da una jeringuilla de insulina? —pido con la más cordial de mis sonrisas.

El farmacéutico es grande y calvo, la bata blanca, la expresión adusta, se da la media vuelta y desaparece en la trastienda. Tarda. El paquetillo se humedece en mi mano sudada y aflojo la presión. El hombre regresa con la máquina, la envuelve en fino papel de farmacia.

Treinta y cinco pesetas —informa. Rebusco en mi bolsillo, pago con una moneda de cincuenta. El hombre es de movimientos lentos y estoy a punto de decirle que se quede el cambio, impaciente por llegar a la buhardilla, pero no me atrevo, igual se ofende, le sienta mal. Mejor mostrarse paciente. Recibo por fin mis quince pesetas. Media vuelta y a la calle.

—Buenas noches —me despido. El farmacéutico calla.

Sofía

Plaza de la Moravia. El número 6, abro el portal con la llave del portal, luego la cancela. Subo las escaleras despacio. Que esté en casa, rezo, que esté Sofía en casa, que esté Sofía en casa, que haya llegado y me esté esperando en el dormitorio, ya acostada, quizás desvestida, esperándome su cuerpo moreno y caliente. Llego al rellano, abro la puerta, directo a la cocina sin mirar en el resto de la casa, es posible que Sofía haya llegado y esté en la habitación, quizás despierta, esperándome, quizás dormida, soñando quimeras. En el fondo de mi corazón siento que no, que no ha llegado, que soy yo el que espera, el que sueña quimeras. La habitación de la alcoba está entornada, ¿abrirla?, luego, luego. Lo primero es lo primero: preparo el chute en el falso mármol de la cocina. Pincho mi vena azul. Inyecto. La nada y el calor inundan mi cuerpo, expanden mi alma. Mi cerebro se detiene. Puedo verme. Si atiendo con atención puedo asistir a la lucha del poderoso deseo: «que esté Sofía en casa», contra la fría indiferencia que la heroína derrama en mi corazón.

Pincho mi vena azul. Inyecto. La nada y el calor inundan mi cuerpo, expanden mi alma

Vomité con saña, con fuerza y resolución. El amor era ahora un sentimiento bajo control. Busqué la tristeza y no daba con ella, quise estar triste y no podía, no le encontraba el sentido, como cuando repites mucho una palabra y pierde el significado, así la tristeza, quizás de tan repetida, perdía su sentido. No solo la tristeza, las cosas, yo, todo, perdíamos el significado. Avanzaba peligrosamente hacia la nada.

Empezó a picarme la nariz y me la rascaba con sumo gusto, ras ras, rasca con las uñas delicadamente, y así, mientras me rascaba con suaves caricias, me olvidaba de mis penas de amor. ¿Estaría Sofía en el dormitorio? Capaz. La puerta está entornada. Me rasqué el codo, ella podía haber llegado y estar en la habitación, o podía no haber llegado y no estar en la habitación. Decliné averiguar sobre la presencia de Sofía, no quise asomarme al dormitorio: si Sofía no estaba, esa decepción igual me costaba algún microgramo del bienestar que me inundaba. Me rasqué las manos con gustosa ansia, al límite, ras ras ras. En la cocina todo estaba tranquilo y en silencio, como yo, sereno, incluso con ganas de hacer algo, lo que fuera, así que me puse un sobrio delantal encarnado y fregué la vajilla sucia apilada en el fregadero, muy concentrado en la tarea, con ganas de hacerlo bien: enjabonar, aclarar y secar. Desde la cocina, de vez en cuando y mientras acababa con el fregoteo, giraba la cabeza y echaba miradas hacia el trocito de puerta entornada del dormitorio que se divisa desde el fregadero si buscas el ángulo adecuado.

Entonces se abrió la puerta, muy despacio, se fue abriendo la puerta del dormitorio, muy poco a poco, con un leve chirrido, y cuando se había abierto un palmo, lo justo para que cupiera su cuerpo, salió ella, la gata negra con una mancha blanca sobre los ojos en forma de antifaz, y vino a saludarme:

No había muerto atropellada, ni asesinada, ni agredida, no estaba en ningún hospital, ni en la morgue, ni en comisaría

—Hola, mi cuate, ¿todo bien? —No, mentira. No me dijo nada. No hablaba. Pero sí que vino a restregarse contra mis pantorrillas, sí que dijo miau, y sí que dejó la puerta lo suficientemente abierta para que yo pudiera atisbar en su interior y comprobar que, tal como indicaban todos los indicios, pálpitos y corazonadas, Sofía no había vuelto. No estaba. Entré en el dormitorio seguido de mi gata Samara, yo flotando, la gata deslizándose ingrávida, orbitando alrededor de la cama vacía. Me rasqué algo, un dedo, ras ras, ¿estaba preocupado?, no, no, un poco perplejo quizás. Yo tenía la íntima y segura convicción de que no debía preocuparme. Tranquilo, no pasaba nada extraño, no había muerto atropellada, ni asesinada, ni agredida, no estaba en ningún hospital, ni en la morgue, ni en comisaría. Quizás, eso sí, estaba con algún maromo, algún amante ocasional, o no tan ocasional, y eso… ¿me preocupaba? Me rasqué la coronilla, me quité el delantal que aún conservaba puesto, me rasqué el codo, ras ras, ¿me preocupaba? Oí cómo las agujas del despertador se clavaban en la una en punto de la noche, ¡tchak! Preocupado o no, lo cierto es que estaba más que harto de tener que preocuparme o enfadarme o desesperarme por las tardanzas de Sofía, por la conducta de Sofía, por Sofía, coño, que ya parecía casi una obligación eso de sufrir por los desplantes, los plantones, los abusos de Sofía. No. Al cuerno. Aterricé sobre la cama, me rasqué bien las dos pantorrillas, y así, tumbado tal cual sin descalzar ni desvestir, con la gata ronroneando en mi regazo, me dormí sobre las sábanas en el reino de la fría indiferencia.

Dormí tranquilo y sedado por la droga, pero cuando desperté ya no estaba tranquilo, ni sedado. Palpé el lado vacío de la cama y como un desagradable latigazo cobré conciencia de que Sofía no había aparecido en toda la noche. Más grave, eran las ocho menos siete minutos de la mañana y ella entraba en su trabajo a las ocho en punto, lo que significaba dos posibilidades: o cuernos o tragedia. Salté angustiado de la cama, desvanecida en humo la fría indiferencia del caballo, ya estaba calzado y vestido, de modo que solo tuve que juntar cinco duros por los recovecos de la casa donde intiman las pelusas y la calderilla y salir deprisa, puerta, rellano, escaleras, portal, calle, cabina, 4374231, ¿estará Sofía en el trabajo? ¿Le habrá pasado algo? ¿Habrá ido por lo menos a trabajar?

Rrringgg. Rrrrinnngg. Un teléfono suena en las oficinas del INSS, calle Sánchez Perrier.

—Dígame…

—Hola, me pone con Sofía Casasas, por favor.

—A ver, un momentito… ¡Sofía! ¡Teléfono!

Alivio, respiro. Está viva. Por lo menos está viva.

—Diga… —La soñolienta voz grave de Sofía.

—¿Sofía? —Mil pesetas costaba un paquetillo con buenas dosis de fría indiferencia.

—Cani… ¿eres tú? Efectivamente, era yo. El canijo, yo. Pero no le respondí, no me despedí, cosa rara en mí, tan amigo de las despedidas, y colgué el teléfono. No quería enfadarme, no quería preocuparme. No quería amarte, Sofía. Y regresé veloz hacia la buhardilla. En pos de la fría indiferencia.

Barrio de la Macarena, junio de 1982. Calle San Luis, a la vera de la plaza del Pumarejo. 'El Espumarejo', la llaman los vecinos. Aquella noche de junio, pesada en calores y desgraciada en amores, noche sin Sofía y sin cine de verano, una figura vestida de negro con fina vara de bambú en la diestra se insinuaba en las sombras con su mercancía prohibida. Era Luis Molina, gitano de pro, gitano auténtico. En eso salió al padre, José Molina. En la planta gitana. Eran los dos, padre e hijo, de cuerpo enjuto y palabra escasa. Les gustaba vestir de negro, desde el sombrero hasta los botos de Ubrique. Y no salían de casa sin su fina y flexible vara gitana.

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