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Mujer abyecta y vil: cómo y por qué empecé a escribir
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Mujer abyecta y vil: cómo y por qué empecé a escribir

La misteriosa superventas italiana publica ahora 'En los márgenes', una historia íntima y personal de su trayectoria literaria de la que adelantamos aquí algunas páginas esenciales

Foto: Detalle de portada de 'En los márgenes', de Elena Ferrante (Lumen)
Detalle de portada de 'En los márgenes', de Elena Ferrante (Lumen)

Cuando era jovencita, no recuerdo haber pensado nunca que estaba habitada por una voz extraña. No, nunca experimenté ese malestar. Las cosas se complicaban, sin embargo, cuando escribía. Leía muchísimo, y todo lo que me gustaba casi nunca había sido escrito por mujeres. Mi sensación era que de las páginas surgía una voz de hombre, una voz que me ocupaba y que yo trataba de imitar por todos los medios. A los trece años, por atenerme a un recuerdo nítido, cuando tenía la sensación de haber escrito bien, me parecía como si alguien estuviera indicándome lo que debía poner por escrito y cómo hacerlo. A veces era de sexo masculino, pero invisible. No sabía siquiera si tenía mi edad o era mayor, tal vez viejo. Más en general, he de confesar que me imaginaba convertida en varón sin dejar de ser mujer. Esta impresión, menos mal, desapareció casi por completo al final de la adolescencia. Digo «casi» porque, si bien la voz masculina ya no está, me quedó un impedimento residual, la impresión de que mi cerebro de mujer actuaba de freno, de límite; era como si fuese una lentitud congénita. Escribir no solo era difícil en sí, sino que a ello se añadía el hecho de ser yo mujer y que por eso jamás conseguiría escribir libros como los de los grandes escritores. La calidad de la escritura de aquellos textos, su fuerza despertaba en mí ambiciones, me dictaba intenciones que consideraba muy por encima de mis posibilidades.

Después, quizá cuando terminé el bachillerato, no lo recuerdo, me topé por pura casualidad con las 'Rimas' de Gaspara Stampa, y especialmente con un soneto que me marcó. Hoy sé que ella usaba uno de los grandes lugares comunes de la tradición poética: la insuficiencia de la lengua frente al amor, ya se trate del amor a otro ser humano, ya se trate del amor a Dios. Pero entonces yo no lo sabía, y me fascinó, sobre todo, su proceso continuo de mal de amor y palabra escrita que, sin embargo, la llevaba siempre, inevitablemente, a descubrir la desigualdad entre canto y materia del canto, o, por utilizar una de sus fórmu­las, entre el objeto vivo que enciende el fuego del amor y «la lengua muerta cerrada en humano velo». Los versos, que entonces leí como si estuviesen dirigidos a mí, son estos:

Si, siendo como soy abyecta y vil / mujer, puedo llevar tan alto fuego, /¿por qué no hacerlo arder siquiera un poco / y enseñárselo al mundo con estilo? / Si Amor con nueva, insólita llave de mecha, / que evitar yo no podía, tan alto me elevó, / ¿por qué no puede con juego no habitual / unir en mí del mismo modo la pena y la pluma? / Y si no puede por mi naturaleza, / que pueda al menos por milagro, que tantas veces / vence, traspasa y rompe toda medida. / No consigo decir si esto es posible, / pero para gran ventura mía empiezo a sentir / el corazón de nuevo estilo impreso.

placeholder 'En los márgenes' (Lumen), de Elena Ferrante
'En los márgenes' (Lumen), de Elena Ferrante

Con el tiempo me ocupé más sistemáticamente de Gaspara Stampa. Pero verán, entonces me llamó la atención que en el primer verso la poeta se declarase «mujer abyecta y vil». Si yo, me decía Gaspara, yo, que me siento una mujer desechable, una mujer sin ningún valor, puedo, no obstante, llevar en mí un fuego de amor tan alto, ¿por qué no debería yo tener al menos algo de inspiración y unas cuantas palabras hermosas para dar forma a ese fuego y enseñárselo al mundo? Si Amor, utilizando un nuevo e insólito modo de encender el fuego, me ha lanzado hacia arriba, hasta un lugar para mí inaccesible, ¿por qué no puede, violando las reglas habituales del juego, hacer que la pluma encuentre en mí las palabras para reproducir, de la manera más ceñida a la verdad, mi pena de amor? Por otra parte, si Amor no puede contar con mi naturaleza, podría al menos obrar un milagro, de esos que a menudo superan todos los límites establecidos. No sé decir de modo claro cómo ocurrió, pero puedo demostrar que siento esas palabras nuevas impresas en mi corazón.

El cuerpo femenino

En aquella época, yo también me consideraba una mujer abyecta y vil. Como he dicho, temía que fuera precisamente mi naturaleza femenina lo que me impedía aproximar al máximo la pluma a la pena que quería expresar. ¿De veras hace falta un milagro, me preguntaba, para que una mujer con cosas que contar disuelva los márgenes entre los que, por su naturaleza, parece encerrada y se muestre al mundo con su escritura?

Después pasó el tiempo, llegaron otras lecturas y me quedó claro que Gaspara Stampa había llevado a cabo una operación del todo nueva: no se limitó a usar un gran lugar común de la cultura poética masculina, la ardua reducción de la desmesura de la pena de amor a la medida de la pluma, sino que además injertó en ella algo más, por completo imprevisto: el cuerpo femenino que impávidamente busca desde el interior de la «lengua mortal cerrada en humano velo», un traje de palabras cosido con la propia pena y la propia pluma. Teniendo en cuenta que entre pena y pluma, tanto masculina como femenina, sigue existiendo una especie de de­se­quilibrio congénito, Stampa me estaba diciendo que, precisamente por no estar prevista en la lengua escrita de tradición mascu­lina, la pluma femenina debía hacer un esfuerzo enorme y muy valiente —‌hoy igual que hace cinco siglos— para violar «el juego habitual» y dotarse de «estilo».

Si quería tener la impresión de escribir bien, debía hacerlo como un hombre

En aquel momento, creo que alrededor de los veinte años, se me quedó claramente grabado en la cabeza una especie de círcu­lo vicioso: si quería tener la impresión de escribir bien, debía hacerlo como un hombre y mantenerme firmemente dentro de la tradición masculina; pero, siendo mujer, no podía escribir como mujer si no violaba aquello que, diligentemente, trataba de aprender de la tradición masculina.

Desde entonces y durante décadas escribí muchísimo encerrada en ese círcu­lo. Partía de algo que consideraba urgente, por entero mío, y seguía adelante durante días, semanas, en ocasiones meses. A pesar de que los efectos del impacto inicial iban remitiendo poco a poco, yo resistía, la escritura seguía avanzando tras hacer y rehacer cada línea. Pero entretanto, la brújula que me había indicado la dirección había perdido su aguja, era como si me demorase en cada palabra porque no sabía adónde ir. Les diré una cosa que parecerá contradictoria: cuando concluía un relato, estaba contenta, tenía la impresión de que me había salido perfecto; sin embargo, me sentía como si no lo hubiese escrito yo, es decir, no aquella yo sobreexcitada, dispuesta a todo, que había sentido la llamada de la escritura y que durante todo el proceso de redacción me había parecido agazapada en las palabras, sino otra yo bien disciplinada, que había encontrado caminos convenientes con el único fin de poder decir al final: aquí tienen, vean qué bonitas frases he escrito, qué bonitas imágenes, el relato está terminado, elógienme.

Me siento apretada, incómoda, con la escritura bien calibrada, tranquila y condescendiente

Fue a partir de ese momento cuando empecé a pensar explícitamente que tenía dos escrituras: una que se había manifestado desde la época escolar, y que me había garantizado siempre las alabanzas de los profesores: muy bien hecho, llegarás a ser escritora; y otra, que asomaba por sorpresa y se eclipsaba después dejándome insatisfecha. Con los años, esa insatisfacción ha tomado distintos caminos, pero, en esencia, todavía perdura.

Me siento apretada, incómoda, con la escritura bien calibrada, tranquila y condescendiente que, para entendernos, me llevó a pensar que sabía escribir. Para ceñirme a la imagen del arcabuz que Gaspara Stampa utiliza modernizando la antigua flecha de Cupido, con esa escritura a mí me saltan chispas, quemo la pólvora. Pero después me doy cuenta de que mis proyectiles no llegan lejos. Entonces busco otra, impetuosa, pero no hay nada que hacer, rara vez se dispara. Aparece, no sé, en las primeras líneas y no consigo retenerla, desaparece. O bien irrumpe al cabo de páginas y más páginas y avanza, insolente, sin cansarse, sin detenerse, sin reparar siquiera en la puntuación, solo con la fuerza de su propio ímpetu. Después, de golpe, me abandona. He pasado gran parte de mi vida escribiendo páginas lentas con la única esperanza de que fuesen preliminares y de que el instante de ese disparo imparable no tardara en llegar, cuando el yo que escribe desde su fracción del cerebro se apodera con un movimiento imprevisto de todos los posibles yoes, de la cabeza entera, del cuerpo entero, y así potenciado echa a correr recogiendo en su red el mundo que le sirve.

Son momentos maravillosos. Algo pide manifestarse, decía Svevo, ser aferrado por la mano que escribe. Algo de mí, mujer abyecta y vil, decía Gaspara Stampa, quiere salirse del juego habitual y encontrar estilo. Pero, por mi experiencia, ese algo escapa fácilmente, no se deja asir y se pierde. Sin duda, se puede evocar de nuevo, se puede incluso encapsular en una bonita frase, pero el instante en que el objeto apareció y el siguiente en el que te pusiste a escribir deben encontrar la mágica coordinación que dará paso a la alegría de escribir o tendremos que conformarnos con darle vueltas a las palabras a la espera de una nueva y fulgurante ocasión que nos sorprenda más preparadas, menos distraídas. Una cosa es programar un relato y darle una ejecución digna, y otra bien distinta es esa escritura, por completo aleatoria, no menos expresiva, del mundo que intenta ordenar. Esa escritura ahora irrumpe, ahora desaparece, ahora parece emanar de uno solo, ahora es una multitud, ahora es pequeña, susurrada, ahora se agiganta y grita. En fin, vigila, duda, rueda, brilla, medita, como la proverbial tirada de dados de Mallarmé.

Cuando era jovencita, no recuerdo haber pensado nunca que estaba habitada por una voz extraña. No, nunca experimenté ese malestar. Las cosas se complicaban, sin embargo, cuando escribía. Leía muchísimo, y todo lo que me gustaba casi nunca había sido escrito por mujeres. Mi sensación era que de las páginas surgía una voz de hombre, una voz que me ocupaba y que yo trataba de imitar por todos los medios. A los trece años, por atenerme a un recuerdo nítido, cuando tenía la sensación de haber escrito bien, me parecía como si alguien estuviera indicándome lo que debía poner por escrito y cómo hacerlo. A veces era de sexo masculino, pero invisible. No sabía siquiera si tenía mi edad o era mayor, tal vez viejo. Más en general, he de confesar que me imaginaba convertida en varón sin dejar de ser mujer. Esta impresión, menos mal, desapareció casi por completo al final de la adolescencia. Digo «casi» porque, si bien la voz masculina ya no está, me quedó un impedimento residual, la impresión de que mi cerebro de mujer actuaba de freno, de límite; era como si fuese una lentitud congénita. Escribir no solo era difícil en sí, sino que a ello se añadía el hecho de ser yo mujer y que por eso jamás conseguiría escribir libros como los de los grandes escritores. La calidad de la escritura de aquellos textos, su fuerza despertaba en mí ambiciones, me dictaba intenciones que consideraba muy por encima de mis posibilidades.

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