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Un ascenso inesperado: el día en que fueron a buscar a Putin a un apartahotel de Biarritz
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Un ascenso inesperado: el día en que fueron a buscar a Putin a un apartahotel de Biarritz

La periodista estadounidense de origen ruso Masha Gessen plasmó mejor que nadie la increíble llegada al poder del dictador ruso en 'El hombre sin rostro'

Foto: Putin baila con una compañera de clase durante una fiesta en 1970. (Laski Diffusion)
Putin baila con una compañera de clase durante una fiesta en 1970. (Laski Diffusion)
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Esta historia comienza en un país en coma gobernado por un borracho en el que bandas de ladrones levantan fortunas inmensas de la nada arramplando con sus gigantescos recursos naturales mientras el hambre se extiende y muchedumbres de niños harapientos esnifan pegamento en sus calles. Porque casi una década después de la ola de ilusión con la que en 1991 se recibió la caída de la Unión Soviética y el harakiri de la dictadura comunista, Rusia era una nación maltrecha y traumatizada. Tras colocar sus esperanzas en Boris Yeltsin, único líder en su historia elegido en libertad, los rusos recibieron a cambio una hiperinflación salvaje que se comió sus ahorros en unos meses y vieron cómo burócratas y empresarios expoliaban al Estado —y entre sí— mientras se abismaba una desigualdad económica y social desconocida. Y así, en 1999, la situación desesperada obligó a los oligarcas de Rusia —la Familia— a buscarle un sustituto al alcoholizado y enfermo Yeltsin. En una jugada entonces sorprendente, y espeluznante como sabemos hoy, optaron por un tal Vladímir Putin, el hombre sin rostro.

'El hombre sin rostro: el sorprendente ascenso de Vladímir Putin' (Debate), así tituló la historiadora y periodista estadounidense de origen ruso Masha Gessen (Moscú, 1967) la excepcional biografía que publicó en 2012. En sus páginas los lectores asistían atónitos a la reconversión de un mediocre espía de la KGB sin ningún rasgo digno de mención en el tirano absoluto, cruel y despiadado que hoy, tras la invasión de Ucrania por Rusia, amenaza al mundo con la Tercera Guerra Mundial. Gessen profundizaría más tarde en otro libro — 'El futuro es historia' (Turner, 2017)— en la deriva totalitaria del régimen de Putin, desde la persecución y encarcelamiento masivo de disidentes hasta la serie de brutales guerras que inició y de las que la agresión a Ucrania parece una sangrienta consecuencia lógica. Pero antes de todo esto hay que contar el día en que un oligarca ruso visitó a una familia que veraneaba en un modesto apartahotel de Biarritz, en la frontera vasco-francesa.

placeholder 'Putin, el hombre sin rostro'. (Debate)
'Putin, el hombre sin rostro'. (Debate)

¿Qué se le había perdido en aquel extraño lugar a Borís Berezovski, uno de los hombres más ricos de Rusia por aquel entonces? "La Familia", recuerda Gessen, "estaba buscando un sucesor. Un pequeño grupo de personas, aisladas y asediadas, buscaba a alguien que se hiciese cargo de la extensión de tierra más grande del mundo, con todas sus cabezas nucleares y su trágica historia, y lo único más exiguo que el número de candidatos parece que era la lista de requisitos que se les exigían. Cualquiera con un cierto capital político y con verdadera ambición —cualquiera cuya personalidad diese la talla para el cargo— ya había abandonado a Yeltsin. Todos los candidatos eran hombres normales y corrientes vestidos de gris".

Un chequista desconocido

El magnate de los medios de comunicación rusos había conocido a Putin en San Petersburgo a principios de los noventa, le había caído simpático aquel oficial de Inteligencia adusto y con fama de insobornable y lo había adoptado, no está muy claro si como protegido o como mascota a la que exhibir en su exclusivo club de Moscú, ciudad a la que Vladímir Vladimirovich se trasladó en 1996 para ocupar un puesto administrativo en el Kremlin. Poco después, Berezovski le sugirió a Yeltsin que Putin podría ser el candidato perfecto para dirigir el FSB —conocido antes como KGB— y allí seguía en 1999, cuando los desesperados oligarcas se estrujaban la sesera para dar con una marioneta suya que sustituyera al desahuciado Yeltsin al frente de Rusia. Y entonces a Berezovski se le encendió la bombilla.

Conviene aquí acudir a otra narración no menos excepcional de este momento decisivo, la del escritor francés Emmanuel Carrére en su libro 'Limónov', una novela de no ficción que ofrece un resumen de la historia reciente del país eurasiático tan irresistible como brutal.

placeholder 'Limónov'. (Anagrama)
'Limónov'. (Anagrama)

"Cuando el segundo mandato de Yeltsin se acerca a su fin, los oligarcas le buscan un sucesor igualmente complaciente, y el más astuto de todos, Berezovski, tiene una idea: un chequista totalmente desconocido del público: Vladímir Putin. Exoficial de información en la Alemania del Este, se vio reducido a una gran inactividad tras la caída del Muro, luego se hizo un hueco en el FSB, que dirige desde hace un año sin gran brillantez. En sus diferentes puestos da prueba de una lealtad sin fisuras a sus superiores, y es esta cualidad preciosa la que Berezovski destaca ante sus camaradas: 'No es un águila', dice, 'pero comerá en nuestra mano'. Comisionado por su grupo, Berezovski embarca en su avión privado y aterriza en el aeródromo de Biarritz, donde Putin pasa sus vacaciones con su mujer y sus hijos, en un hotel de categoría mediana. Cuando el oligarca le propone el empleo, dice modestamente que no está seguro de reunir las aptitudes necesarias. 'Vamos, vamos, Vladímir Vladimirovich, cuando se quiere se puede. Y además no se preocupe: estaremos allí para ayudarle".

"Berezovski, tan orgulloso de su maquiavelismo, acaba de hacer la peor jugada de su carrera", prosigue Carrére. "Como en una película de Mankiewicz, el oficial anodino y obsequioso va a revelarse como una implacable máquina de guerra y a deshacerse uno tras otro de los que le han encumbrado. Tres años después de la entrevista de Biarritz, Berezovski y Gusinski se verán obligados a exiliarse. (…) Los demás están avisados, han comprendido quién es el que manda".

Esta historia comienza en un país en coma gobernado por un borracho en el que bandas de ladrones levantan fortunas inmensas de la nada arramplando con sus gigantescos recursos naturales mientras el hambre se extiende y muchedumbres de niños harapientos esnifan pegamento en sus calles. Porque casi una década después de la ola de ilusión con la que en 1991 se recibió la caída de la Unión Soviética y el harakiri de la dictadura comunista, Rusia era una nación maltrecha y traumatizada. Tras colocar sus esperanzas en Boris Yeltsin, único líder en su historia elegido en libertad, los rusos recibieron a cambio una hiperinflación salvaje que se comió sus ahorros en unos meses y vieron cómo burócratas y empresarios expoliaban al Estado —y entre sí— mientras se abismaba una desigualdad económica y social desconocida. Y así, en 1999, la situación desesperada obligó a los oligarcas de Rusia —la Familia— a buscarle un sustituto al alcoholizado y enfermo Yeltsin. En una jugada entonces sorprendente, y espeluznante como sabemos hoy, optaron por un tal Vladímir Putin, el hombre sin rostro.

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