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La triangulación sentimental: una explicación para lo que está pasando en Occidente
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'TRINCHERA CULTURAL'

La triangulación sentimental: una explicación para lo que está pasando en Occidente

Los últimos años políticos y culturales europeos han tenido como protagonista una constante subterránea que ha canalizado los sentimientos y las expectativas de nuestras sociedades

Foto: Foto: iStock.
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En su enunciado literal, la 'tripartición de la conciencia social', un concepto creado por el sociólogo Olivier Schwartz, parece otro aburrido asunto dirigido a especialistas académicos. Sin embargo, su relevancia cotidiana ha sido enorme en los últimos años. Schwartz se refería a una nueva división que había hecho acto de presencia en la política francesa, y en la que, además de los tradicionales "nosotros" y "ellos", había aparecido otra facción, "los otros". Ya no eran dos categorías las que organizaban la visión social, como en la vieja lucha de clases, sino tres.

Su repercusión es fácil de entender con un ejemplo que ilustra bien los rencores que se han ido sucediendo en Occidente. Una parte de la sociedad vivía bien, creía estar en el lado ganador de la historia, contaba con recursos y poseía una visión optimista del futuro. Otra parte encontraba cada vez mayores dificultades para llegar a fin de mes, o veía descender su nivel de vida, y contemplaba el porvenir en términos oscuros. Fue entonces cuando apareció, antes de la crisis de 2008 pero mucho más después de ella, la categoría tercera, la de los excluidos, aquellas personas que estaban en una posición muy precaria y en situación de evidente riesgo social. Las políticas públicas se centraron en ayudar a los más necesitados, de manera que muchas de las ayudas institucionales fueron a parar a ellos. Como era necesario aumentar los recursos estatales para hacer frente a esas capas tan precarias, se disminuyeron las ayudas destinadas a otros colectivos, y se aumentaron los impuestos.

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Este movimiento fue bien entendido por parte de la sociedad, especialmente por la progresista, pero fue criticado por los liberales, ya que ofrecía una suerte de mala educación a las clases precarias, que tendían a acostumbrarse a vivir de los subsidios. Fue entonces cuando aparecieron términos como 'chavs', en Reino Unido, para designar a los receptores de ayudas, que fueron descritos como personas que explotaban el estado del bienestar para vivir sin dar palo al agua, o 'cassos' en Francia.

La aparición de este tercer término fue importante políticamente, porque aumentó el malestar de las clases medias bajas y de las trabajadoras. Como señala Jérôme Fourquet en 'La France sous nos yeux', surgió un creciente resentimiento hacia los nuevos beneficiarios, ya que "muchos ciudadanos que provenían de la clase trabajadora sintieron que contribuían mucho a esta protección social sin beneficiarse nunca de ella". Su ira, asegura Fourquet, se mezclaba con la preocupación de caer en una degradación social cada vez más probable: la pérdida del empleo, un divorcio poco afortunado o la enfermedad podían arrastrarlos fácilmente al pozo.

No puede entenderse la deriva política de los últimos años sin esta triangulación que se afirma desde la sensación de ser despreciados

El resentimiento de estas clases sociales se asentaba en que los recursos públicos, en retroceso por los ajustes presupuestarios, no les tomaban como destinatarios, sino que se empleaban en 'los otros', y en muchos casos a costa de sus aportaciones vía impuestos. Esta fue una clave para que las derechas fueran aumentando su presencia en el voto. Y, desde luego, esta tercera clase se convirtió en un elemento político muy relevante cuando los emigrantes fueron señalados como los principales receptores de las aportaciones estatales: ya no nos ayudáis a nosotros, los nacionales que lo necesitamos, y dais nuestro dinero a los emigrantes. Este malestar estuvo presente durante años y está lejos de haber desaparecido.

La crítica a los 'chavs' primero, y a los emigrantes después, fue intensa en la época del Brexit y supuso un fuerte elemento de convicción a la hora de salir de la UE. Pero también formó parte de la victoria de Trump, y no solo por su retórica antiinmigración. Fue importante el malestar creado por el Obamacare, ya que las clases medias y medias-bajas se sintieron muy maltratadas con él: se ofrecía sanidad a quienes tenían muy poco o nada mientras ellos tenían que pagar una sanidad muy cara, y además se cargó sobre sus espaldas la factura de la iniciativa de Obama. Con diferencias obvias entre países, puede afirmarse que esta triangulación anclada en sentimientos de desdén y desprecio ha estado y está presente en las sociedades occidentales. Tampoco puede entenderse la deriva política francesa, por ejemplo, sin la aparición de 'los otros' como categoría social.

1. El rencor dominante

La interrelación entre los tres conceptos se ha desplegado en numerosos aspectos de nuestra política. La polémica 'woke' es uno más. Al 'nosotros' y al 'ellos' se sumó una tercera categoría, la de los excluidos por cuestiones sexuales o raciales, a los que había que conceder un tratamiento diferente que reparase los daños causados a lo largo de la historia. Se conformó así una discusión pública en la que los invisibilizados se constituyeron en el espacio de enfrentamiento entre los progresistas y los conservadores. Esa dinámica discursiva no hacía más que reproducir en el terreno cultural los mismos sentimientos que se habían difundido en el terreno económico con las ayudas a los más desfavorecidos. A las demandas de inclusión de estos colectivos se opuso la negativa de los sectores más conservadores pero, con el tiempo, también estalló el malestar que esa nueva visibilidad había generado en muchas clases medias y trabajadoras. Dado que el proceso estuvo teñido de afeamiento de sus conductas, y que se señalaba con frecuencia como atrasadas a esas clases, cuando no de reaccionarias, se generó entre ellas mucho rencor: no solo se las ignoraba en un momento económicamente complicado, sino que se las criticaba por su forma de comportarse. Al final, 'los otros', se convirtieron en una forma de golpear dialécticamente a opciones progresistas que habían perdido el contacto con la realidad de la gente común. También en este terreno, como antes con los 'chavs', las opciones conservadoras sacaron partido.

La transformación ecológica es otro de esos asuntos en los que este sentimiento de ser despreciados, cuando no humillados, ha tomado cuerpo de una forma notable. Los chalecos amarillos fueron producto de este malestar. La necesidad de una reconversión verde se tradujo en unos costes mayores para clases que sufrían estrecheces y que se sintieron especialmente presionadas. Fue un caso más en el que confluyeron la sensación de haber sido olvidados, el desprecio por no ser tenidos en cuenta y los perjuicios económicos. Los chalecos amarillos subrayaron un obvio reto de la transformación verde, que tendrá que hacer frente de manera sólida a esta reacción, que se generalizará en el futuro si no se produce una transición inteligente. Hasta ahora, la Unión Europea únicamente ha querido solventar el problema con ayudas especiales a los más desfavorecidos como mecanismo de compensación. Actuar así supondrá prolongar el malestar dominante, porque nos devuelve a esta política de tres partes.

2. El desprecio territorial

Lo más significativo, por relevante, es cómo todo ese malestar se ha ido consolidando alrededor de elementos territoriales. El Brexit es un ejemplo obvio, pero España lo ha vivido también intensamente. El 'procés' nos dio una pista evidente de cómo este tipo de sentimientos estaban cobrando nuevas expresiones. Estábamos nosotros, los catalanes de bien, que veíamos nuestro nivel de vida declinar, a pesar de ser una sociedad moderna e innovadora, mientras Madrid estaba cobrando auge. Y todo porque, fruto de un reparto territorial muy negativo para Cataluña, había que pagar las facturas de 'los otros', como los andaluces o los extremeños, que vivían de las ayudas estatales que aportaba esencialmente la Cataluña emprendedora. Este fue sustancialmente el discurso antiespañol, que quedó nítidamente dibujado en las épocas previas al 1-O.

El discurso de Trump puso de relieve cómo su país estaba siendo explotado por unos socios desleales y que era hora de detener esa afrenta

Un movimiento similar emergió como reacción, también con la triangulación como protagonista. El relanzamiento nacionalista español surgió a partir del amago secesionista de Cataluña, que permitió recoger un discurso según el cual 'nosotros', los españoles de bien, vivimos peor y hemos sido relegados porque 'ellos', los izquierdistas, están pactando con 'los otros', los independentistas, y dándoles recursos en lugar de emplearlos para el bien común.

La retórica de Trump con el 'Make America Great Again' bebió de estas mismas fuentes. Uno de sus argumentos principales era la amenaza a la hegemonía estadounidense que suponía China, y parte de la debilidad de su país consistía en que había ofrecido ayuda y recursos a los europeos, en especial para la defensa, y estos se lo pagaban haciéndose más fuertes económicamente y compitiendo con EEUU. Su país estaba siendo explotado por unos socios desleales y era hora de detener esa afrenta. Todo el discurso de Trump se construyó a partir de la referencia a unos terceros, ya fueran los emigrantes o los europeos, que les hacían mucho más débiles en la lucha de 'nosotros', los estadounidenses, contra 'ellos', los chinos.

3. El orgullo sobrecompensado

El caso ruso está plenamente enraizado en esta dinámica, en la medida en que recoge los sentimientos de desprecio y minusvaloración típicos de los últimos tiempos. Desde esta perspectiva es bastante más sencillo explicar las reacciones recientes de Putin. Con la caída de la URSS, el país se fraccionó, ya que los barones territoriales aprovecharon sus grandes cuotas de poder local para refugiarse en un nacionalismo separatista que les generó ventajas en su relación con Occidente. En lo económico, y durante un primer instante, Rusia se acogió a la corriente dominante, la del vencedor, y adoptó sus recetas: el 'shock' económico que sufrió fue intenso. China, por el contrario, anotó el error ruso y evitó esa trampa cuando llegó su momento.

Rusia era, por entonces, una gran potencia con enormes dificultades económicas, con una pérdida de territorios que hacía evidente la decadencia, y con una situación social muy inestable en la que los oligarcas imponían su ley por encima del Estado. La llegada de Putin modificó esa configuración de poder y llevó a Rusia hacia la recuperación. En aquellos instantes, Putin deseaba tener buenas relaciones con Occidente, que fueron transformándose durante los años siguientes en animadversión. El sentir ruso, que su presidente ha fomentado, era el de una gran país herido que sufría los desprecios y las amenazas de Occidente. El ascenso de China en el orden internacional y la demostración de que seguían siendo una potencia con todas las letras, como ocurrió en Siria, favorecieron un conjunto de factores que relanzó la autoconfianza del Kremlin.

Es una reacción que tarde o temprano suele producirse: el sentimiento de ser humillado lleva a menudo a la sobrecompensación

En esta tensión de fondo entre el 'nosotros' ruso y el 'ellos' occidental, había un factor añadido, 'los otros', ese conjunto de repúblicas desagradecidas que habían traicionado a la madre patria. La cercanía de Ucrania con la UE y con la OTAN fue una herida profunda, ya que implicaba que Occidente podía humillar a Rusia hasta en sus mismas fronteras. Y como la Rusia actual ya no era la que surgió tras la caída de la URSS, sino mucho más fuerte, había que hacer saber al mundo que ya no se la podía menospreciar. La lección a Occidente se ha aplicado en la piel de 'los otros', los traidores ucranianos. La gran Rusia está de regreso. Los riesgos de la invasión pueden ser grandes, pero mucho menores que las ganancias en términos de orgullo nacional, como subrayó Putin en un extenso discurso.

Era una reacción que tarde o temprano suele producirse. El sentimiento de ser humillado lleva a menudo a la sobrecompensación. Una vez que el débil vuelve a sentirse fuerte, aparece como imprescindible hacer saber que existe, que es influyente, que los desprecios se han terminado. Y, al dejarse llevar por esa falsa pujanza, ignora todos los avisos del sentido común, llegando incluso a forjar sentimientos de superioridad y de grandeza. Es muy difícil explicar lo ocurrido en la Alemania de los años 20 y 30 sin la sensación de haber sido humillado que impregnó el país en los años posteriores a la I Guerra Mundial, como lo es ignorar la devastación que causó, y el precio que pagaron 'los otros' prototípicos, los judíos. En otro orden, es complicado entender el deseo hegemónico de China sin comprender hasta qué punto se siente un gran imperio de siglos que ha sido menospreciado y maltratado por Occidente durante muchos años, y que ahora exige ser tratado con enorme respeto, si no con total deferencia.

4. Las lecciones del poder

Esta dinámica de fondo puede fácilmente ser interpretada en los términos habituales, los del malestar y resentimiento de unos perdedores que se anclan en una percepción errónea y que son incapaces de dejar de lado los sentimientos negativos. Pero sería una equivocación grave leerlo únicamente de esta forma, porque estos contextos interpelan directamente a la clase de poder que se está ejerciendo y a las consecuencias que conlleva.

Lo cierto es que todos los ejemplos citados, desde las clases medias y trabajadoras occidentales hasta las naciones en declive, cuentan con elementos objetivos en los que sustentar sus sentimientos. Por más que se puedan exagerar, lo cierto es que no se trata de una siempre percepción. Cuando su situación ha empeorado, han sido ignorados, si no despreciados, por lo que es inevitable que una reacción surja desde esa herida profunda. Y una vez que aparece no se soluciona, como ha ocurrido con las clases medias y bajas en Occidente, mediante apelaciones a la actualización permanente, la insinuaciones acerca de que son una mano de obra poco preparada, y nada dispuesta al cambio, y los reproches culturales. Actuar así complica mucho la solución.

Este defecto ha estado permanentemente presente en la política occidental, interior y exterior, en los tiempos de la globalización feliz, cuando, bajo una capa de institucionalidad, soluciones consensuadas y resolución jurídica de los conflictos, se ha ignorado a quienes salían perdiendo y se han colocado cargas excesivas sobre ellos. Si los resentimientos aparecen de forma constante y extendida, si no se limitan a sectores concretos, es porque la clase de poder que se ejerce no es la adecuada; más propiamente, se convierte en la responsable.

Si los resentimientos aparecen de forma constante y masiva, es porque la clase de poder que se ejerce no es la adecuada

En este sentido, más que poner el acento en la inadecuación de sus perdedores o en sus reacciones extemporáneas, conviene volver sobre la Historia para encontrar experiencias que nos enseñan mucho acerca del poder que sería necesario en momentos como el actual. La salida de la II Guerra Mundial, con una guerra fría lanzada, se tejió en términos inclusivos para Occidente, respecto de las clases sociales que lo componían y de los territorios que lo integraban, lo que dio lugar a unas décadas de estabilidad inusuales en la Historia, a un crecimiento sostenido y a una aceptación generalizada de la democracia como el mejor de los regímenes.

La resolución que se dio a la I Guerra Mundial, por el contrario, fue lo suficientemente torpe como para avivar los fuegos previos, y dio lugar a situaciones sociales muy difíciles, al ascenso de los totalitarismos y a una guerra devastadora. La diferencia entre ambas formas de resolución es especialmente subrayable hoy, tras sufrir dos crisis, una pandemia y tensiones geopolíticas en aumento. Dependiendo del camino que se tome, nos irá bien a los europeos o volveremos a inicios del siglo XX, como parece.

El poder puede ejercerse de manera que la mayor parte de la sociedad se vea reconocido en él, y por tanto lo legitime, como subrayó excelentemente Guglielmo Ferrero, o por el contrario, que avive el sentimiento de rechazo. En nuestra época, la animadversión sistémica ha quedado enterrada por esa triangulación entre "nosotros, ellos y los otros", que ha dado forma a múltiples recomposiciones políticas. Pero este juego de tres partes es producto de la incapacidad de tejer un orden inclusivo que estabilice las sociedades. Y es importante aprender de las experiencias históricas, porque Occidente está ya inmerso en una nueva guerra fría. En ese escenario, un tipo de poder, económico y político, que alimente el malestar interno se convierte pronto en el principal problema, mientras que uno inclusivo que disuelva los malestares es la principal solución. Esto forma parte también de la geopolítica, lo que se olvida con demasiada frecuencia.

En su enunciado literal, la 'tripartición de la conciencia social', un concepto creado por el sociólogo Olivier Schwartz, parece otro aburrido asunto dirigido a especialistas académicos. Sin embargo, su relevancia cotidiana ha sido enorme en los últimos años. Schwartz se refería a una nueva división que había hecho acto de presencia en la política francesa, y en la que, además de los tradicionales "nosotros" y "ellos", había aparecido otra facción, "los otros". Ya no eran dos categorías las que organizaban la visión social, como en la vieja lucha de clases, sino tres.

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