La América que busca la verdad de las cosas: los EEUU que amamos
América no solo es el máximo exponente de un sistema inhumano e injusto. Es también la cuna de una gran tradición literaria y cinematográfica profundamente crítica con el capitalismo
De Billy Wilder se ha dicho prácticamente todo: que era un cínico redomado y un guionista extraordinario; un romántico de corazón y un maestro del llamado estilo invisible que define el cine clásico norteamericano. Su influencia en la historia del séptimo arte es tan grande que parece innecesario subrayarla. Directores posteriores como Woody Allen asimilaron de manera creativa la mirada pesimista y lúcida del gran cineasta austriaco-norteamericano. Sin embargo, hay una faceta de su obra sobre la que se ha insistido menos y que me interesa especialmente: la profundidad de su crítica social y su actitud de denuncia ante una sociedad injusta que humilla y degrada la condición humana.
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Todavía hoy asombran la radicalidad y el atrevimiento de los conceptos utilizados, que conectan la obra cinematográfica de Wilder con la mejor tradición de la literatura norteamericana. Trataré de ilustrar este punto con una breve reflexión a propósito de 'El apartamento' ('The Apartment', 1960), una de sus películas más conocidas y que él mismo consideró la cima de su cinematografía.
Empecemos por el principio. La base es un guion cuidadosamente elaborado por Wilder y I. A. L. Diamond, uno de sus más estrechos colaboradores, que combina de manera equilibrada ribetes de comedia con elementos de melodrama. Una construcción casi perfecta en términos de progresión dramática y eficacia narrativa que brinda a los espectadores la posibilidad de orientarse con precisión milimétrica a medida que avanza la historia. Con estos mimbres, Wilder ofrece una representación fluida y convincente sirviéndose del llamado 'estilo invisible', que había aprendido de Howard Hawks y en el que llegó a ser un consumado maestro: montaje preciso, economía narrativa y un lenguaje visual sencillo y nada retórico. 'El apartamento' representa mejor que cualquier otra película de Wilder ese cine de artificio oculto en el que el lenguaje cinematográfico y los recursos escénicos están siempre al servicio de la historia. Una historia llena de humanismo que revela las llagas de una sociedad reconcomida por el dinero, la ambición y, finalmente, la infelicidad.
En efecto, el filme es una crítica sin concesiones, radical en el sentido etimológico del término, de la sociedad capitalista y de su principal instrumento de integración social y cultural, que no es otro que el trabajo asalariado. La dependencia económica, el miedo al despido y un desenfrenado nepotismo constituyen el caldo de cultivo para que florezcan la hipocresía, la falsedad y el engaño, que atraviesan todas las relaciones humanas y convierten el entorno laboral en un auténtico vertedero moral. El sueño americano no es sino una pesadilla en la que el éxito o el fracaso se construyen a golpe de favores, amenazas y chantajes, envileciendo a las personas. El ascensor donde trabaja Fran Kubelik (Shirley MacLaine) es una buena metáfora de esta forma de vivir, como también lo es el espejo roto en el que se miran los protagonistas y que les devuelve una imagen deformada por la atmósfera opresiva que envuelve sus vidas. Cuando Kubelik y Baxter (Jack Lemmon) se encuentran por primera vez —no por casualidad en el ascensor— ella le confiesa que allí dentro "los hombres se comportan de un modo raro. Para mí es el cambio de altitud, tal vez la sangre se les sube a la cabeza".
Baxter y Kubelik están atrapados en una telaraña de mentiras y presiones de la que no es fácil escapar. Él es un empleado de seguros que consigue ascender en la empresa y dejar atrás una oficina anodina y hostil de resonancias kafkianas; ella, una ascensorista profundamente romántica y enamorada de Sheldrake (Fred MacMurray), el gerente de la compañía, que la engaña y traiciona sus sentimientos. Entre Baxter y Kubelik nace un amor intenso y verdadero, pero una relación basada en la sinceridad y el respeto mutuo resulta incompatible con su situación de dependencia económica y subordinación laboral, que limita la libertad de los protagonistas. Ambos están condenados a la soledad, una soledad profunda que Baxter experimenta dramáticamente sentado en Central Park, viendo caer las hojas de los árboles mientras sus jefes utilizan su apartamento para mantener escarceos amorosos. El suicidio está siempre presente como alternativa, aunque no llega a materializarse. Baxter y Kubelik evolucionan y comprenden que existe una oportunidad para el amor y la vida, pero esta no se encuentra en el capitalismo. Para vivir una vida verdaderamente humana tienen que romper con el sistema.
Este es, en mi opinión, el sentido que hay que atribuir al final de la película: la libertad es incompatible con el tipo de trabajo que caracteriza a la sociedad capitalista, basado en vínculos de subordinación y dependencia que atenazan a los seres humanos. Los protagonistas dejan sus empleos para ser dueños de sus actos y recuperar su libertad, como ambos reconocen en el último diálogo de la película. Por eso, el apartamento no es un simple decorado donde se desarrolla la acción, sino un elemento central del relato que refleja la evolución y el estado anímico de los principales personajes. Aquel viejo picadero se convierte progresivamente en un hogar donde Baxter y Kubelik cocinan, lavan su ropa y se prodigan cuidados dando rienda suelta a sus sentimientos. El 'travelling' final que muestra a Kubelik corriendo hacia el apartamento representa la liberación y la búsqueda de la felicidad al margen del capitalismo. Woody Allen lo repetiría con éxito, si bien con otro sentido, en la escena final de Manhattan (1979).
El apartamento es, en definitiva, una metáfora de la libertad que pone de manifiesto su incompatibilidad con un determinado tipo de relaciones sociales, lo que permite incardinarla en uno de los grandes mitos de la cultura norteamericana contemporánea: que todos los hombres son creados iguales y gozan de ciertos derechos inalienables, entre los que están "la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad". América, conviene recordarlo estos días, no solo es el máximo exponente de un sistema inhumano e injusto que ha engendrado un feroz imperialismo. Es también la cuna de una gran tradición literaria y cinematográfica profundamente crítica con las condiciones que el capitalismo impone a las personas. Una América que busca la verdad de las cosas y no teme enfrentarse a los 'Robber Barons', que acumulan la riqueza del país con sus prácticas corruptas. La tierra de Jack London y Mark Twain, de Chaplin y Capra, y también de Billy Wilder, un joven guionista de origen austriaco y ascendencia judía que emigró a Estados Unidos tras el ascenso al poder de Hitler. Esta es la América que amamos.
*Héctor Illueca Ballester es vicepresidente segundo de la Generalitat Valenciana.
De Billy Wilder se ha dicho prácticamente todo: que era un cínico redomado y un guionista extraordinario; un romántico de corazón y un maestro del llamado estilo invisible que define el cine clásico norteamericano. Su influencia en la historia del séptimo arte es tan grande que parece innecesario subrayarla. Directores posteriores como Woody Allen asimilaron de manera creativa la mirada pesimista y lúcida del gran cineasta austriaco-norteamericano. Sin embargo, hay una faceta de su obra sobre la que se ha insistido menos y que me interesa especialmente: la profundidad de su crítica social y su actitud de denuncia ante una sociedad injusta que humilla y degrada la condición humana.
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