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Zona cero: el castigo a las mujeres por contar la verdad
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'trinchera cultural'

Zona cero: el castigo a las mujeres por contar la verdad

Nos escandaliza ver cómo mujeres más jóvenes que nosotras viven con el miedo constante a ser descubiertas en lo que no es un cuento romántico sino más bien de terror

Foto: Mujeres tapadas con el velo en Irán. (EFE/Abedin Taherkenareh)
Mujeres tapadas con el velo en Irán. (EFE/Abedin Taherkenareh)

"Lo quiero, pero es imposible. Es cristiano, y yo musulmana, jamás lo aceptarían". Es la frase que más se repite en los emails, mensajes y testimonios de mujeres que llegan a mí. Los cojo con la misma angustia que sentiría si le ocurriese a una amiga cercana y me invade un sentimiento agridulce. Por un lado, la profunda rabia de ver a mujeres de mi contexto de origen sentirse culpables por algo por lo que nadie debería jamás avergonzarse, por querer, por escoger a quién amar, con quién compartir, y también me corta el cuerpo una tristeza desteñida de miedos que hace tiempo que abandoné, porque mi vida no sería igual sin mi familia, sin el abrazo, el apoyo y el hombro que supone estar vinculada a mi raíz, a mi origen, a las mujeres y los hombres que me vieron nacer y crecer hoy dando guerra. Me doy cuenta de que da igual las vidas que pudiesen caber en una; no hay experiencia, ni formación suficiente para aconsejarle a una mujer qué hacer cuando vive entre la espada y la pared del amor, el de la pareja, y el familiar. Ambos tiran de ella hacia dos lados opuestos. Y tiraron tanto, que se rompió. Hoy rota, rotas, muchas mujeres no se reconocen, no saben quiénes son, hacia dónde caminan ni por qué tuvieron que renunciar a sí mismas para poder avanzar. Porque extirparte el poder de decisión es arrebatarte la posibilidad de construirte desde la verdad.

El islam lo prohíbe, nos prohíbe escoger a hombres que no profesan nuestra religión de nacimiento, si es que podemos escoger. Solo una conversión es admitida. Por si fuese poco, te coloca en la posición de imponer a la persona con la que estás un cambio de religión, que aunque a menudo se hace de forma simbólica en muchos entornos solo se admite si es real y práctico en todos sus afectos. Eso sí, solo nosotras vivimos esta desagradable situación, por nacer y ser mujeres estamos supeditadas a esta condición en lo que a la elección de nuestra pareja concierne. Los hombres no. La imposición que sufren los hombres sobre desposar a una mujer musulmana es más un requerimiento comunitario y familiar que religioso. Por eso me sorprende que siga siendo un tema oculto a ojos del debate público en la Europa de la diversidad cultural y religiosa. Pero sé que esos dos términos solo se ponen encima de la mesa cuando incluyen o influyen directamente sobre hombres.

A las que somos la segunda generación de mujeres que rompieron con este 'establishment' religioso discriminatorio nos escandaliza ver cómo mujeres más jóvenes que nosotras o de nuestra edad viven con el miedo constante a ser descubiertas en lo que no es un cuento romántico, sino más bien de terror. Pero a veces somos nosotras mismas las que, cuando estamos en entornos de nuestra comunidad de origen o con hombres y mujeres musulmanas de nuestra misma religión de nacimiento, hablamos con la boca pequeña de escoger a un hombre no-musulmán. La mirada cambia, el trato cambia, todo a nuestro alrededor se transforma cuando declaramos que nosotras no estamos dispuestas a escoger a alguien teniendo en cuenta que profese nuestra religión, porque creemos que los valores y los principios que buscamos para compartir nuestras vidas no se rigen por la religión que se practica.

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Diciéndolo, bravas y temerarias en el fondo, nos sentimos unas libertinas que no atienden a la rectitud del camino religioso del que hace tiempo descarrilamos, porque no necesitamos ser salvadas por un hombre de nuestra confesión para sentirnos realizadas como mujeres. Hay una culpa que aún nos habita, una energía que reposa sobre nuestros hombros cuando revindicamos nuestra libertad. Somos para ellos la representación real y no endemoniada de esas mujeres que decidieron salvarse del tradicionalismo, a las que todos amenazaban con un infierno y que, lejos de juzgar a quienes prefieren mantenerse en el camino de la "rectitud", buscan el respeto en otra manera de concebir la vida. "Es que eres muy occidentalizada", "¡te veo muy española, eeh!" (porque la libertad se inventó en España, amigos). 500 maneras de decirte sutilmente que eres "mala musulmana".

La controversia me habita, no la huyo ni la medito más de lo estrictamente necesario, la autocensura es una sombra tóxica que me acompaña constantemente, pero sí sé reconocer cuándo la realidad grita por sí sola la necesidad de que la contemos. Reconocer que las mujeres sufren opresiones no las despoja de su responsabilidad sobre sus decisiones y sus cuerpos, pero sí implica aceptar que en un mundo desigual nuestra "tolerancia con la discriminación" no forma parte de nuestra naturaleza humana sino de la educación adquirida. Contar esto no es victimizar a la mitad de la población mundial, es hacer justicia verbal. Justicia a los miles de mujeres encadenadas con unas esposas que llevan el nombre de la opresión, desde las afganas hoy atrapadas en zulos huyendo de sus depredadores talibanes, pasando por las iraníes que ponen en riesgo sus vidas por desvelarse, pasando por las saudíes atadas con las cuerdas de oro que no les permiten poner un pie fuera del 'establishment' sin supervisión de un guardián masculino, las libanesas y palestinas que aún luchan por una custodia real de sus hijas por encima de los 15 años, hasta niñas de zonas rurales de Marruecos que experimentan matrimonios impuestos. La problemática es negar que aquello que ocurre fuera no se traslada al gran Occidente de la libertad. El mismo que experimentó un feminismo que no quiere universalizar porque existe un filtro para las "otras", las "musulmanas", las que ya están acostumbradas a la opresión.

Foto: Saba Kord Afshari se pasará los próximos 24 años en prisión. (Foto: NCR-Iran)

Hace unos días una activista iraní, Masih Alinejad, alegaba en el 'Washington Post' sobre la importancia de no convertir todo en fobia en cuanto a islam se refiere. Revindicó el derecho decisorio de las mujeres a ser críticas con el islam, con sus representantes, con su doctrina, con su minucioso diluir social que cada vez es más notorio en Europa. Lo hizo dirigiéndose a la congresista Ilhan Omar, a la que calificó de feminista, siempre aludiendo al aprecio hacia sus acciones y, sin embargo, llamando la atención sobre su nuevo plan de "islamofobia". Debo decir que admiro la entereza y la elegancia con la que una activista feminista iraní que ha pasado por la cárcel pide, entre por favores, cuidar la fina línea entre "la llamada a la tolerancia por los musulmanes", y "la censura completa de la crítica sobre todo lo que engloba el islam como religión, como práctica cultural y como ideología política".

Nacer en este lado del mundo siendo lo que se llama "mujer y musulmana" implica como poco una asunción enfermiza y condecorada de todo lo que implique el dogma religioso que pesa sobre nuestras nucas sin posibilidad de queja. Implica aceptar que hablar y gritar lo que asfixia, condena. Implica entender que una vez lo hagas nadie te volverá a mirar igual. Implica sentir que no hay espacio para críticas y deconstrucciones de los dogmas religiosos islámicos que juegan en detrimento de más de 750 millones de mujeres del mundo, y que si estás en el camino de esa batalla que nadie gana y nadie pierde posiblemente morirás en el intento de explicar que decir que "no al patriarcado religioso, a las prácticas culturales machistas y al constructo social edificado por misóginos, no es odio". Hacerlo joven e inexperta te transforma para siempre. Dar el paso de decir la verdad, de reclamar la mitad, de pedir justicia te condena a una cruz que señala a la "paria", a la "disidente", a la "indignada", a la "desencajada". Y está bien, es el precio a pagar. En este camino de grietas emocionales y de desconciertos constantes he aprendido a cultivar el silencio propio. El tiempo me ha enseñado a base de mucho trabajo y frustración a reducir el ruido perpetuo de la polémica, a no abrir bandejas de entrada, a no contestar conversaciones destructivas, a no aceptar encuentros dubitativos. He necesitado opacar la emocionalidad que tanto me define, haciendo de ese personaje mediático que yo no decidí que existiese una mujer más reservada y calculadora.

No hace falta una persecución de vida o muerte para sentir cómo pesan sobre ti los ojos de una comunidad que rechaza tu espíritu crítico

No he necesitado un matrimonio forzoso, un velo impuesto, o una cárcel iraní para constatar la realidad que supone sufrir este letargo de presiones constantes para cumplir con expectativas de "buena musulmana", en el que tantas no encajamos, ni queremos encajar, ni encajaremos jamás. No hace falta una persecución de vida o muerte para sentir cómo pesan sobre ti los ojos de una comunidad que rechaza tu espíritu crítico. No hace falta que seamos grandes exégetas del islam, como sí lo han sido feministas islámicas que al poco de declarar el lugar de las mujeres en las instituciones religiosas fueron expulsadas de la torre de marfil en la que si no tienes barba, no tienes silla, para constatar que jamás estaremos en las mesas redondas en las que se decide religiosamente sobre nuestros cuerpos, nuestras vidas o nuestras relaciones. Hace mucho que aquello de que "las mujeres venimos de la costilla de un hombre" caló en mentalidades monoteístas, que están convencidas de que las mujeres debemos estar al otro lado del paraíso de 70 vírgenes que lo habitan y por lo tanto de los privilegios masculinos. Nuestro lugar es el vacío, es la zona cero. Ahí donde se pierde todo lo que un día tuvo destino.

Vivir en el limbo no es mejor. Hay días en los que amanecemos con un pie en la zona cero porque estamos agotadas de explicar que el sistema debe transformarse teniendo en cuenta que merecemos el espacio, el lugar y el micrófono para irradiar toda la justicia que nos cabe entre estos dos pechos que no podemos mostrar. A veces, abatidas y exhaustas, nos acurrucamos en una esquina esperando que ceda el odio que contamina la vida de todas las mujeres que sufren a nuestro alrededor, el mismo que nos insinúan tener. Otras, ansiosas y enfadadas hacemos añicos la elegancia que nos habita para dejar claro que no vamos a suplicar libertad, vamos a conquistarla. Algunos días, solo queremos ser mujeres con más preocupaciones que la dignidad, la libertad, los derechos humanos más básicos de las mujeres. Nos cansamos de estar cansadas, de estar indignadas por el infierno que implica nacer mujer en nuestras comunidades. Nos hartamos de hacerle croquis mentales a la izquierda europea que nos vende, y a escaquear la zona MENA poco democrática que nos atisba. Bailen ustedes en esta cuerda floja llamada vida en la que nosotras nos hemos hecho acróbatas a base de caídas.

Foto: Una joven musulmana luce el velo en una ciudad alemana, en una imagen de archivo de 2019. (EFE)

Por eso, escucho a Masih y me recorre un profundo sentimiento de orgullo de compañera feminista. La escucho y me hace feliz pensar que a su edad, se puede aún mantener la entereza bajo la mirada de gobiernos y sociedades que nos tapan el pelo y el cuerpo, nos castran la voz y las ideas, nos entierran el intelecto y nos culpan por todo ello. Me enternece verla tan humana, siendo consciente de la hostilidad que despierta en nosotras vivir entre tanta violencia mediática, agradeciéndome que participase en el LETUSTALK, que vino a contar que las historias de las mujeres coaccionadas a velarse es importante, y que ya está bien de enterrar debajo de la alfombra de la "libre elección" (que si ustedes la tienen mándenme un poco, porque yo también dudo de la mía) las opresiones que millones de niñas y mujeres sufren todos los días.

Y en cuanto a Ilhan Omar, que sin duda es un hito en la historia estadounidense y si algo no le falta es determinación, yo le pediría entrega. Porque eso es lo que necesitan las mujeres que no pueden alzar la voz, o las niñas que aún no pueden hablar, pero sobre todo todas las que ya no están porque no las dejaron ser. La entrega suficiente para entender de forma honrada y generosa que ninguna acción que englobe la protección de la religiosidad puede ir mínimamente en detrimento del derecho a la libertad de expresión en general y de las mujeres en concreto. En contra de su patriarcado de origen, de su cultura de origen y de la religión de origen, seas cuales sean.

Son muchas las que emigran a miles de kilómetros para no acabar bajo tierra después de revelarse. Promover un Occidente que silencia y destierra a las mujeres porque considera islamofobia toda crítica a este ejercicio de análisis es querer matarnos en vida a todas las que trabajamos todos los días para contar la verdad. Esa que sale, tarde o temprano, con o sin el consentimiento externo.

"Lo quiero, pero es imposible. Es cristiano, y yo musulmana, jamás lo aceptarían". Es la frase que más se repite en los emails, mensajes y testimonios de mujeres que llegan a mí. Los cojo con la misma angustia que sentiría si le ocurriese a una amiga cercana y me invade un sentimiento agridulce. Por un lado, la profunda rabia de ver a mujeres de mi contexto de origen sentirse culpables por algo por lo que nadie debería jamás avergonzarse, por querer, por escoger a quién amar, con quién compartir, y también me corta el cuerpo una tristeza desteñida de miedos que hace tiempo que abandoné, porque mi vida no sería igual sin mi familia, sin el abrazo, el apoyo y el hombro que supone estar vinculada a mi raíz, a mi origen, a las mujeres y los hombres que me vieron nacer y crecer hoy dando guerra. Me doy cuenta de que da igual las vidas que pudiesen caber en una; no hay experiencia, ni formación suficiente para aconsejarle a una mujer qué hacer cuando vive entre la espada y la pared del amor, el de la pareja, y el familiar. Ambos tiran de ella hacia dos lados opuestos. Y tiraron tanto, que se rompió. Hoy rota, rotas, muchas mujeres no se reconocen, no saben quiénes son, hacia dónde caminan ni por qué tuvieron que renunciar a sí mismas para poder avanzar. Porque extirparte el poder de decisión es arrebatarte la posibilidad de construirte desde la verdad.

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