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¿Es la ciencia la más peligrosa de las artes humanas?
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¿Es la ciencia la más peligrosa de las artes humanas?

Un fascinante relato de Benjamin Labatut, 'Un verdor terrible', expone la dimensión creativa y destructiva de los hallazgos científicos

Foto: Heisenberg.
Heisenberg.

Creatividad y destrucción. Eros y Tánatos. He aquí los extremos en que podría describirse la revolución científica del siglo XX. Cuando la química se escindió de la alquimia. Y cuando los grandes hallazgos en el ámbito de la física cuántica precipitaron tanto entusiasmo como angustia. Bien los supo Werner Heisenberg, cuyo instinto visionario tanto dio lugar a la formulación del principio de incertidumbre como explica que el Gobierno nazi le encargara fabricar una bomba atómica. Declinó la propuesta Heisenberg, pero la resistencia a participar en el destino siniestro de la ciencia no contradicen que EEUU represaliara a Japón con la masacre nuclear de Hiroshima.

Es una de los relatos que pueden leerse en el fabuloso compendio de ' Un verdor terrible' (Anagrama). Lo ha compuesto el escritor chileno Benjamín Labatut (Róterdam, 1980), ha cruzado el umbral de las diez ediciones y constituye una fascinante crónica tanto del progreso científico como de las monstruosidades prometeicas que facultaron los grandes genios del siglo XX. Uno de los casos más elocuentes es el de Fritz Haber, padre de la guerra química en la I Guerra Mundial y 'autor' del pesticida que Hitler terminaría utilizando en las matanzas industriales de los campos de exterminio.

placeholder 'Un verdor terrible'. (Anagrama)
'Un verdor terrible'. (Anagrama)

Se nos revuelven las tripas al mencionarlo: zylklon. Una tortura despiadada que aniquiló a millones de judíos, empezando por casi todos los familiares del propio Haber. Murió el químico en 1934, antes de probarse el cianuro de hidrógeno entre los congéneres y después de haberse pegado un tiro en las entrañas su propia esposa. No podía sobrevivir a las aberraciones que había provocado el uso del gas cloro en la Gran Guerra ni transigía con la contribución de su marido a la proliferación de semejantes invenciones.

Tan atroces eran las consecuencias de la guerra química que ni siquiera Hitler, soldado en posiciones de retaguardia en la Guerra del 14, se atrevió a recurrir a ella en el conflicto mundial del 39. Reservó el gas a las duchas de Auschwitz, pero la ética militar le impidió trasladarlo al escenario bélico.

Genio y audacia

Es interesante el caso de Haber porque el genio y la audacia del científico germano proporcionó al mismo tiempo otras contribuciones decisivas al progreso de la Humanidad. Fue el primero capaz de extraer el nitrógeno del aire, de tal manera que el prodigio permitía generalizar el uso de los fertilizantes y prevenir al planeta de la hambruna, más todavía cuando el sistema alternativo consistía en machacar el polvo de los huesos de los animales y de los humanos. Funcionaba como nutriente y fertilizante. Y se cotizaba tanto —y era tan escaso— que los ladrones de tumbas llegaron al extremo de desenterrar tres millones de esqueletos, incluidas los restos de los soldados y de los caballos que cayeron en Austerlitz y Waterloo.

Foto: El exceso de fertilizantes esta alterando el equilibrio de los ecosistemas (EFE/Str)

La muerte fomentaba la vida. Y el exceso de vida amenazaba a la Humanidad. Así, al menos, lo pensaba Fritz Haber cuando se percató de que el uso fertilizante del nitrógeno “podría alterar de tal forma el equilibrio natural que el futuro de este mundo no pertenecería al ser humano, sino a las plantas, ya que bastaría que la población mundial disminuyera a un nivel premoderno durante solo un para décadas para que ellas fueran libres de crecer sin freno, aprovechando el exceso de nutrientes que la humanidad les había legado sobre la faz de la tierra hasta cubrirla por completo, ahogando todas las formas de vida bajo un verdor terrible”.

Verdor terrible. Es el título que ha escogido Labatut para aludir a los pronósticos fallidos, apocalípticos, certeros y hasta megalómanos que formularon los grandes científicos de principios del siglo XX. Todos ellos involucrados de una manera o de otra en los conflictos bélicos que sacudieron Europa y retratados por el escritor chileno en una suerte del perfil místico, enajenado, cuando no tiranizados por su inteligencia y sus delirios. Y expuestos a un tormento físico y mental que predisponía la epifanía y las revelaciones, como si la manera de interpretar el mundo y de decodificarlo necesitara una perspectiva alucinatoria, un pasaje de locura y un lenguaje propio. El peligro de entender el mundo alojaba el secreto para destruirlo. Por eso Einstein recelaba de la clarividencia con que colega Heisenberg acabó con Dios y el determinismo en beneficio de la accidentalidad.

El peligro de entender el mundo alojaba el secreto para destruirlo

El mérito del tratado de Benjamín Labatut no es solo la eficacia divulgativa con que acerca la complejidad de la física cuántica y la pasión con que expone el pulso de Heisenberg contra Schrödinger, sino más bien la tensión literaria y la belleza estética, con que reanima la dimensión lírica, poética y filosófica de la ciencia, hasta el extremo de convertirla en la primera de las bellas artes. Y también en la más inquietante. De ahí el epígrafe del 'verdor terrible'. Y la alusión al pasaje premonitorio del 'Frankenstein' de Mary Shelley, cuando la novelista británica concedía que el avance ciego de la ciencia la convertía en la más peligrosa de las artes humanas.

La alegoría perfecta al respecto acaso sea el 'azul de Prusia', un pigmento sintético que aspiraba a engendrar el elixir de la vida y que terminó convirtiéndose no ya en el mejor recurso para llevar al lienzo el color imposible del cielo —'La noche estrellada', de Van Gogh—, sino en el embrión de un veneno letal que asolaría hasta el exterminio los campos de batalla.

Creatividad y destrucción. Eros y Tánatos. He aquí los extremos en que podría describirse la revolución científica del siglo XX. Cuando la química se escindió de la alquimia. Y cuando los grandes hallazgos en el ámbito de la física cuántica precipitaron tanto entusiasmo como angustia. Bien los supo Werner Heisenberg, cuyo instinto visionario tanto dio lugar a la formulación del principio de incertidumbre como explica que el Gobierno nazi le encargara fabricar una bomba atómica. Declinó la propuesta Heisenberg, pero la resistencia a participar en el destino siniestro de la ciencia no contradicen que EEUU represaliara a Japón con la masacre nuclear de Hiroshima.

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