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Los táperes son los que hacen que España funcione
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'TRINCHERA CULTURAL'

Los táperes son los que hacen que España funcione

Comer de táper nunca ha sido una elección, sino algo que hacemos porque no queda más remedio. El táper es una experiencia transversal que le puede ocurrir a casi cualquiera

Foto: Foto: Brett Stevens/Corbis.
Foto: Brett Stevens/Corbis.

Cuando a un español le llama el CIS, el CIS le pregunta sin anestesia eso que su vecino lleva años preguntándose. Usted, ¿de qué clase social forma parte? La respuesta suele ser: pues, mire, un poco más alta de lo que dice mi cuenta corriente; siempre hay que quitarle un par de centímetros. Si los europeos en general tienden a pensar que están un poco más arriba de lo que realmente están, en España la cosa se agudiza.

Por no haber, no hay ya ni clase trabajadora. A lo mejor, hay clase táper.

Propuesta demoscópica: utilizar la ratio táperes/días de la semana para descubrir nuestro verdadero nivel social. Cero táperes preparados, cero táperes degustados: usted es altísima élite. Cinco táperes preparados, cero degustados: a ver si su pareja echa una mano en la cocina. Cinco táperes preparados y cinco degustados: pida un aumento de sueldo, que usted lo vale.

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En la cúspide social está el eunuco del recalentado, aquel que jamás en su vida se ha comido un táper, que no conoce el placer divino de escuchar el ding del microondas al ritmo del rugido del estómago, ni el color que deja el tomate en el fondo del recipiente tras meses de uso. Una rareza estadística: según una encuesta hecha en los años de la crisis, alrededor de una quinta parte (21,8%) de los españoles comen de táper, mucho más que antes 2008. Menos dinero, más táperes.

Uno puede saber cuánto cobra alguien contando cuánto come de táper

Por lo demás, el resto pasamos nuestras vidas negociando con la realidad táper. Cuanto más joven es y peor pagado está uno, más recurre al fáustico invento de Earl Silton Tupper, que en 1946 diseñó un arma aún más peligrosa que la bomba atómica. Un artilugio que permitía atar a millones de trabajadores a sus empresas hasta bien entrada la tarde, un potro de tortura que hizo que eso de “volver a casa a comer” ya no tuviese sentido. Lo dice la página de Tupperware: “Tupperware ha contribuido significativamente a generar ingresos”. El capitalismo moderno no existiría sin el táper.

Uno puede adivinar fácilmente el rango salarial de cada empleado contando cuántas veces a la semana se come de táper y cuántas lo hace fuera. El ascenso social es dejar de hacerse el táper y zampar algo en el bar de abajo, el restaurante de la esquina, en el universo colindante. Fuera. Es decir, dejar de hacer tú las cosas que nadie quiere hacer y que las haga otro. Eso es básicamente el éxito en el siglo XXI.

El tiempo que regalas para tener tiempo

Esto ocurre porque el táper es, ante todo, un objeto que regula el tiempo, como un reloj. Al táper se le introduce tiempo (el que se tarda en cocinar la comida) y devuelve, de manera diferida, en otro lugar y en otra cocina, ese tiempo. El táper es en lo que se gasta su tiempo por la noche el currito para no tener que desperdiciar su dinero durante el día: es tiempo libre invertido en ahorro económico, que es lo que hacen los pobres siempre, gastar tiempo libre para no tener que perder dinero mientras trabajan. Muchas veces, la que invierte su tiempo es la mujer, un tiempo disfrutado posteriormente por otro hombre en otro lugar: el ama de casa que cocina unos macarrones para que, al día siguiente, el jefe de su marido pueda gozar de la ventaja de que este apenas pierda 20 minutos de su tiempo en introducirlos por su esófago.

Con el tiempo que proporciona el táper también se comercia. Mientras unos se meten entre pecho y espalda dos platos, postre, café, copa y puro, otros sacan el táper y se lo ventilan delante de la pantalla, como cuando el servicio comía cualquier cosa en la cocina antes de preparar el festín del aristócrata de turno. Uno come deprisa y rápido un táper frente al ordenador para terminar antes y, eureka, poder llegar a casa prontito para cocinar. El ciclo infinito de la falta de tiempo condensada en el táper como cáliz de la alianza nueva y eterna entre la empresa y el empleado, atado a la galera de la producción.

El táper es, por eso mismo, un símbolo. Había una preciosa tira del dibujante Paco Roca en la que venía a decir que los táperes que las madres preparan a sus hijos son un figurado cordón umbilical que utilizan para verlos más: el táper puede ser un acto de amor. O un acto de esclavismo, claro. O un acto de solidaridad: tu compañero de piso te deja su táper. O un acto de desidia: el táper con los restos de la comida del sábado recalentado el lunes siguiente. O un acto de amor: cómete tú mi táper, que yo ya me buscaré la vida.

Nuestra vida es una eterna lucha por conseguir que cada táper sea el último

El táper es, también, un objeto que te permite trasladar una parte de tu hogar a un espacio público. Un fragmento de intimidad a la vista de todos, y, por eso, algo a lo que uno renuncia en cuanto puede. En los reservados de los restaurantes, el lugar más privado de todos los privados, nadie sabe qué comes. El táper es democrático y transparente: de cristal mejor que de plástico. Pero también es como ir desnudo.

Nunca más volveré a comer táper

Esta semana ha habido otro conato de polémica-bulo a propósito de una campaña en Twitter del Ministerio de Consumo que daba una serie de consejos para mantener los táperes. Se deshinchó rápido, en parte porque la gente ya ha aprendido la lección de las macrogranjas, en la que muchos intentaron salir por lana y volvieron trasquilados, pero, sobre todo, porque con el táper no se mete ni Dios.

Nadie puede creerse que la defensa del táper sea un ataque a la hostelería porque el táper nunca ha sido una alternativa a comer fuera, sino una obligación, de igual manera que un anuncio de colchones no es un ataque al sector hotelero. El táper es una experiencia transversal que, como el sarampión o un esguince, le puede ocurrir a cualquiera. El táper es lo que se come cuando no hay más remedio. Nuestra vida es una eterna lucha por conseguir que cada táper sea el último.

Hay quien echa de menos comer de táper y te recuerda que comer fuera no está tan bien, que te pones gordo y pierdes mucho tiempo, pero no conozco a nadie que haya vuelto voluntariamente al táper. Cuando uno asciende y deja de ser clase media-baja para ser clase media-media, ya no puede echar la vista atrás, incurrir en los viejos comportamientos, volver a ser joven de nuevo, volver al barrio. Para eso están empresas como Wetaca, que te ofrecen la experiencia del táper sin todo lo malo del táper, canjeando el tiempo de los demás por el tuyo propio. El táper es la clase trabajadora; nosotros somos clase media-media.

Cuando a un español le llama el CIS, el CIS le pregunta sin anestesia eso que su vecino lleva años preguntándose. Usted, ¿de qué clase social forma parte? La respuesta suele ser: pues, mire, un poco más alta de lo que dice mi cuenta corriente; siempre hay que quitarle un par de centímetros. Si los europeos en general tienden a pensar que están un poco más arriba de lo que realmente están, en España la cosa se agudiza.

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