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¿Cabe el duelo en un tuit? Morir en los tiempos de las redes sociales
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¿Cabe el duelo en un tuit? Morir en los tiempos de las redes sociales

Nuestro 'yo' digital publica un llanto en torno al obituario del día no tanto para que se recuerde al difunto sino para no ser rechazado por la comunidad

Foto: Cementerio Viejo de Alcalá de Henares. (EFE/Fernando Villar)
Cementerio Viejo de Alcalá de Henares. (EFE/Fernando Villar)

Nadie nos dijo que el ritual de la muerte comienza después de esa llamada que ya sabías de qué iba antes de descolgar. El no saber qué decir, las lágrimas que, justo hoy, no te salen, el pan que te pidió que envolvieses en film transparente para congelarlo pero que no lo hiciste. Y ahora ese pan estará chicloso o duro, depende, pero bueno, qué más da, y piensas “¿por qué sólo lloro con las series de Aaron Sorkin?” Pero ay, el pan. Por qué nadie nos dijo que la muerte era un edificio gris donde se comparte baño con gente que ha ido a velar a su muerto -que no al tuyo-, donde hay wifi gratis y un listado digital de apellidos con el número de habitación al lado para que no moquees delante de la caja que no es. Nadie nos dijo que la muerte incomoda, sobre todo, cuando te ves obligado a decir cosas que suenan raras en la boca porque son de una oralidad desconocida: “mis condolencias”, “mi más sentido pésame”. Ojalá decirlo más a menudo, todos los días, cuando alguien te diga que ha perdido el móvil, el bus, las llaves, para hacernos a ello. Nadie nos dijo que el ritual no es el funeral. Nadie nos dijo cómo debíamos velar y mucho menos a los ateos. Nadie nos dijo que el duelo podía caber en un tuit.

En este mundo tecnificado, el poeta Joan Margarit se preguntaba "¿Qué botón aprieta uno cuando su hijo se le muere?" El de la literatura, la poesía, la música, la pintura. La cultura como bálsamo para superar la intemperie moral. Y, sin embargo, resulta demasiado tangible y preciso para ser considerado como un acto de fe. En esa búsqueda del poder de lo inmaterial surgen magufadas que nos hacen arrodillarnos ante un Venus retrógrado y una posible Luna en Júpiter, las malas vibras, los números de la Lotería o aquellos que se rinden al paroxismo de la nostalgia: “Dios, Patria y Familia” que repiten como un mantra: Dios, Patria, Familiaoommm. Dios, Patria, Familiaoommm. Padre, Hijo y Espíritu Santooommmm. Amén.

Sin saber a quién encomendar a nuestros muertos porque no tenemos dioses que los acojan, acabamos haciendo cosas rarísimas

Y así nos pasa, que sin saber a quién encomendar a nuestros muertos porque no tenemos dioses que los acojan, acabamos haciendo cosas rarísimas. Pero rarísimas. Construimos un templo temporal en Twitter donde participar en la asamblea de la polis como obligación, como en la política de Aristóteles, como “un ciudadano, en sentido estricto”. Y escribimos y nos lamentamos y al día siguiente se nos olvida. 'La actualidad innombrable' de Roberto Calasso. La tragedia moderna se sustenta en dolores intermitentes. Lutos cortitos. Bernarda Alba arañándose hacia arriba.

Reencarnación digital

Nuestro “yo” digital publica un llanto en torno al obituario del día no tanto para que se recuerde al difunto y pueda permanecer, así, en la inmortalidad (de Internet) sino para no ser rechazado por la comunidad digital. “Esta mañana ha fallecido Regina Phallange” Like. Retweet. Retweet con comentario: “DEP”. ¿Verdaderamente le estamos dando a “me gusta” a una necrológica? Sí. Sí. Me gusta. Like. Like. Like. Cuando muera espero que mis redes sociales se llenen de millones de corazoncitos digitales. Por si no fuera suficientemente espeluznante, en ocasiones, el difunto digital despierta del nicho y responde: “Gracias por esta despedida tan cariñosa, de todo corazón” junto a una foto en la que cita al autor de la misma no vaya a enfadarse ahora con el muerto. Y la comunidad entiende que ya no es el difunto el que habla sino la reencarnación digital de un familiar al que le dejaron el testamento de Google -por ejemplo- con las claves de las redes sociales, las del banco e, igual, la de alguna tienda de ropa con un pedido aún a medio devolver. El fantasma ya no es un fantasma y ahora es otro ejerciendo la ventriloquía. La sensación es la misma que la de ver a una niña dormida, sonriente, abrazando a un hurón disecado y de pelo tieso. “La vida no es como debería ser, la vida es como es” que decía Krishnamurti.

Existen múltiples empresas que te ayudan a gestionar la huella digital de los familiares fallecidos

No existen leyes que controlen la reencarnación online pero sí múltiples empresas que te ayudan a gestionar la huella digital de los familiares fallecidos para que la pequeña de la familia pueda heredar el reloj de cuco, la vajilla de la abuela, una cuenta en Pornhub y otra en Tinder. Microsoft, aprovechando el vacío y con ese gusto por reventar las grietas del capitalismo, ha creado una patente que plantea la posibilidad de hacer renacer digitalmente a una persona fallecida y convertirla en un bot. Utilizando “imágenes, datos de voz, publicaciones en redes sociales y mensajes electrónicos” podrá generar “un modelo 2D / 3D de la persona específica”. Cómo escapar del transhumanismo hasta la extenuación mientras Jeff Bezos busca la forma de ser inmortal. Cómo encontrar la fe sin entrar en un santuario. Cómo quitarse la creencia de que la comunidad está en lo digital. Nadie nos dijo si era posible construir altares y templos ateos en casa, el duelo es ahora un extraño ejercicio exhibicionista y, por supuesto, virtual.

Los tanatorios han quedado obsoletos y aquellas palabras que nos sonaban raras en la boca ya ni siquiera las pronunciamos. 2020 fue un año de muertes pero no de duelos y con la llegada de las fiestas navideñas se empieza a sentir en la calle una necesidad estomagante de vestirse de negro. Es difícil morir sin religión pero aún más velar sin ella. El colectivo DU-DA se planteó precisamente esto en su proyecto “Morir guay. Voces y relatos para no tener miedo”: “La pedagogía de la muerte intenta acompañar o preparar el morir no sólo como un fin de la vida de los cuerpos, sino también como un despedir, como el olvidar, como separar o dejar, como eliminar, como romper, como abandonar”.

Nadie nos dijo que algún día necesitaríamos nuevos rituales para proteger el vacío. Para no caer en esa necesidad de rellenarlo todo. De sostener el miedo que produce la omisión, los huecos, el silencio humano. El alivio nauseabundo al sentir que por fin se ha ido. Las oraciones profundas como la de una barra de pan que se quedó sin congelar.

Nadie nos dijo que el ritual de la muerte comienza después de esa llamada que ya sabías de qué iba antes de descolgar. El no saber qué decir, las lágrimas que, justo hoy, no te salen, el pan que te pidió que envolvieses en film transparente para congelarlo pero que no lo hiciste. Y ahora ese pan estará chicloso o duro, depende, pero bueno, qué más da, y piensas “¿por qué sólo lloro con las series de Aaron Sorkin?” Pero ay, el pan. Por qué nadie nos dijo que la muerte era un edificio gris donde se comparte baño con gente que ha ido a velar a su muerto -que no al tuyo-, donde hay wifi gratis y un listado digital de apellidos con el número de habitación al lado para que no moquees delante de la caja que no es. Nadie nos dijo que la muerte incomoda, sobre todo, cuando te ves obligado a decir cosas que suenan raras en la boca porque son de una oralidad desconocida: “mis condolencias”, “mi más sentido pésame”. Ojalá decirlo más a menudo, todos los días, cuando alguien te diga que ha perdido el móvil, el bus, las llaves, para hacernos a ello. Nadie nos dijo que el ritual no es el funeral. Nadie nos dijo cómo debíamos velar y mucho menos a los ateos. Nadie nos dijo que el duelo podía caber en un tuit.

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