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'El contador de cartas': Paul Schrader desvela los secretos para forrarse en el póker
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'El contador de cartas': Paul Schrader desvela los secretos para forrarse en el póker

El guionista de 'Taxi Driver' y 'Toro salvaje' reincide en sus obsesiones en este 'thriller' de venganza, redención y mucho póker que se estrena en los cines

Foto: Oscar Isaac es William Tell en 'El contador de cartas', de Paul Schrader. (Universal)
Oscar Isaac es William Tell en 'El contador de cartas', de Paul Schrader. (Universal)

Paul Schrader es EL cineasta obsesivo. Dicen que la condición sine qua non de un director es la obsesión con ciertas ideas, la obcecación a pesar de todo y de todos. Pero lo de Schrader raya en la monomanía, en la paranoia. Nació en una familia calvinista ultra en la que la música y el cine y el alcohol eran pecado. La única salida natural fue entregarse a la música, el cine y el alcohol. Y ese trauma persistente y percutante y la necesidad de vagar y expiarse a través del pecado es la columna vertebral sobre la que se construye una filmografía libre, imperfecta y terriblemente oscura. Y en esa oscuridad y en esa imperfección se encuentra la genialidad de Schrader. En la turbulencia. En el vagabundeo alrededor de las mismas ideas en distintos paisajes, que al final resultan ser uno solo: su propio paisaje mental.

Los protagonistas de las películas de Schrader son hombres torturados, rotos, heridos, que buscan encajar y lo hacen a través de un heroísmo sadomasoquista. Como en ciertas religiones, llegar a la paz de espíritu a través del dolor, de la flagelación. En 'Taxi Driver', Travis Bickle arrastraba la losa de la guerra de Vietnam e intentaba integrarse en una sociedad que, después de encumbrarlo, lo repudiaba. En su taxi, atravesando las calles de Nueva York, deambula entre los desheredados. Y su única forma de redención es, en su cabeza, la salvación de una niña prostituida. En 'Toro salvaje' la virtud y la condena llegan juntas a través del castigo físico, de los golpes de boxeo. En 'El reverendo' también están presentes la guerra, la inestabilidad mental, el alcohol y el pecado. Y la necesidad de sobreponerse a ellos a través de un acto de salvación.

placeholder Oscar Isaac despliega todas sus habilidades como jugador de póker. (Universal)
Oscar Isaac despliega todas sus habilidades como jugador de póker. (Universal)

Producida por Scorsese —puesto que Schrader no es comercial ni se le espera y quién sabe si rentable—, en 'El contador de cartas' —nominada al León de Oro de Venecia y ganadora del premio a mejor guion en Seminci—, Schrader insiste en ese protagonista misterioso, oscuro y parco en palabras. Desconcertante para quienes lo rodean. Esta vez es William Tell, el nombre deliberadamente ficticio con el que se hace llamar el protagonista que interpreta Oscar Isaac, contenido y adusto, atrapado en el pellejo de un hombre sin raíces ni destino con unas habilidades extraordinarias para contar cartas en el póker. Si hay actores de método también hay directores de método. Y Schrader lleva al espectador de la mano por la ruta de casinos, torneos y moteles de carretera que, probablemente, él haya recorrido primero.

El director desvela, casi como en un manual para principiantes, las artimañas para hacerse rico jugando al póker en esos torneos donde en cada partida se juegan varios millones de dólares. Solitario y sombrío, el protagonista se mueve de una ciudad a otra, huyendo, probablemente, de sí mismo. Hasta que en su camino se cruza Cirk (Tye Sheridan), con el que comparte fantasmas del pasado. Y vuelven a ser los de la guerra. Si en los años setenta varias generaciones de jóvenes quedaron marcadas por una guerra de Vietnam que los machacó psicológicamente y los apartó de la comunidad, en 2020 son las guerras de Irak y Afganistán las que mutilaron literal y figuradamente a quienes participaron de los horrores de la lucha contra el terror. Son, probablemente, los flashbacks que explican la historia del protagonista misterioso los que peor amalgamados quedan con ese viaje sin destino por el que transita la película. Los ojos de pez deformantes con los que retrata el director el pasado se entienden como una apuesta violenta y monstruosa, pero lo que ocurre en él resulta grotesco y desarticulado. Quizá sea la única forma de enfrentarse a tamaño horror.

placeholder Tye Sheridan es el compañero de viaje del misterioso protagonista. (Universal)
Tye Sheridan es el compañero de viaje del misterioso protagonista. (Universal)

Como contrapunto femenino, aparece el personaje de La Linda (Tiffany Haddish), una mujer aparentemente despreocupada que actúa como una suerte de manager de jugadores de cartas. Partida a partida, el trío nos sumerge en esa feria de excesos y ruido que son los casinos estadounidenses. La fauna y las costumbres sobre el tapete. La mesa de juego como el coche escoba que recoge a todos aquellos que se refugian en las apuestas para encontrar un motivo para el que seguir en marcha, seguir dando vueltas, seguir, seguir, seguir. El juego, el azar, es la única forma de futuro. Los —apenas— cuatro personajes relevantes, 'El contador de cartas' simplifica esa 'América' histriónica y vocinglera, en la que los símbolos han perdido el sentido. El personaje más americano de todos, ataviado de los pies a la cabeza de barras y estrellas, es un inmigrante que utiliza la bandera como marketing, degradándola a pura chufla, a simple espectáculo. Cirk representa una juventud sin futuro, dejada a la mano de Dios, y luego responsabilizada de todos sus males. Y Linda es la minoría silenciada, apartada del foco, que ha conseguido escalar hasta donde las circunstancias le han permitido.

Es la esencia de ese mundo de moqueta y máquina de 'vending' la que mejor maneja Schrader. Con sobriedad, sin demasiado envoltorio, nos arrastra por los pasillos de la decadencia. En contraste, el protagonista busca la asepsia, el no sentir, el no tener contacto con nada ni nadie: por eso se dedica a forrar de plástico los muebles y las habitaciones por las que va pasando. Necesidad y castigo. Sin embargo, a medida que avanza la película, pareciera que las ganas y el interés del director decaen. Hay un largo valle hasta una resolución final extravagante —como podía, por otro lado, preverse de una película de Schrader—. No es perfecta, no es entretenida, no es imprevisible. Pero tampoco es inane. Ni artificiosa. Ni vulgar. No es la mejor película de Schrader, pero es una película de Schrader. Y ya, solo por eso, merece la pena dejarse arrastrar al abismo.

Paul Schrader es EL cineasta obsesivo. Dicen que la condición sine qua non de un director es la obsesión con ciertas ideas, la obcecación a pesar de todo y de todos. Pero lo de Schrader raya en la monomanía, en la paranoia. Nació en una familia calvinista ultra en la que la música y el cine y el alcohol eran pecado. La única salida natural fue entregarse a la música, el cine y el alcohol. Y ese trauma persistente y percutante y la necesidad de vagar y expiarse a través del pecado es la columna vertebral sobre la que se construye una filmografía libre, imperfecta y terriblemente oscura. Y en esa oscuridad y en esa imperfección se encuentra la genialidad de Schrader. En la turbulencia. En el vagabundeo alrededor de las mismas ideas en distintos paisajes, que al final resultan ser uno solo: su propio paisaje mental.

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