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Wallis 'el revientapresas' y la 'Operación Castigo' para inundar la Alemania nazi
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Wallis 'el revientapresas' y la 'Operación Castigo' para inundar la Alemania nazi

Adelantamos a continuación un capítulo del nuevo libro del historiador superventas británico Max Hastings en Crítica sobre la incursión aliada de 1943 para destruir las presas del Ruhr

Foto: La única foto conocida de un Lancaster del Escuadrón 617, despegando de Scampton para la Operación Castigo la tarde del 16 de mayo de 1943. (Crítica)
La única foto conocida de un Lancaster del Escuadrón 617, despegando de Scampton para la Operación Castigo la tarde del 16 de mayo de 1943. (Crítica)

A mediados de marzo de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, y con gran secreto los británicos formaron el Escuadrón X, cuya misión era romper las represas del Ruhr para inundar las tierras de cultivo y paralizar la industria en ese importantísimo valle de la Alemania nazi. Si bien el heroísmo de la tripulación aérea fue totalmente auténtico, al igual que la brillantez de algunos protagonistas de la misión como Barnes Wallis —el inventor de la bomba Upkeep—, también lo es que los comandantes que prometieron a sus jóvenes aviadores que el éxito podría acortar la guerra fantasearon salvajemente.

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'Operación castigo'

Max Hastings describe vívidamente en 'Operación castigo. Objetivo: las presas del Ruhr, 1943' (Crítica) toda la operación, desde la perspectiva puramente militar a las devastadoras pérdidas materiales y humanas: unos 1.400 civiles murieron en las inundaciones que arrasaron el valle de Möhne, más de la mitad de ellos prisioneras francesas o trabajadoras forzadas rusas y polacas. A continuación adelantamos el segundo capítulo que gira en torno al fascinante Wallis.

Wallis, el 'cerebro' y sus bombas

Si las presas de Alemania se hubieran atacado con bombas, cohetes o proyectiles convencionales, es probable que la posteridad — al menos, en Gran Bretaña— hubiera prestado escasa atención al asunto. A la postre, no obstante, tanto el medio utilizado como el hombre que lo concibió han despertado una fascinación perdurable. «Entre las armas especiales — afirmaba una estudio de posguerra sobre el armamento de la RAF, redactado por el Departamento Histórico de la fuerza aérea, en un lenguaje que denota la propia satisfacción—, la “revientapresas” sin duda puede enorgullecerse del lugar que ocupa. El relato de su desarrollo y producción es una pieza épica en la historia de las bombas aéreas.»

Barnes Wallis fue el único «cerebro» — propiamente hablando, era ingeniero— que ingresó en el panteón histórico británico de la segunda guerra mundial, por detrás de Winston Churchill, pero en paralelo a Alan Turing, descifrador de Ultra, y los héroes que combatieron en el conflicto. Hasta 1951, cuando se publicó el libro de Paul Brickhill, casi nadie sabía o recordaba nada de Wallis. Había disfrutado de cierta fama en los años anteriores a la guerra, en especial en relación con su trabajo en el magno dirigible R100. No obstante, a partir de 1939 quedó oculto por el telón de la seguridad oficial. Solo volvió a adquirir fama en las décadas posteriores, tras la presentación del largometraje 'The Dam Busters', en el que Michael Redgrave interpretó su papel.

La leyenda de Wallis muestra a un genio que, tras dar con una idea que podría valer para ganar la guerra, libra una batalla en solitario contra burócratas anodinos hasta que por fin hace realidad su invento. La verdad fue casi por completo opuesta. El rasgo más extraordinario del concepto de lo que se dio en llamar «bomba rebotadora» fue que, en mitad de una lucha existencial — en la que Gran Bretaña disponía de recursos escasos y sufrió derrotas y reveses repetidos—, algunos de los faros que guiaban el esfuerzo bélico, tanto en las fuerzas armadas como en el sector civil, comprendieron el potencial de la fantástica idea de Wallis, respaldaron su desarrollo y, en un plazo de unas pocas semanas desde que se obtuvo la aprobación del mando, lograron producir ejemplares con los que iniciar las pruebas.

Los oficiales estuvieron asombrosamente dispuestos a creer en las extravagantes esperanzas del inventor

Más aún, los oficiales demostraron estar asombrosamente bien dispuestos (incluso con ingenuidad) a creer en las extravagantes esperanzas del inventor sobre el impacto que tal ataque podía tener en la maquinaria bélica nazi. Aunque hubo que superar cierto escepticismo sobre la viabilidad de las armas de Wallis, así como sobre la posibilidad de hallar recursos para su fabricación, se fue mucho menos riguroso en el análisis de los efectos supuestamente radicales que la destrucción de las presas acarrearía para los intereses de Hitler. La única excepción fue la de sir Arthur Harris, que vivía encerrado en su propio relato. [...]

Proyectos imposibles

Para comprender las experiencias de guerra de Wallis resulta importante reconocer que, aunque destacaba por su talento y su imaginación, distaba de estar en lo cierto en todos los campos. Durante toda su vida se afanó en proyectos imposibles con la misma entrega maníaca y obsesiva que empleó en los planes que prosperaron. Su larga asociación con los dirigibles le impidió comprender que el futuro estaba en las aeronaves aladas. Poco después de la primera guerra mundial le escribió a un colega: «He puesto toda la pasión en los dirigibles, he trabajado muy duro». Defendió la causa de estos globos, y en especial del R100, incluso después de que la carbonización del R101 en 1930 (junto con desastres similares en Estados Unidos) hubiera puesto de relieve las limitaciones del concepto de la nave más ligera que el aire.

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Barnes Wallis

En 1933 el M.1/30, un prototipo de torpedero biplano diseñado por Wallis se rompió a medio vuelo — aunque el fallo estructural no fue responsabilidad de él—. El piloto de pruebas, el capitán Joe «Mutt» Summers, pudo lanzarse en paracaídas. En cambio, el observador estuvo a punto de morir porque, cuando el aparato accidentado empezó a caer ruidosamente, el arnés se le enredó con la ametralladora de cola; por suerte logró soltarse y abrir la cúpula antes de que el avión se estrellara. Aunque se ensalzó a menudo a Wallis por crear la estructura geodésica de los bombarderos Wellesley y Wellington — una técnica de enrejado que, derivada de la desarrollada para ceñir las bolsas de gas de los dirigibles, dotaba al fuselaje de una fuerza excepcional—, otras naciones llegaron a la conclusión de que era demasiado compleja para una buena relación entre coste y efectividad; en sus bombarderos pesados posteriores, la RAF prescindió de estas estructuras geodésicas.

Entre 1941 y 1943, los cerebros más notables de Vickers-Armstrong se centraron en la creación de un nuevo avión, bautizado como Windsor. Iba armado con un cañón de 20 milímetros y podía cargar con 15 toneladas de bombas a una velocidad de unos 480 kilómetros por hora. Rex Pierson, Barnes Wallis — con el título de «asistente del diseñador en jefe (para estructuras)»— y varios equipos de apoyo de ingenieros y delineantes dedicaron incontables horas a un proyecto que nunca pasó de la fase de prototipo. La mejora constante en el rendimiento del Avro Lancaster, que entró en servicio en 1942, hizo innecesario al Windsor, aunque se siguió trabajando en él durante 1944. Nada de esto pretende quitar méritos a los logros de Wallis; solo explicar por qué las autoridades tenían sus razones para acoger con cautela lo que él imaginaba con tanta ambición. En un momento u otro de su vida se invirtieron grandes cantidades de dinero público en el desarrollo de artilugios, armas y aviones que fracasaron después de que el ingeniero hubiera defendido sus virtudes en las reuniones de Whitehall con el mismo fervor mesiánico con que defendió las que fueron un éxito.

El ingeniero defendió sus fracasos en Whitehall con el mismo fervor mesiánico con que defendió las que fueron un éxito

Por otro lado, Wallis era tan solo uno de los numerosos inventores que, con pleno entusiasmo, intentaban vender proyectos ambiciosos a las fuerzas armadas. Lord Cherwell, el científico favorito del primer ministro, forzó el período experimental con un plan absurdo, que aspiraba a frustrar los vuelos enemigos con una lluvia de minas aéreas. Igualmente Cherwell favoreció el desarrollo de una bomba CS — por las siglas de «Capital Ship», al destinarse contra los acorazados— que supuso un fracaso oneroso, igual que las primeras bombas perforantes británicas. Lord Louis Mountbatten, como director de las operaciones combinadas, acogió un plan que se inspiraba en los bloques de hielo para la creación de portaaviones. El propio Barnes Wallis intentó convencer a la Royal Navy de que adoptara un planeador lanzahumo de su invención. Por su parte, los estadounidenses experimentaron con el uso de murciélagos portadores de artefactos incendiarios, en una operación frustrada con el nombre en clave de «Rayo X». En su novela satírica '¡... Más banderas!' ('Put Out More Flags'), Evelyn Waugh no se aleja mucho de la realidad cuando narra que Whitehall recluta a un chamán para que lance conjuros contra Hitler. Según el diseñador aeronáutico Norman Boorer: «Científicos de toda clase postulaban incontables ideas a cuál más loca».

Una vida sombría

A pesar del pelo blanco o la mirada ausente que mostraba con frecuencia, Wallis no era en absoluto un iluso. Antes bien cabría considerarlo un veterano entre los «guerreros de Whitehall». Durante las dos décadas de alimentar y supervisar proyectos complejos, había perfeccionado la habilidad de arengar a los comités; la astucia para aprovechar las relaciones personales; el atrevimiento para hostigar a las compañías e instituciones hasta que le ayudaban a perseguir sus fines. Como muchos hombres brillantes, por defecto vivía exasperado ante la incapacidad ajena de ver las cosas como él mismo las veía. En 1940, mientras trabajaba en modificaciones al Vickers Wellington a la vez que en un bombardero de su invención (el Victory, hexamotor), le escribió a un compañero de la primera guerra mundial: «La vida es sombría sin apenas alivio; peor que hace veinticinco años, salvo que en este momento puedo sentir que estoy haciendo algo útil, mientras que en la última guerra, ciertamente, no fue así [...] [Estoy] tremendamente ocupado, en cosas grandes que, si se hubieran emprendido hace dos años, a estas alturas nos habrían ganado ya la guerra. Demasiado tarde, como de costumbre».

Su bombardero Victory, afirmaba Wallis en julio de 1940, «será el instrumento que nos permitirá llevar la guerra a una conclusión rápida». Como estos aviones se moverían a una altura inalcanzable para los cazas alemanes, podrían volar «a su antojo y a plena luz del día [...] Se podrían infligir daños irreparables en las comunicaciones estratégicas del Imperio alemán con [...] diez o veinte aparatos, en el transcurso de unas pocas semanas».

Ahora bien: una de las ideas de Wallis fue tan sobresaliente que le ha valido un lugar en la historia

He aquí el fervor característico de Wallis: merecía todo el respeto por realizar investigaciones (sin fondos ni apoyo) sobre la ciencia de destruir estructuras grandes desde el aire, en unas fechas en las que la RAF, como institución, mostraba indiferencia a esta cuestión vital. Sin embargo, en compartir unas expectativas exageradas sobre los efectos del poder aéreo, Wallis se equivocaba tanto como los «barones del bombardeo» (y siguió haciéndolo durante toda la guerra). De hecho se equivocaba tanto como sir Arthur Harris, aunque desde una perspectiva distinta, al creer que la RAF (o, para el caso, la USAAF) podía bastarse por sí sola para derrotar al nazismo o incluso hundir la economía alemana. Este era un objetivo inalcanzable, independientemente de la clase de blancos que las fuerzas aéreas decidieran atacar o el tipo de bombas que alcanzaran a diseñar para los aviones aliados. Ahora bien: una de las ideas de Wallis fue tan sobresaliente que le ha valido un lugar en la historia.

La gestación

Barnes Wallis desconocía por completo que el Estado Mayor del Aire hubiera analizado la posibilidad de atacar presas cuando, al poco de iniciarse la guerra, empezó a estudiar las vulnerabilidades del abastecimiento energético alemán — y, explícitamente, de sus centrales hidroeléctricas— en las horas libres que lograba robar a su «auténtico» trabajo en un proyecto de Wellington de vuelo a gran altura y, más adelante, el Windsor. Pasó varios meses sopesando la posibilidad de destruir los diques con bombas de 10 toneladas, que lanzaría el mismo Victory que él proponía, desde una altura de poco más de 12.000 metros, lo cual triplicaba la altura operativa de los bombarderos pesados que la RAF manejaba por entonces.

Uno de los primeros en entusiasmarse con sus ideas fue el capitán de grupo Fred Winterbotham, jefe de la inteligencia del Aire en el MI6 y pionero, antes de la guerra, en el aprovechamiento de la fotografía aérea a gran altura. Los presentó un amigo de ambos, el banquero del City Leo D’Erlanger, a quien los hijos del ingeniero apreciaban mucho desde que él les había regalado un gramófono rosa. En febrero de 1940 D’Erlanger llevó a Effingham al oficial del servicio de espionaje, al creer que Wallis y Winterbotham tenían intereses en común. A Winterbotham le encantó la familia de los Wallis, alegre y bulliciosa, con el ajetreo de los niños, una exuberante interpretación al piano y una relación a todas luces feliz entre el anfitrión y su esposa, Molly.

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Fred Winterbotham

Winterbotham era un hombre un tanto jactancioso, que por mucho que luego se vanagloriase no interpretó un papel tan importante ni en la segunda guerra mundial ni en la evolución de los planes de Wallis. No era ningún necio, sin embargo, y, como muchos oficiales de inteligencia, sabía establecer redes útiles e intrigar con acierto. Invitó a Wallis a comer en el Club de la RAF en Piccadilly, y el ingeniero le convenció de que cantara las alabanzas del bombardero Victory, con una envergadura alar de 49,4 metros (compárese con el Avro Lancaster, que acabó midiendo 31 metros), y su bomba específica, la «terremoto». Desmond Morton, que había sido colega de Winterbotham en la inteligencia, le respondió el 5 de julio de 1940 desde su nuevo despacho en el 10 de Downing Street: «Mi querido Fred [...] [Aquí] se entiende que un proyecto como el que describes no podría empezar a dar resultados hasta 1942, con suerte». Hablamos, claro está, del período más sombrío de Gran Bretaña en la segunda guerra mundial; para que el Ministerio de Producción Aérea pudiera disponer de un mínimo (apenas suficiente) de cazas hubo que centrar en ello todos los esfuerzos, lo que excluía destinar recursos a un bombardero gigante en fase hipotética.

Aun así, de nuevo por mediación de Winterbotham, Wallis obtuvo una audiencia con el acaudalado lord Beaverbrook, el ministro de Producción Aérea, en la que insistió en las virtudes del proyecto Victory. El magnate con apariencia de gnomo parecía más interesado en convencer a su visitante de que viajara a Estados Unidos para estudiar las cabinas aeronáuticas presurizadas. Pero la reunión dio un fruto positivo para Wallis: le otorgó acceso tanto al centro gubernamental de investigación del antiguo Laboratorio de Estudio de las Carreteras (el LabECa, en Harmondsworth, a muy corta distancia de Londres, por el oeste) como a su Instituto de Estudios de la Construcción (el InECo, situado en las cercanías de Watford, en Hertfordshire).

En agosto de 1940, Wallis empezó a realizar pruebas con su proyecto de bomba de gran penetración

En agosto de 1940, Wallis empezó a realizar pruebas con su proyecto de bomba de gran penetración, para lo cual pudo utilizar también el túnel de viento del Laboratorio Nacional de Física de Teddington. Al contemplar la situación con la perspectiva del tiempo, resulta asombroso — y cabe felicitar a las autoridades por su postura imaginativa— que al mismo tiempo que Gran Bretaña se enfrentaba a sus días más negros, y que el Mando de Cazas intentaba repeler a la Luftwaffe con todas las apuestas en contra, se permitiera a un «cerebro» emprender una investigación tan futurista casi literalmente bajo el mismo suelo en el que se estaba librando la batalla de Inglaterra. Desde el mes de octubre, Wallis asistió a una serie de reuniones con el vicemariscal del Aire Francis Linnell, supervisor en jefe de la investigación y desarrollo en el Ministerio de Producción Aérea (MPA), y el doctor David Pye, director de estudios científicos del mismo ministerio. Este último, en particular, tendría un papel propio en la saga de la Operación Castigo, hasta el mismo día del desarrollo de la misión.

Experimentos

En noviembre, el doctor Norman Davey, del LabECa, empezó a construir un modelo de la presa del Möhne, a una escala de 1:50, aprovechando un arroyo que atravesaba una zona boscosa del terreno del InECo en Hertfordshire. El proyecto no respondía tan solo al interés de Wallis, sino al de algunos oficiales señeros de la RAF que habían identificado la represa como blanco. En este mismo período Wallis pudo acceder a los estudios que el Ministerio del Aire había dedicado a esta presa en 1939, lo que puso de relieve que él y los planificadores de uniforme habían estado pensando en paralelo. Esto hizo que Wallis se irritara todavía más con los numerosos obstáculos burocráticos que se cruzaban en el camino de algo que, a su entender, valdría para ganar la guerra. Así pues, en noviembre de 1940 envió una nota impaciente al vicemariscal del Aire Arthur Tedder, a la sazón el ministro de Producción Aérea: «De resultas de la oposición constante con la que nos encontramos, ha sido necesario recurrir a experimentos muy laboriosos y prolijos con el fin de demostrar que lo que sugerí el mes de julio pasado [destruir blancos con bombas de gran penetración] es en efecto factible».

El equipo de Norman Davey empleó los datos técnicos que sobre la construcción de la presa del Möhne se habían publicado con motivo de la inauguración, en 1913; pero los maquetistas de Watford distorsionaron un poco los resultados al tratar, en el ejercicio del escalado, los metros como si fueran yardas. Fue necesario dar forma a mano a cientos de miles de bloques de mortero, y colocarlos en su lugar a pesar de que, aquel invierno, las temperaturas eran gélidas. La maqueta se terminó el 22 de enero de 1941 y a los pocos días empezaron las pruebas con explosivos. Los primeros resultados los sufrieron los concesionarios de unos huertos próximos, inscritos en la campaña de «Cava por la victoria»; de pronto constataron que sus parcelas de Garston habían quedado inundadas por una crecida inexplicable. Esto también creó confusión entre los ensayadores del InECo, porque las sucesivas explosiones dañaron su presa, pero no llegaron a abrir una brecha.

placeholder Finalmente el bombardeo 'real' sí lograría abrir una brecha en la presa del Möhne
Finalmente el bombardeo 'real' sí lograría abrir una brecha en la presa del Möhne

En marzo de 1941 Wallis puso en circulación un extenso documento titulado «Nota sobre varios métodos con que atacar a las potencias del Eje», en el que hacía hincapié en la necesidad de atacar los recursos carboníferos e hídricos. Eran esenciales porque nadie podía trasladarlos ni dispersarlos: «Si se logra destruirlos o paralizarlos, PROPORCIONAN UN MEDIO PARA QUE EL ENEMIGO QUEDE INCAPACITADO POR COMPLETO PARA SEGUIR BATALLANDO EN LA GUERRA». Distribuyó un centenar de copias del texto, con sus predicciones extravagantes, entre sus contactos de la aviación; la recibieron asimismo varios periodistas, cuatro estadounidenses y también Frederick Lindemann, que no tardaría en ser nombrado lord Cherwell. Wallis no se preocupaba por la seguridad. Más adelante, su hija comentó: «Aún puedo oírlo hoy, cómo le describía a un amigo algún rasgo interesante de su trabajo, se echaba a reír y añadía: “¡Materia ultrasecreta, compañero!”».

Según los cálculos iniciales, para destruir la presa haría falta una bomba de 12 toneladas de peso

El comandante de ala Sydney Bufton, un oficial con experiencia operativa en los cielos de Alemania que hacía poco que había sido nombrado vicedirector de las operaciones de bombardeo del Ministerio del Aire, se sintió interesado. Acudió a visitar a Wallis en su oficina del Club de Golf de Burhill, cerca de Weybridge, el refugio de guerra del equipo de diseño después de que los aviones alemanes hubieran atacado la fábrica de Vickers. En el Ministerio de Producción Aérea se formó un subcomité de represas que, durante el mes siguiente, trató la presa del Möhne como un blanco sustancial. Según los cálculos iniciales, para destruirla haría falta una bomba de 12 toneladas de peso.

¿Cómo llevamos la bomba?

El 11 de abril de 1941 David Pye, del Laboratorio de Estudio de las Carreteras, organizó una reunión con el Comité Asesor para el Ataque Aéreo contra las Presas (AAP), para estudiar las diversas propuestas armamentísticas de Wallis. Al encuentro asistió también sir Henry Tizard, funcionario público y científico de primer nivel. Se llegó a la conclusión de que las ideas de Wallis sobre la destrucción de las presas poseían el suficiente fundamento científico; pero seguía destacándose, como problema insoluble, la concepción de un medio capaz de llevar a Alemania un arma capaz de provocar un impacto tan extraordinario. No se trata de una cuestión baladí, antes al contrario: fue el tema central con el que lidiaron, durante los dos años posteriores, tanto el ingeniero de Vickers como los numerosos técnicos asociados al proyecto.

Lo que impidió avanzar más rápido no fue una burocracia absurda, sino las dificultades prácticas, que hubo que abordar con unos recursos muy menguados. No cabe decir que Wallis contribuyera mucho a la causa cuando alegaba que él — y solo él— tenía la clave para ganar la guerra. Hombres más poderosos también tendían a este vicio. En septiembre de 1941 Churchill se enojó con Portal, el jefe del Estado Mayor del Aire, por haberle enviado un documento que prometía que si Gran Bretaña adquiría cuatro mil bombarderos pesados la RAF podría aplastar a los nazis en un plazo de seis meses sin la ayuda de ninguna otra rama de las fuerzas armadas.

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1941- Winston Churchill

El primer ministro contestó con una de sus notas más brillantes: "Se está haciendo de todo para que la fuerza de bombarderos alcance las mayores dimensiones posibles [...] Sin embargo, desapruebo atribuir una confianza ilimitada a un medio de ataque, más aún cuando tal confianza se expresa en el lenguaje de la aritmética [...] Incluso si se consiguiera transformar todas las ciudades de Alemania en lugares principalmente inhabitables, no se sigue de ello necesariamente la mayor debilidad del control militar, ni siquiera la paralización de la industria de guerra [...] El Estado Mayor del Aire erraría si se excede en sus promesas [...] Bien puede ser que la moral alemana se hunda y que el bombardeo desempeñe un papel muy importante en la consecución del resultado [...] Pero todas las cosas están siempre en movimiento, de forma simultánea [...] Cada uno debe hacer todo lo que esté en su mano, pero no exhibe prudencia quien crea que hay un método seguro de vencer en esta guerra ni, de hecho, en ninguna otra guerra entre potencias iguales. El único plan es perseverar"

Churchill desaprobó atribuir una confianza ilimitada a un medio de ataque

El primer ministro, sin duda, le habría dicho estas mismas palabras sabias a Barnes Wallis de haber estado al cabo de la correspondencia sobre sus supuestas armas maravillosas. El 21 de mayo de 1941 el ingeniero recibió una carta en la que sir Henry Tizard le informaba de que el Estado Mayor del Aire había rechazado sus ideas tanto para el bombardero Victory como para la bomba de gran penetración. Wallis quedó abatido. Fue el momento más triste de sus vivencias de guerra.

Lo que se desarrolló a continuación — aunque fuera a un ritmo penosamente lento, desde el punto de vista de Wallis— reflejó una contradicción importante sobre la dirección de la segunda guerra mundial. En cuanto que fuerza de combate, hombre a hombre, la Wehrmacht se mostró siempre más profesional y capacitada que los ejércitos británico o estadounidense, de principio a fin de la contienda. Sin embargo, los Aliados occidentales lograron guerrear mejor que las potencias del Eje. Ello se explica, en buena parte, porque aquellos posibilitaron que algunas de las personas más brillantes de sus respectivas sociedades exhibieran todo su talento, con una imaginación que las dictaduras nunca igualaron. Los descodificadores del Op20G de la Marina estadounidense y de Arlington Hall, del ejército de Tierra de Estados Unidos, junto con Bletchley Park, en Gran Bretaña, son un ejemplo vistoso de este fenómeno. Pero sucedió lo mismo en toda una serie de proyectos encargados y emprendidos por científicos e ingenieros de ambas orillas del Atlántico.

Aunque las propuestas de Wallis para un Gran Avión y una Gran Bomba habían quedado oficialmente descartadas, el ingeniero convenció a David Pye, del MPA, de que no le cerraran las puertas de los centros gubernamentales, para proseguir con sus experimentos sobre la balística aplicada a la destrucción de presas. Durante el otoño continuaron los experimentos para determinar qué peso debía alcanzar el explosivo y en qué condiciones debía detonarse para abrir una brecha en las estructuras colosales.

Fue una época de gran complejidad formal. Muchos de los documentos de la correspondencia — que acabó por ser ingente— que intercambiaron los deportados civiles y militares de Whitehall sobre las máquinas infernales del ingeniero empezaban como este, dirigido a un subsecretario de Estado: «Señor, tengo el honor de aseverar que recientemente se ha vuelto a tomar en consideración la posibilidad de destruir uno o más de los importantes canales del noroeste de Alemania». Se hacía referencia al ingeniero designándolo como «el sr. B. N. Wallis de Vickers», y el redactor firmaba con un «vuestro humilde servidor».

La física de la explosión

Una parte del presupuesto — 2.000 libras— asignado entonces por el MPA a las actividades de Wallis se destinó a adquirir una pequeña presa que el ayuntamiento de Birmingham poseía en Nant-y-Gro (Powys, Gales del Norte), a la sazón prescindible porque se había construido un sustituto mayor. Arthur Collins, oficial científico en la «Sección de Hormigones» de Harmondsworth, hizo un descubrimiento que lo convirtió en figura clave en los experimentos posteriores. Durante años se había supuesto — el propio Wallis, también— que para destruir los muros de una presa tan enorme como la del Möhne haría falta una carga explosiva igualmente descomunal. Pero los experimentos convencieron a Collins, que a su vez persuadió a Wallis, de que una carga relativamente pequeña podía obtener un resultado del todo desproporcionado si se detonaba de forma subacuática y cerca del blanco, por medio de un temporizador o de una pistola hidrostática: de esta forma se domeñaría la potencia de la masa de agua para canalizar la fuerza de la explosión. Era el fenómeno que, en 1939, había identificado el funcionario alemán responsable de las presas del noroeste del país. Tanto Collins como Wallis desarrollaron una fascinación creciente por la física de las explosiones, y en especial por la expectativa de aprovechar la potencia del agua (y, de hecho, de la tierra) para incrementar radicalmente el impacto de las explosiones subacuáticas o subterráneas: la «conservación de la energía en suspenso» que, a la postre, posibilitaría la Operación Castigo.

De las cargas «terremoto» se pasó a pensar en bombas esféricas menores, que se harían rebotar contra las presas alemanas

En el transcurso de 1941 y 1942, Wallis se dedicó a estudiar las represas de Alemania por medio de varios agentes de patentes de la calle de Chancery Lane, así como los mecanismos de control hidroeléctrico, a través de una empresa de ingeniería de Kilmarnock, en Escocia. En abril de 1942 — coincidiendo con la Semana Santa— unos experimentos realizados en el patio exterior de su propia casa de Effingham, en los que con ayuda de sus hijos lanzaba canicas contra una vieja bañera galvanizada, le llevaron a modificar el concepto de base: de las cargas «terremoto», de gran penetración, pasó a pensar en bombas esféricas mucho menores, que se harían rebotar contra los muros de las presas alemanas (Wallis eligió originalmente el término de 'ricochet', pero se podría comparar también con la acción de 'bowling': lanzar la pelota contra los tres palos de críquet). No era una idea muy alejada de la de Finch-Noyes y Pemberton-Billing. Concibió dos armas relacionadas, pero distintas: un modelo mayor, con el fin de atacar las presas, que más adelante recibió el nombre en clave de 'Upkeep' o «sustento» (aquí la llamaremos así desde este punto, por comodidad); y una versión menor, apodada Highball («combinado», en el sentido de la bebida alcohólica), que se utilizaría contra los barcos.

Sir Charles Craven, un antiguo oficial de submarinos de la Royal Navy, que a la sazón era el presidente de Vickers, no prohibió explícitamente que Wallis dedicara el tiempo libre a trabajar en armas futuristas. No obstante, hizo hincapié en que estos no interfiriesen con el empleo diurno y cotidiano del ingeniero, es decir: el desarrollo del bombardero Windsor. En la posguerra, ante la Real Comisión de Premios a Inventores, Wallis declaró que «el invento de la [bomba rebotadora] fue resultado de experimentos privados y trabajos realizados fuera del ámbito del empleo normal y emprendidos contra el deseo de sus patronos». Más adelante abundó sobre el tema afirmando que «vista tanto la continuidad de los rechazos como la oposición expresada por sus propios directores, de no haber persistido él en el empeño de interesar a las autoridades, el ataque contra las presas nunca se habría podido llevar a cabo». En la narración que sigue no deberá olvidarse que, hasta el último estadio del desarrollo de las armas revolucionarias de Wallis, sus empleadores lo consideraron con todo rigor como un lujo para el tiempo libre.

Primeros rebotes

A finales de la primavera de 1942, Barnes Wallis informó a los ministerios de Producción Aérea y al del Aire de que se consideraba capacitado para resolver un problema crucial: un bombardero que se desplaza a gran velocidad, ¿cómo podría hacer impactar su carga explosiva contra un blanco protegido por redes antitorpedos? Lo conseguiría haciendo rebotar la bomba sobre el agua, como en las pruebas con canicas efectuadas en el patio de Effingham.

Recordemos que, un siglo y medio antes, el vicealmirante Horatio Nelson, y los demás comandantes de la Royal Navy, habían abierto camino al aprovechar contra los buques de guerra franceses la técnica del rebote de las balas de cañón en el agua. A finales de mayo, Wallis se dirigió al lago de Silvermere (cerca de Cobham, en Surrey) junto con su secretaria, Amy Gentry, una excampeona británica de remo. Quería analizar las posibilidades de una catapulta (ya mucho más refinada que un juguete infantil) en el rebote de proyectiles pequeños en un tanque de pruebas. En el transcurso de estos experimentos descubrieron que, si un objeto del tamaño de una pelota de golf se lanzaba con efecto («cortando»), el rebote era mucho más vigoroso. George Edwards, un entusiasta del críquet que era el administrador de los experimentos en Vickers, se atribuyó más adelante el crédito de esta idea; pero las pruebas dan a entender que fue un acierto de Wallis, quien luego conversó sobre ello con Edwards.

Como el arma revientapresas ha pasado a la leyenda como una bomba, así es como la denominaremos en este relato

A la postre, la Upkeep adoptó la forma de una carga de profundidad naval grande y cilíndrica. Hasta finales de 1943, sin embargo, Wallis partía de un diseño esférico (por completo o casi), con el enorme contenedor del explosivo encerrado en un armazón exterior de madera. En ocasiones también se la describió como una mina, tapadera con la que figuró tanto en la correspondencia oficial como en la posterior cobertura de la prensa. Ahora bien, como el arma revientapresas ha pasado a la leyenda como una bomba, así es como la denominaremos en este relato. Wallis le dijo a Fred Winterbotham que, a su juicio, abundaban las razones para creer que los principios destructivos de la nueva arma se podrían aplicar por igual a los barcos enemigos que a las represas, esclusas y similares.

Así, el 22 de abril de 1942, Winterbotham acompañó al ingeniero a analizar el proyecto con el profesor Pat Blackett, un físico excepcionalmente ilustrado que era asimismo consejero científico del Almirantazgo. Blackett, a su vez, cabildeó con Tizard, quien, aunque un año antes se había opuesto al plan wallisiano de la Gran Bomba, ahora estaba lo suficientemente emocionado como para visitarle en Burhill al día siguiente, el 23. Desde ese momento, Tizard respaldó la solicitud de Wallis de acceder a dos tanques de experimentación naval del Laboratorio Nacional de Física de Teddington, donde en junio empezó a realizar pruebas que se prolongaron durante veintidós días (por intervalos, hasta septiembre). Podría pensarse que se avanzaba con mucha lentitud; pero debemos recordar que, a la hora de la respuesta militar, Gran Bretaña todavía sufría de una terrible escasez de recursos y que Wallis se estaba ganando el pan con otro desarrollo, el del bombardero Windsor.

La Royal Navy fue quizá la fuerza armada británica que mayores éxitos obtuvo en la guerra, pero su sección aérea, la Aviación Naval (Fleet Air Arm) era el menos impresionante de todos sus componentes. Tras el ataque triunfante de noviembre de 1940, muy publicitado — en el que unos biplanos Swordfish, ya anticuados, acometieron con torpedos a los grandes buques de guerra italianos anclados en Tarento—, los aviadores de la Armada británica apenas se apuntaron otros tantos destacados. En más de una ocasión se le oyó a Churchill la pregunta mordaz de por qué los japoneses parecían ser mucho mejores, en el bombardeo con torpedos, que el pionero de los servicios aéreos británicos. En este contexto, los almirantes se sintieron atraídos de inmediato por una tecnología que quizá reduciría la inefectividad de la Aviación Naval. Durante los primeros meses, desde que se dieron a conocer los estudios de Wallis sobre una «bomba rebotadora», la RAF mostró un escepticismo institucional; la Marina contribuyó más que el Aire a mantener el concepto con vida.

La bomba debía lanzarse desde un avión que volara a una altura muy baja; por entonces se calculaba que entre 45 a 60 metros

El propio Tizard asistió a algunas pruebas de Teddington, igual que el contraalmirante Edward de Faye Renouf, un especialista en torpedos que por entonces dirigía el departamento de armas especiales del Almirantazgo. Renouf y varios miembros de su equipo contemplaron una demostración en la que se catapultó una esfera de unos 5 centímetros en un tanque: se la hizo rebotar por el agua hasta que golpeó con el costado de un barco de guerra (en maqueta de cera) y rodó y se hundió bajo el casco. El almirante, un oficial de talento que se había recuperado hacía poco de una crisis nerviosa provocada por una sucesión de experiencias aterradoras mientras mandaba un escuadrón de cruceros en el Mediterráneo, instó a sir Charles Craven, de Vickers, a dar prioridad a la investigación de Wallis en esta arma. Renouf imaginaba un proyectil que pudiera lanzarse desde un bombardero ligero nuevo, el bimotor Mosquito.

Bomba torpedo

Aquel mismo mes de mayo de 1942, Wallis redactó un nuevo documento con toda la investigación acumulada, titulado: «Bomba esférica, torpedo de superficie». Aún estaba centrado exclusivamente en las armas redondas, las «rotaminas», según se describieron en una nota de Winterbotham al Ministerio de Producción. El texto de Wallis citaba los trabajos anteriores de un científico alemán y ponía asimismo de relieve que, para que una bomba se aproximara lo suficiente al muro (sin lo cual el principio de la conservación de la energía suspendida no entraría en funcionamiento), era preciso que impactara contra el agua casi horizontalmente, con un ángulo de incidencia inferior a 7 grados. En consecuencia, debía lanzarse desde un avión que volara a una altura verdaderamente baja; por entonces se calculaba que de entre 45 a 60 metros. Wallis preveía que podría arrojarse desde una distancia de 1.200 metros, lo que daría tiempo al atacante para dar la vuelta y huir sin necesidad de dirigirse directamente al objetivo y sus defensas. Varios meses más tarde, por el contrario, se aceptó que el avión debería llevar la bomba mucho más cerca y, por lo tanto, sobrevolar el blanco.

En una nueva demostración de la validez del comentario de Churchill según el cual «todas las cosas están siempre en movimiento, de forma simultánea», en el Laboratorio de Estudio de las Carreteras Arthur Collins había estado realizando una serie de pruebas con dos maquetas, a escala 1:10, de la presa de Nant-y-Gro. El 10 de mayo de 1942 Wallis y su esposa Molly viajaron a Gales con el equipo de Collins para contemplar experimentos con la presa real. En estos se constató que, si la explosión se producía a distancia del muro, carecía de la fuerza para precipitar una fractura. Collins escribió: «Poco después, no obstante, y casi por casualidad se encontró una solución al problema». Su equipo tuvo que eliminar una de las maquetas a escala de Harmondsworth, que se había dañado, y empleó una carga de contacto para el hormigón. El resultado fue una devastación que no se había conseguido ni en el «más apurado» de los intentos anteriores.

«Poco después, no obstante, y casi por casualidad se encontró una solución al problema»

Nuevas pruebas confirmaron el resultado y, el 16 de julio, se invitó a Wallis a asistir a una demostración a escala real, una semana más tarde. Le molestó que le avisaran con tan poco tiempo y replicó, algo pomposamente, que trabajaba sometido a tanta presión — cabe suponer que en el bombardero Windsor— que probablemente no podría escaparse. Aun así estaba en Nant-y-Gro el día 24, cuando los ingenieros del ejército de Tierra explosionaron una carga de 126,5 kilos y los efectos se filmaron con cámaras de gran velocidad traídas desde un centro de investigación aérea (el Royal Aircraft Establishment, en Farnborough). La prueba resultó ser todo un éxito, pues abrió una brecha en la mampostería de lo que, a efectos prácticos, venía a ser una versión a escala de la presa alemana.

Al mes siguiente, Collins presentó un informe que concluía que si se hacía explotar una carga de unos 3.400 kilos a una profundidad de unos 9 metros y contra el muro, existía la posibilidad de abrir una brecha en una presa como la del Möhne. Además tal clase de arma no exigiría crear un nuevo bombardero, sino que, con una serie de modificaciones, quedaba al alcance de la capacidad de carga del nuevo Avro Lancaster. Así pues, de pronto, se había resuelto la más intratable de las dificultades propias de un ataque contra la mampostería de las presas alemanas: parecía viable (al menos, en teoría) transportar hasta el blanco el explosivo suficiente para destruirlo. El crédito por los principales logros científicos que posibilitaron llevar a cabo la Operación Castigo debe repartirse, con toda justicia, entre Collins (que solventó las dificultades físicas que representaba destruir una estructura artificial tan vasta) y Wallis (que concibió una técnica para que la carga necesaria pudiera lanzarse desde el aire con la exactitud indispensable para el éxito).

A mediados de marzo de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, y con gran secreto los británicos formaron el Escuadrón X, cuya misión era romper las represas del Ruhr para inundar las tierras de cultivo y paralizar la industria en ese importantísimo valle de la Alemania nazi. Si bien el heroísmo de la tripulación aérea fue totalmente auténtico, al igual que la brillantez de algunos protagonistas de la misión como Barnes Wallis —el inventor de la bomba Upkeep—, también lo es que los comandantes que prometieron a sus jóvenes aviadores que el éxito podría acortar la guerra fantasearon salvajemente.