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Francia canoniza al monstruo de Georges Brassens: de la mala reputación al orgullo
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Francia canoniza al monstruo de Georges Brassens: de la mala reputación al orgullo

El centenario del 'channsonier' convierte en santo al trovador que escandalizó a la sociedad de su tiempo y que deja en herencia un imponente legado musical, poético y filosófico

Foto: Georges Brassens. (EFE)
Georges Brassens. (EFE)

La maduración cultural y sociológica de estos últimos 40 años ha transformado la mala reputación de Georges Brassens (1921-1981) en patrimonio del orgullo francés. Sirva como ejemplo la extravagancia según la cual un tribunal parisino exigiera al rapero Joeystarr retractarse de su versión indecorosa de 'Le gorille'. Se le negó comercializarla ni interpretarla en público porque se trataba de un plagio con pretensiones de parodia. Tiene gracia. La misma canción que maltrató Joeystarr había sido prohibida en Francia durante tres años.

¿Los motivos? Georges Brassens comparaba al hombre contemporáneo (masculino, singular) con los monos, y narraba la historia de un juez violado ferozmente por un gorila. Ahora, en cambio, el poeta/intérprete/alquimista es un ejemplo de buena hierba. Miles de calles, plazas y colegios llevan su nombre, incluso los niños aprenden en la escuela 'Le petit cheval' para iniciarse en la biografía de un trovador iconoclasta que nació hace 100 años, que murió hace 40 y que nadie ha querido ni conseguido destronar.

Las conmemoraciones acontecen en las librerías y en las tiendas de discos, como debe ser. No solo con la edición completa de todas las letras que escribió Brassens para sí mismo y para terceros (Gréco, Hardy, Cabrel, Adamo…). También con la aparición de textos inéditos y con la fuerza de un homenaje discográfico polifacético. Se ha ocupado de aglutinarlo la compañía Mercury con grabaciones nunca publicadas, pecados de juventud, versiones raras y obras maestras de asombrosa vigencia. Podrían añadirse las aportaciones con que Paco Ibáñez lo dio a conocer en España. Y merecería reconocerse la adhesión devocionaria de Javier Krahe, con su cara de gilipollas y expuesto él mismo a un proceso inquisitorial que hizo resucitar los fantasmas del oscurantismo cuando lo condujeron a juicio en España por cocinar a fuego lento un crucifijo.

Camino al cementerio

Sostenía Brassens que al cementerio había que ir por el camino más largo. Una manera inequívoca de aferrarse a la vida y de convertir el valle de lágrimas en una expectativa libertaria. Porque Brassens, además del mejor poeta de Francia, como decía García Márquez, fue una suerte de filósofo presocrático, a caballo entre el epicureísmo y el escepticismo.

Lo demuestra, en el primer caso, su concepción hedonista de la existencia frente a la depresión de los compadres existencialistas. Lo prueba, en el segundo caso, una canción tragicómica cuya letra podría utilizarse —debería utilizarse— como antídoto al fanatismo religioso. Brassens había predicho la matanza de Bataclan. Por eso conviene reparar en el himno de 'Morir por las ideas'.

Morir por las ideas, la idea es excelente
yo he estado a punto de morir por no haberla tenido,
pues todos los que la tenían, multitud agobiante,
aullando a la muerte, me han caído encima (…)

Y si hay una cosa amarga, desoladora
al entregar el alma a Dios, es darse cuenta
que hemos equivocado el camino, que nos hemos equivocado de idea (…)

Los charlatanes que predican el martirio
normalmente, por otra parte, se rezagan aquí abajo.
Morir por las ideas, todo hay que decirlo (…)

A las ideas que reclaman el cacareado sacrificio
las sectas de toda índole les ofrecen retahílas enteras
y la cuestión se plantea a las víctimas novatas
morir por las ideas, está bien, pero ¿por cuál? (…)

Brassens no murió por ninguna idea, vivió por muchas otras. Las tiene ordenadas su secretario personal, Pierre Onteniente, en una suerte de ensayo biográfico (ediciones Fayard) que evoca sus devaneos políticos con el anarquismo, sus precauciones incorregibles frente el mundo depredador de la farándula, los problemas con la censura y las crisis profesionales de los comienzos, cuando el trovador asomaba sus facultades incendiarias.

A Brassens le resultaría estupefaciente este proceso de canonización póstumo

Brassens ha sido la bandera de muchas causas —el 68, el pacifismo, el recelo del Estado autoritario—, pero conviene subordinarlas a los vaivenes de un personaje individualista que recelaba de sí mismo. Que hizo reír con su ironía. Que no quiso ser nunca oveja ni pastor. Que fue menos feliz de lo que quiso. Y que tantas veces se escondía en el espesor del humo de su pipa, buscando consuelo en la corte de las meretrices, los ladronzuelos y los descarriados. Contra la religión. Contra la burguesía. Y contra las convenciones, de tal manera que le resultaría estupefaciente este proceso de canonización póstumo al que se ha expuesto su memoria.

Brassens no creía en la resurrección, sino en la vida breve. Así es que procede no ya recordar las letras que compuso al compás de la pulsión creativa, sino aquellas otras que bosquejó entre sus mayores. Victor Hugo, por ejemplo. O, por ejemplo, Alphonse de Lamartine, cuyas 'Meditaciones sobre los muertos' dieron aliento acaso a la música más honda e inspirada de Brassens. Y pusieron en suerte un epitafio imperecedero: "¿Vosotros, que veis la luz, os acordáis de nosotros?".

La maduración cultural y sociológica de estos últimos 40 años ha transformado la mala reputación de Georges Brassens (1921-1981) en patrimonio del orgullo francés. Sirva como ejemplo la extravagancia según la cual un tribunal parisino exigiera al rapero Joeystarr retractarse de su versión indecorosa de 'Le gorille'. Se le negó comercializarla ni interpretarla en público porque se trataba de un plagio con pretensiones de parodia. Tiene gracia. La misma canción que maltrató Joeystarr había sido prohibida en Francia durante tres años.

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