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Murillo, el hijo pródigo que inventó el cómic
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Murillo, el hijo pródigo que inventó el cómic

El Prado recupera un serial de seis pinturas sobre la parábola bíblica que salieron de España en 1867, pertenecieron a El Vaticano y las robaron los terroristas del IRA

Foto: 'El regreso del hijo pródigo', de Murillo.
'El regreso del hijo pródigo', de Murillo.

Las obligaciones y la sensibilidad del Museo del Prado hacia la pintura española del siglo XVII explican el interés pictórico, iconográfico y hasta detectivesco de la exposición dedicada a Murillo. Regresan a España temporalmente los seis episodios de 'El hijo pródigo'. Y lo hacen no solo conformando una especie de gran cómic ilustrado, sino dando todo el sentido práctico a la parábola del Evangelio de san Lucas: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado”.

Impresiona la peripecia de los cuadros y el desenlace que ha permitido recuperarlos desde que salieron en 1867. Isabel II convino entonces regalárselos al papa Pío IX. Y El Vaticano se los vendió por 2.000 napoleones de oro —y un Fra Angelico, y un Bonifazio— a un coleccionista británico, el conde de Dudley, aunque los Murillos, igual que la falsa moneda, pasarían de mano en mano hasta instalarse en la propiedad irlandesa de la familia Beit.

No estaban a salvo. 'Sobrevivieron' a un incendio. Los robó el IRA (1974). Y volvió a robarlos el ilustre criminal Martin Cahill (1986), de tal manera que los amables Beit se avinieron finalmente a donarlos a la National Gallery.

Han vuelto los cuadros 'pródigamente' a casa gracias a la cooperación con el museo dublinés. Allí se custodia el serial del pintor sevillano. Y allí acudieron los expertos del Prado para colaborar en las tareas de restauración. El premio de la colaboración consiste en el interés pictórico y artístico de un préstamo dublinés que puede disfrutarse en Madrid hasta el 23 de enero, aunque la exposición también enfatiza el descubrimiento al gran público de Antonio del Castillo y la reivindicación de Valdés Leal.

placeholder Vista del cuadro 'La castidad de José', de Antonio del Castillo. (EFE)
Vista del cuadro 'La castidad de José', de Antonio del Castillo. (EFE)

Participan ambos de la línea editorial de la fascinante exposición que ha comisariado Javier Portús. Y que explica el valor creativo y didáctico de los seriales que caracterizaron el coleccionismo del XVII. Los mecenas acaudalados buscaban la narrativa de las grandes historias bíblicas para darles una trama progresiva, lineal, a las paredes de sus palacetes.

La 'hexalogía'

Fue el contexto en que Murillo concibió la 'hexalogía' de 'El hijo pródigo' y el criterio con que Antonio del Castillo definió el serial de 'José en Egipto', mientras que Valdés Leal fue llamado por las autoridades religiosas de Sevilla para llevar a la feligresía la vida y obra de san Ambrosio. Era la manera de plasmar las recomendaciones y hasta los 'dogmas' artísticos resultantes del Concilio de Trento. No ya para convertir la pintura en una fórmula de conmoción sensorial que precipitó la exuberancia del barroco, sino para aprovechar sus cualidades divulgativas, más todavía cuando los fieles no sabían leer ni disponían de una cultura elemental.

Valdés Leal, igual que Murillo y que Del Castillo, cuenta la historia a su manera. La reviste de guiños al público local —la ucronía de san Ambrosio en la catedral de Sevilla, por ejemplo— y la atrae desde un asombroso sentido expresionista. Se trataba de impactar y de hacer pedagogía. Y de transformar los seriales en una suerte de tira ilustrada.

placeholder Una mujer observa los cuadros de Murillo 'La despedida del hijo pródigo' (i) y 'El hijo pródigo recoge su legítima'. (EFE)
Una mujer observa los cuadros de Murillo 'La despedida del hijo pródigo' (i) y 'El hijo pródigo recoge su legítima'. (EFE)

Es muy elocuente, al respecto, el caso de Murillo con la narración de 'El hijo pródigo' (1660). Ningún otro artista español se había atrevido a llevarla a escena, acaso por la depravación del personaje, aunque la novedad consentía al artista sevillano inaugurar una iconografía propia y abastecerse de las referencias literarias que le fueron contemporáneas. Un ejemplo es 'El hijo pródigo' de Lope de Vega. Otro es la versión posterior de José de Valdivieso. Y ambas cooperan en la audacia dramatúrgica del propio Murillo, provisto, como estaba, del sentido de la emoción y artífice de opciones estéticas más radicales. Tanto en el escrúpulo de los detalles —los manteles, los personajes secundarios, la psicología— como en la teatralidad de los episodios del escarmiento y de la expiación: sobrecoge la escena en que el hijo pródigo apacienta la ferocidad de unos puercos siniestros, la alegoría de la soledad, el efecto claustrofóbico de un cielo metálico.

Sobrecoge la escena en que el hijo pródigo apacienta la ferocidad de unos puercos siniestros

Han recuperado su hábitat y su suelo los seis cuadros de Murillo, a semejanza de la parábola bíblica. Y han servido de interlocución para 'descubrir' a uno de los grandes maestros de la pintura andaluza del siglo XVII. No tiemblan los pinceles de Antonio del Castillo entre los colosos del Siglo de Oro. Y sí reflejan un extraordinario equilibrio entre la historia, el escenario y la capacidad para trasladar al feligrés instruido y al menos cultivado la complejidad de los culebrones bíblicos.

Las obligaciones y la sensibilidad del Museo del Prado hacia la pintura española del siglo XVII explican el interés pictórico, iconográfico y hasta detectivesco de la exposición dedicada a Murillo. Regresan a España temporalmente los seis episodios de 'El hijo pródigo'. Y lo hacen no solo conformando una especie de gran cómic ilustrado, sino dando todo el sentido práctico a la parábola del Evangelio de san Lucas: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado”.

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