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Vigencias y canas de 'El guardián entre el centeno' en la era del 'like'
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Vigencias y canas de 'El guardián entre el centeno' en la era del 'like'

La novela, 70 años después: ¿siguen los jóvenes queriendo ser el peculiar personaje de Salinger?

Foto: Ilustración de 'El guardián entre el centeno'. (Little, Brown and Company)
Ilustración de 'El guardián entre el centeno'. (Little, Brown and Company)

Sostenía hace dos años la escritora americana Dana Czapnik en 'The Guardian' que Holden Caulfield, protagonista de 'El guardián entre el centeno', ya no era el adolescente con el que los jóvenes se identificaban. “La angustia adolescente, que obstinadamente se consideraba genérica, es en realidad un producto de las circunstancias únicas de cada persona: género, raza, clase, época. La angustia es universal, pero su contenido es particular”.

Otro artículo de 2018 en la revista Electric Literature anticipaba el argumento: “Si eres un joven blanco, relativamente acomodado y permanentemente gruñón sin ningún problema real, [Holden] es extraordinariamente identificable. El problema surge cuando no lo eres. ¿Dónde está 'El guardián entre el centeno' para que el resto pueda sentir lástima por sí mismo?"

En nada se parece tener 16 años en la Nueva York de posguerra que en la Gran Manzana de las stories de Instagram y los humores identitarios

70 millones de ejemplares vendidos después (es la estimación más recurrente entre los editores), el mundo ha cambiado considerablemente y también sus lectores. En el 70º aniversario de 'El guardián entre el centeno' (la primera edición se publicó en Estados Unidos el 16 de julio de 1951) es interesante preguntarse cuántos puntos de enganche ha perdido la novela con la sociedad... y cuántos nuevos ha podido ganar. En nada se parece tener 16 años en la Nueva York de posguerra que en la Gran Manzana de las stories de Instagram y los humores identitarios.

Lejos de la gran pantalla

Y tiene gracia, para empezar, que Salinger se pasara toda la vida huyendo de gente interesada en adaptar su novela; huyendo, en realidad, de todo lo relacionado con las películas (“Si hay algo que odio es el cine. Ni me lo nombren”, afirma Holden Caulfield en la página 2). Tiene gracia, digo, porque escribió uno de los libros más cinematográficos del siglo XX. Sus 288 páginas (Alianza Editorial) son de principio a fin como una constante voz en off, tan destinada a crear un estilo oral (“¡Jo!”, repite Holden, entre otras muletillas de dialoguista) que casi pueden escucharse mientras se leen. Por pequeño que parezca el libro (que lo es), Salinger estuvo más de diez años escribiendo y reescribiendo para lograr este efecto naturalista, esta expresividad casi scorsesiana, que nos interpela todo el tiempo.

No es el único recurso audiovisual de la novela. La famosa cuestión de los patos de Central Park (“De pronto me acordé del lago de Central Park, si estaría ya helado y, si lo estaba, adonde habrían ido los patos”) es un bonito MacGuffin que nos acompaña hasta el final del libro y que, por cierto, inspiraría mucho después la premisa de Los Soprano. “Me siento deprimido desde que se fueron los patos [de mi piscina]”, responde Tony a su terapeuta. Sobre esta neurosis doméstica se construye la serie de David Chase.

placeholder J.D. Salinger. (Hulton Archive)
J.D. Salinger. (Hulton Archive)

Un MacGuffin, el de los patos, para un libro, 'El guardián entre el centeno', cuyo nervio no descansa sobre su argumento. Todo empieza y termina en el propio Holden, su protagonista. Y todo gira en torno a sus reflexiones sobre lo que le ocurre, más que en lo que realmente le ocurre. “No se puede decir que Holden Caulfield protagonice un solo hecho extraordinario”, escribe Fernando Aramburu en El País. “Es el narrador y también el actor principal. No hay un solo episodio del libro que él no protagonice o del cual no sea o haya sido testigo. No hay otra voz relatora que la suya”.

Y no es que innovara especialmente Salinger disponiendo un yo todopoderoso en el centro del relato; sobre escribir novelas casi todo se inventó ya en el siglo XIX. Pero quizá sí nos coloca en un lugar novedoso en 1951: a escasos centímetros del palpitante, aterrado ego en construcción de un joven para el que el problema no es el dinero (Dickens) sino cómo gastarlo; no son los amores o desamores (Bronte, Austen, Flaubert) sino los demás, así en general. Hasta el punto de forzar un punto de vista en constante juicio de valor, en completo estado de compulsión maniática y aleccionadora.

Leído años después, Holden es una sarcástica anticipación de la era de la emotividad

Leído tantos años después, Holden resulta una tierna y sarcástica anticipación de la era de la emotividad. Si lo siento, es verdad; si me molesta, tengo razón. Existe una popular viñeta reciente en la que unos operarios retiran de la calle 'El pensador' de Rodin y colocan, en su lugar, una estatua llamada 'El sentidor'. La infantilización es el mármol de esa escultura. Y allá donde existe una mirada infantil existe, por fuerza, una huida de la realidad (como la cabaña del propio Salinger), incluso una negación de la misma. “Soy el mentiroso más fantástico que puedan imaginarse. Si voy camino del quiosco a comprar una revista y alguien me pregunta a dónde voy, soy capaz de decirle voy a la ópera”, reconoce abiertamente Holden, cuya historia no es, en realidad, una gran evasión escolar (le echan de cinco colegios en total, todos pudientes), sino de la casa de sus padres y la autoridad que representa. Sus aventuras son a gastos pagados.

Es precisamente en el 'no man’s land' de la pubertad donde acampa 'El guardián entre el centeno'. Un terreno ni infantil ni adulto. Caulfield, ante todo, no sabe quién es, no sabe dónde está y no sabe lo que quiere. Se siente al mismo tiempo atraído por la idea de la infancia roussoniana, la de su hermana pequeña Phoebe, a la que quiere salvar del barranco del fin de la inocencia (“Estoy en el borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él”), pero también le fascina el mundo adulto, donde coge taxis e invita a copas, en el que busca reafirmarse y darle sentido a las canas que, pese a su edad, “me cubren todo un lado de la cabeza”. Odia a los mismos señoras y señores cuya aprobación anhela desesperadamente. Y exhibe un estado constante de insatisfacción que en los años 50 podía entenderse como un achaque generacional pero que en los tiempos del like es una música que nos suena familiar. Una que, ni mucho menos, aqueja sólo a los teenagers.

placeholder Ilustración de Holden Caulfield
Ilustración de Holden Caulfield

Y es curiosa la mímesis entre el autor y su protagonista, al que le dobla la edad. Salinger, héroe de guerra (en curiosa coincidencia con otro odiado librito bestseller, 'El Principito', del aviador Saint-Exupéry), reconoció ya en 1940 que su novela en proceso era “autobiográfica”. Y no dudó en afirmar años después, en una de sus últimas entrevistas: “Mi infancia fue muy parecida a la del chaval del libro”. Cabe preguntarse, entonces, si hablamos sólo de una obra young adult, o por el contrario es capaz de apelar también al lector que ya paga facturas (al menos al masculino); si acaso contiene para ellos un cierto consuelo, incluso una cierta terapia de grupo. Para ellos y para el propio Salinger.

En cuanto a Holden, su edad disculpa tanta autocompasión. Su gracia le redime (“No sé por qué hay que dejar de querer a una persona sólo porque se ha muerto. Sobre todo si era cien veces mejor que los que siguen viviendo”). Su tremendismo divierte (“Me habían comprado los patines que no eran. Casi siempre que me hacen un regalo acaban por dejarme hecho polvo”). Por antipático que pueda resultar, la novela está llena de una ternura y un humor que son un mérito literario en sí mismo.

Caulfield llamando por teléfono de noche sólo porque tiene un ataque de soledad es una imagen a la que sólo le falta el smartphone

Como también es obvio el logro de haber forjado dos cánones por el precio de uno: el del adolescente nihilista (George Steiner lo llamaba “la industria Salinger”) y el del escritor anacoreta, un Walden urbanita. A partir del primero de ellos deriva una cierta genealogía de misantropía y humor de autodesprecio que observamos luego en Woody Allen, 'Ghost World', 'La conjura de los necios' o 'BoJack Horseman'. Y acaso corresponda a Salinger una parte de la paternidad de esta comedia autodegradante y a la vez autoglorificante, pirueta ególatra muy vigente: me hago de menos para hacerme de más. Holden Caulfield llamando por teléfono a cualquier hora de la noche sólo porque tiene un ataque de soledad es una imagen a la que sólo le falta el smartphone y el scroll, como el Mark Zuckerberg del final de ‘The Social Network’ (David Fincher) que refresca su página de Facebook una y otra vez esperando ser por fin aceptado como amigo por su ex novia.

La novela de los criminales

Se entiende mejor la cuestión de esta industria de la atención si apelamos al ejemplo extremo de Mark David Chapman, el asesino de John Lenon. Es una historia muy conocida. Antes de cometer su asesinato, en 1980, compró un ejemplar de 'El guardián entre el centeno', escribió sobre él “esto es lo que quiero decir” y disparó cinco veces al líder de Los Beatles. Luego se molestó en que la policía le encontrara leyéndolo en el lugar del crimen. Muchos años después, Chapman fue por fin más prosaico: “Lo asesiné porque era muy, muy, muy famoso, y esa es la única razón. Yo estaba muy, muy, muy concentrado en buscar la gloria personal”.

placeholder Mark David Chapman con el libro de 'El guardián entre el centeno'. (Getty)
Mark David Chapman con el libro de 'El guardián entre el centeno'. (Getty)

Y no es que sea responsabilidad de 'El guardián entre el centeno', por supuesto, lo que haga cualquier chalado militante (sólo tres meses después un hombre llamado John Hinckley Jr trató de asesinar a Ronald Reagan y confesó estar obsesionado con el libro). Pero este episodio extravagante ayuda a identificar más claramente una de las principales corrientes de fondo de la novela, el narcisismo, un narcisismo como pecado venial de juventud pero que también parece atraer como la miel a frustraciones más talludas. El caso Chapman, por exageración, ayuda a comprender la potencia y la afinidad de esta vanidad con una sociedad donde la visibilidad y la aprobación de los demás es la fuerza que bombea la sangre del negocio de algunas de las principales empresas tecnológicas cotizadas del mundo.

El mal humor del libro, su nihilismo, ya no se entiende demasiado bien

Regreso junto a Dana Czapnik y su tesis sobre la pérdida de predicamento de Holden Caulfield. La escritora atestigua que ya ni siquiera sus “alumnos blancos y hombres” suspiran por Holden. Y sostiene Czapnik que el mal humor del libro, su nihilismo, ya no se entiende demasiado bien (ya no atrae ni cae simpático) en un mundo en el que los jóvenes no vuelan solos sino que crecen bajo el helicóptero, “preciosos y valorados”. Difícilmente, sostiene ella, pueden entender a un Holden que vaga por Nueva York durante días sin geolocalización tecnológica ni existencial. Un adolescente excéntrico y errático que no termina de encajar en nuestro actual y colorido alone together, ni en nuestras mareas 'woke'.

placeholder Primera edición de 'El guardián entre el centeno'
Primera edición de 'El guardián entre el centeno'

No sé si Czapnik tiene razón, pero 'El guardián entre el centeno' sigue vendiendo más de 250.000 ejemplares cada año (es, de nuevo, la estimación más utilizada por los editores). Su éxito comercial parece inalterable. Y su circuito de recomendaciones sigue intacto en colegios, bibliotecas y familias. No es menos vano, pasado el tiempo, repudiar el libro que vanagloriarlo. Ya no digamos, como ha ocurrido varias veces en Estados Unidos, intentar censurar una obra, por lo demás, tan inofensiva y de moralidad tan convencional.

El debate sobre la calidad literaria de 'El guardián entre el centeno' es el más recurrente y quizá el menos interesante de todos, por imposible de zanjar y porque en realidad es obvio que no es 'Matar a un ruiseñor', por citar el otro gran clásico escolar americano. Más bien hago mía la reflexión final, esta vez sí, de Dana Czapnik, como reivindicación para apreciar cada cosa en su justa ganadería. “Léelo cuanto antes. Deja que pasen 20 años. Deja que el mundo te pase por encima y vuelve a leerlo. Quizá veas a Holden como lo que realmente es. No un estándar universal de adolescente, sino un chaval solitario al que le molestan las injusticias”.

Sostenía hace dos años la escritora americana Dana Czapnik en 'The Guardian' que Holden Caulfield, protagonista de 'El guardián entre el centeno', ya no era el adolescente con el que los jóvenes se identificaban. “La angustia adolescente, que obstinadamente se consideraba genérica, es en realidad un producto de las circunstancias únicas de cada persona: género, raza, clase, época. La angustia es universal, pero su contenido es particular”.

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