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¿Pero de verdad existe la mente humana o no es más que un mito?
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¿Pero de verdad existe la mente humana o no es más que un mito?

El historiador y psiquiatra estadounidense George Makari publica 'Alma Máquina. La invención de la mente moderna' (Sexto Piso) del que adelantamos aquí un extracto

Foto: Exposición en Londres sobre los misterios de la mente y el cerebro (EFE)
Exposición en Londres sobre los misterios de la mente y el cerebro (EFE)

Imaginemos un futuro en el que la mente pueda viajar. Quizá se desprendería de la carne y alzaría el vuelo, un titilante teatro de vida interior. Al ser inmaterial e inmutable, quizá hallara su descanso en una tierra de conciencia eterna. Llamémosla el cielo. Los cristianos de la modernidad temprana, como Marin Mersenne, René Descartes y Robert Boyle, conservaron esta esperanza en un mundo cada vez más desacralizado.

Según una tradición distinta, sin embargo, la mente no podría viajar tan ligera. Para realizar este viaje, insistió un conjunto de pensadores ilustrados, la psique debería llevar consigo el cerebro, debería cargar con ese órgano gris y blanco que, de alguna forma, albergaba las facultades de la cognición y la memoria. Después de 1750, algunos fisiologistas argumentaban que ese viaje hacia el mundo interior sería incompleto a menos que se viera acompañado por el extenso árbol del sistema nervioso. Otros irían más lejos y asegurarían que la mente no podría ir a ninguna parte sin el resto del cuerpo. Y a medida que el debate avanzara, se escucharía la risa de todos aquellos para quienes la mente no es sino un mito y una falacia.

[Adelantamos aquí el epílogo del extraordinario 'Alma máquina. La invención de la mente moderna' (Sexto Piso), del historiador, psiquiatra y psicoanalista estadounidense George Makari (Nueva Yersey, 1953) que llega a las librerías española esta semana]

placeholder 'Alma máquina' (Sexto Piso)
'Alma máquina' (Sexto Piso)

En 1815, todas estas posturas ya estaban asentadas. Cuando una segunda ola de mentalismo apareció en el mundo occidental durante el siglo XX, estas distintas visiones volverían a aparecer y se volverían a escenificar algunos de los mismos dramas. Esas batallas recurrentes, jamás resueltas, sobre la mente, el alma y el cerebro daban a entender que la modernidad se caracterizaba por estas concepciones enfrentadas de la naturaleza humana, cada una de las cuales entrañaba poderosas ramificaciones políticas, científicas, médicas y filosóficas.

Para los tradicionalistas religiosos, los románticos y los pensadores de la Contrailustración, una mente naturalizada continuaba siendo un pobre sustituto para la vida del espíritu. Al adoptar visiones científicas mecánicas para explicar todo excepto la vida interior, los cristianos postcartesianos creían dar cabida a las ideas de la modernidad, con su carácter escéptico y materialista, al tiempo que salvaban sus almas. Las verdades sobre el alma eran apoyadas por los ejercicios lógicos de Descartes y los de posteriores filósofos dualistas, pero en un sentido más amplio se basaban en la fe en la autoridad judeocristiana. Una fe que ofreció a los creyentes inspiración y resiliencia ante el sufrimiento, pero que, como advirtieron algunos pensadores del siglo XVII, también dio lugar a batallas sangrientas e irracionales. Así pues, muchas veces estas doctrinas del alma llamaban a la rectitud, la virtud y el amor, mientras que sus comunidades se enfrascaban en guerras provocadas por fanáticos que actuaban en el nombre de Dios.

Para los tradicionalistas religiosos una mente naturalizada era un pobre sustituto para la vida del espíritu

Como reacción a esta inestabilidad en el mundo cristiano occidental surgió un círculo moderno de mentalistas. Siguiendo las ideas de Hobbes, Gassendi y otros, John Locke estableció una tradición rival que se centraba en una mente natural, capacitada para la reflexión racional, la acción ética y el libre albedrío. Si bien la mente era la base de la percepción, la conciencia, la creatividad, el deseo y la personalidad, también era limitada y falible, generaba ilusiones, errores, prejuicios y distintas formas de lo que hoy se llamaría enfermedad metal. Aun así, las estructuras políticas y sociales, se argumentaría, deberían construirse en torno a la noción de individuos autónomos, dotados de mentes que les otorgaban el derecho de elegir de manera racional sus propias creencias y de buscar la felicidad, siempre y cuando estuvieran cuerdos y no pusieran en peligro a otros o al Estado.

Liberalismo y tolerancia

De ese modo, el mentalismo ayudó al nacimiento del secularismo y el liberalismo. Las teorías de la razón fundamentaron ataques a las creencias sobrenaturales ligadas a las teorías del derecho divino y la ortodoxia religiosa. La visión de una mente que se construía a partir de las influencias terrenales también daba pie a una mayor tolerancia. Puesto que diferentes experiencias mentales producían distintos valores éticos y creencias, en teoría había que aceptar al jesuita, al cuáquero y al hindú. Como la experiencia estructuraba la mente, las teorías mentalistas tenían un espíritu meliorativo y alentaban la creencia en el progreso humano y las reformas sociales. Así que, de diversas formas, la psicología naturalista, la medicina mental, la ética hedonista, el determinismo ambiental, la tolerancia, los derechos individuales y el relativismo cultural permanecían vinculados en contra del orden feudal y las políticas asociadas al alma cristiana.

Sin embargo, a pesar de la capacidad de esta teoría de la mente para unificar tantas vertientes del credo ilustrado, los adeptos del mentalismo debían hacer frente a sus propias complicaciones. El Terror y el giro hacia la dictadura en Francia parecían demostrar que la razón por sí sola no era suficiente para procurar la seguridad y la moral públicas. Más bien, parecía ser un frágil juguete que las pasiones enloquecidas podían romper en cualquier momento. El énfasis que ponía Locke en el carácter contingente del conocimiento humano y el poder formativo de la experiencia accidental no resultaba reconfortante: sería virulentamente refutado por aquellos que buscaban capacidades inherentes sobre las que anclar atributos humanos más estables, desatando con ello debates que continúan hasta la fecha sobre qué es adquirido y qué es innato en los seres humanos. Y el supuesto inicial de que las ideas conscientes eran la única moneda de cambio de la mente daría lugar a una serie de objeciones como las de Spinoza y su teoría de las emociones, las de la escuela escocesa de la simpatía, los relatos franceses sobre la sensibilidad, las ideas inconscientes de Puységur y las teorías alemanas sobre el deseo y la voluntad. En el futuro, los partidarios de la mente oscilarían una y otra vez entre estas posiciones.

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Baruch Spinoza

Y además de hacer frente a estos desacuerdos internos, los mentalistas debían batallar constantemente para asegurar el estatus de la mente como objeto natural. Para ello, médicos, fisiólogos y anatomistas debían enfrentarse al enigma de cómo la materia pasiva podía generar conciencia activa. En el siglo XVIII, influyentes colegios de medicina adoptaron marcos conceptuales en los que el cuerpo no poseía un anima divina, sino una chispa natural. Tanto aquellos que seguían formas materialistas del vitalismo como los biólogos románticos afirmaban que la actividad mental era una propiedad corporal emergente. A partir de estos modelos generativos, aunque sumamente problemáticos, se construyó la noción de un sujeto psicobiológico que se situaba entre la biología nerviosa, la autopercepción y la cultura. Igual que ocurría con el pequeño 'Emilio' de Rousseau, esta criatura sensible se desarrollaba a lo largo del tiempo, reaccionaba a fuerzas internas y externas, y era susceptible de padecer todo un rango de trastornos, desde indigestión o manía hasta dolencias que antes se habían considerado fruto del pecado y que ahora eran enfermedades.

Médicos, fisiólogos y anatomistas debían enfrentarse al enigma de cómo la materia pasiva generaba conciencia activa

Sin embargo, como expuso la crítica de Kant, los esfuerzos por cerrar la brecha entre mente y cuerpo se asentaban en analogías e ideas demasiado optimistas. Conocer la mente de otra persona no era un asunto sencillo. La introspección y el análisis a menudo terminaban por reforzar conclusiones preestablecidas, como demostraban las racionalizaciones cristianas en favor de la tolerancia religiosa que lograron excluir a los judíos o las doctrinas masculinas que confirmaban la superioridad de su sexo. Los problemas epistemológicos que comportaba crear una ciencia objetiva de la subjetividad podían desembocar fácilmente en una sala de espejos. Los médicos y escritores germanoparlantes adoptaron esta visión de la mente como una fuerza voluntariosa y deseante que descifraba la percepción de sí y el mundo. La vida mental, concluyeron algunos postkantianos, se debía al anhelo de una conciencia de sí poderosa, y la mayoría de los trastornos se debían a la fragmentación, los conflictos internos y la necesidad de la psique de permanecer ciega ante sí misma.

El desastre de la frenología

En 1815, estas distintas concepciones de la mente ya habían echado raíces en Inglaterra, Escocia, Francia, Suiza, Estados Unidos y las tierras germanoparlantes. Si ninguna teoría conseguía por sí sola imponerse al resto, no se debía únicamente a las lealtades locales y el nacionalismo, sino también al hecho de que cada uno de esos modelos era claramente incompleto. Nadie podía explicar en su totalidad el intelecto, las pasiones y la voluntad, la mente como algo a la vez constitutivo e imitativo, capacidades que podían ser innatas o aprendidas y el papel del consciente y el inconsciente. Nadie podía resolver el acertijo de cómo un libro podía escribirse y leerse a sí mismo. Lo más cercano a una síntesis que lo abarcara todo fue ese desastroso fracaso, la frenología.

placeholder Una ilustración del siglo XIX típica sobre frenología
Una ilustración del siglo XIX típica sobre frenología

Durante muchos años, el proyecto de Gall serviría de advertencia sobre ciertos peligros. Sus cuidadosas disecciones anatómicas le concedían respeto y autoridad para realizar grandes aseveraciones que parecían ser coherentes en términos científicos pero que en realidad eran huecas. Su mapa de protuberancias craneales no era el Santo Grial, pero sí ponía de manifiesto, involuntariamente, un fastidioso problema. A diferencia de cualquier otro objeto empírico en la naturaleza, la mente es inmediatamente evidente para sí misma, pero es opaca para todos los observadores externos. Por lo tanto, a los mentalistas se les pedía que buscaran una validación empírica indirecta de la conciencia y sus atributos. Por momentos, estos esfuerzos podían parecer desesperados, ir más allá de lo que indicaban las pruebas o una construcción teórica legítima y adentrarse en el sendero de Gall hacia la tierra de la fantasía.

Otros extrajeron una lección muy diferente del fracaso de la frenología. Después de 1848, se crearía una comunidad intelectual de reduccionistas radicales que descartaban del todo tanto el alma como la mente. Herederos de Mesmer y La Mettrie, estos médicos y científicos proponían que el cerebro y su fisiología explicaban por sí solos las enfermedades de la razón, la ética y la vida psíquica. La mente, los espíritus y las almas eran supersticiones. El hombre era una máquina nerviosa, cuyas aparentes propiedades autorregulatorias y creativas no eran sino ilusiones. Al enfocarse en la física y la química, estos investigadores concebían las ideas y los pensamientos como efectos, nunca como causas. La razón y el conocimiento no hacían nada.

Su cerebro era una máquina, y una máquina no crece, aprende o se desarrolla

Durante la segunda mitad del siglo XIX, estas perspectivas, desarrolladas principalmente por positivistas franceses y biofísicos alemanes, traspasaron los muros de las universidades y de los laboratorios para pasar a formar parte del discurso público. Sin embargo, si bien estos científicos podían esgrimir los nuevos avances en cuanto a los procesos básicos del sistema nervioso y a la evidencia de que había factores hereditarios detrás de algunos rasgos y enfermedades mentales, ante la operación cotidiana de la mente debían limitarse a guardar silencio, perplejos. Su cerebro era una máquina, y una máquina no crece, aprende o se desarrolla; las máquinas no deciden cambiar su corte de pelo o aprender un nuevo idioma. Si los mentalistas no podían demostrar con exactitud cómo las ideas producían algunas acciones corporales, los anatomistas del cerebro tampoco podían demostrar lo contrario.

De todos modos, rodeados de todo tipo de especulaciones sobre protuberancias craneales, almas-mundo y fuerzas vitales, estos científicos adquirieron notoriedad al posicionarse como guardianes de la Ilustración. Ofrecían liberar a la humanidad de la superstición de que la razón y la intención fueran algo más que un torrente de fuerzas químicas y físicas. Así, la suya era una forma de Ilustración radicalmente distinta, pues desechaba varias de las creencias de los 'philosophes'. Sin embargo, al igual que sucedió con Mesmer, estos radicales necesitaban una buena dosis de fe ciega; pedían a otros que ignoraran todas esas observaciones cotidianas que desafiaban constantemente unos principios científicos defendidos a capa y espada. Ese reduccionismo implicaba que, al final, las ideas carecían de poder. Al eliminar la intención –el telos– de la naturaleza se le negaba a cualquier ciencia de la vida interior –antes siquiera de dar sus primeros pasos– la posibilidad de hablar de acciones motivadas. Y, aun así, en su día a día, la gente parecía actuar guiándose por sus pensamientos. Mas aún, si bien un cometa no surcaba los cielos para llegar a su destino, parecía bastante probable que los hombres y mujeres en ocasiones sí caminaban, trotaban o corrían para llegar al suyo.

Se asentó la falsa esperanza de que las ciencias naturales darían respuesta algún día a cuestiones éticas y políticas

Esta vanguardia que desdeñaba la 'science humaine', la 'Geisteswissenschaft y las humanidades asentó la falsa esperanza de que las ciencias naturales darían respuesta algún día a cuestiones relativas no solo a la anatomía y la fisiología, sino también a la ética, la política, la psicología y la historia. Sin embargo, a medida que estos científicos fueron acumulando poder, sus desbocadas ambiciones pusieron de relieve las contradicciones que los atenazaban. En Viena, Berlín y París, los científicos, racionales y creativos, alzaron la voz para argumentar que la mente era incapaz de razonar y ser creativa. Cuanto más defendían su punto de vista, más parecían anularlo.

Durante el 'fin-de-siècle', resultó obvio que los reduccionistas del cerebro, con sus explicaciones fisiológicas de la ética y la poesía, habían ido demasiado lejos. En 1872, uno de los fundadores del movimiento biofísico alemán, Emil du Bois Reymond, apuntó a una retirada cuando admitió que la ciencia jamás podría explicar el libre albedrío y otros aspectos de la mente, a los que denominaba Misterios-Mundo. De modo que, tras una resuelta lucha por liberar a la ciencia mecanicista del misticismo, Du Bois-Reymond cedió de nuevo la mente a los místicos. Arrinconado por lo reductivo de su método, se vio obligado a devolver la vida interior a la fe. Marin Mersenne habría esbozado una sonrisa.

Un nuevo mundo feliz

Aun así, no desaparecería el deseo de resolver el problema mente-cerebro mediante la eliminación de atributos mentales. De cuando en cuando volvería a aparecer, a menudo alentado por los avances en genética, neurociencia y tecnología, o por los intereses de fuerzas políticas antiliberales en favorecer las doctrinas de lo hereditario que justificaran las jerarquías de sexo, clase o raza. La disposición de algunos científicos del cerebro a extrapolar conclusiones más allá de sus hallazgos reales para postular ese tipo de afirmaciones sería un problema recurrente, incluso un peligro, a causa de estos explosivos usos ideológicos. Si la mente era una ficción, entonces no tenía sentido defender las libertades individuales, pues no existía la capacidad de elegir libremente. A los líderes del siglo XX que procuraran aplicar estas máximas en sus políticas sociales, les aguardaba un nuevo mundo feliz. Sería fácil legitimar cualquier brutalidad que el poder cometiera contra estas máquinas averiadas, en contra de estos seres desacralizados y deshumanizados. Los abusos de la ciencia racial, la teoría de la degeneración, la eugenesia y, finalmente, los programas de eutanasia plantarían unas semillas que producirían frutos monstruosos.

Los abusos de la ciencia racial plantarían unas semillas que producirían frutos monstruosos

Ya en los albores del siglo XX, cuando el programa de investigación reduccionista comenzó a desmoronarse y el mentalismo empezó a resurgir, los líderes de un conjunto de nuevas disciplinas «psi» procurarían evitar las vergüenzas del pasado. Así que cuando los hospitales, las escuelas, los gobiernos, los ejércitos y las cortes de todo Occidente se volvieron hacia los expertos de la mente, surgieron disciplinas profesionales perfectamente diferenciadas que delimitaban cuidadosamente su ámbito de investigación. El fundador alemán de la psicología académica, Wilhelm Wundt, aconsejaba a los investigadores que se centraran exclusivamente en los contenidos mentales, sin procurar vincularlos con los estados corporales. A lo largo de Europa y Estados Unidos, los laboratorios de psicología seguirían su ejemplo. El fundador del psicoanálisis, Sigmund Freud, tras sus fallidos intentos por integrar mente y cerebro, consideró tal empresa una especie de locura, e instó a sus seguidores a adoptar el determinismo psíquico, y a considerar como algo incognoscible la contribución del cerebro a los estados psíquicos. En el otro extremo de la división mente-cerebro, la neurología se vio influenciada por el médico británico John Hughlings Jackson, que alentaba a sus colegas a examinar únicamente causas neuronales, sin procurar desentrañar interacciones con las mentales. Aunque hubo varios disidentes que no se detuvieron ante estos límites, dichas fronteras sirvieron para estabilizar unas disciplinas en expansión, al desentenderse del problema mente-cuerpo.

placeholder Sigmund Freud. (CC)
Sigmund Freud. (CC)

Pero hubo quienes se quedaron atrás en esta búsqueda apresurada de un asentamiento sólido. Aunque a menudo lo intentaban, estos expertos no podían evitar tan fácilmente la mezcla de lo mecánico y lo psíquico, pues había sido su 'raison d’être'. La medicina moral, el alienismo, la medicina mental y la psiquiatría habían sido creados sobre estos problemáticos cimientos. Atrapado entre su compromiso con la biología y la realidad de la experiencia interior, este campo oscilaría periódicamente hacia la mente o el cerebro, hacia la naturaleza o el aprendizaje. Sin embargo, a diferencia de la psicología y la neurología, los herederos de Battie, Pinel y Reil jamás se desharían por completo de los dilemas de una mente corpórea. De ese modo, su disciplina resultaría de mal gusto para médicos y poetas, feligreses y humanistas seculares por igual. Atrapados en tierra de nadie, estos médicos se convirtieron en los custodios de problemas modernos que ninguna ciencia quería resolver.

Vivimos en este mundo dividido. A pesar de los esfuerzos unificadores de los pensadores de la Ilustración, la modernidad se ha estructurado en torno a líneas de fractura, como el problema mente-cuerpo, el problema naturaleza-aprendizaje y las tensiones entre el libre albedrío y el determinismo o el secularismo y la fe. Desgarrados por estas dicotomías en apariencia irresolubles, han surgido numerosos colectivos para procurar ofrecer respuestas. En el seno de cada una de estas comunidades, existen distintos modelos de conocimiento, valores políticos coherentes, y el respaldo de creencias legitimadoras, instituciones y figuras de autoridad. Sin embargo, más allá de las fronteras de sus dominios, todos deben hacer frente a inmensas complejidades y desafíos que no pueden explicarse.

¿De qué servían las mediciones de la actividad cerebral para comprender los autorretratos de Rembrandt?

En 1959, C. P. Snow puso el dedo en la llaga cuando dijo que los intelectuales occidentales estaban segregados en culturas nítidamente delineadas, una científica y otra humanista. La línea divisoria entre estos dos mundos era la naturaleza de la vida interior. Sin un modelo científico de una mente intencional, ¿de qué servían las mediciones de la actividad cerebral eléctrica para comprender los autorretratos de Rembrandt, los celos de un amante, o la lucha de un adolescente por encontrarle sentido a la vida? ¿Y de qué servía el estudio de Shakespeare para descubrir la biología del lenguaje o las causas de la esquizofrenia? Los humanistas continuaban defendiendo valores como la libertad y el individualismo, mientras que los científicos pasaban por alto dichos temas para buscar las leyes de la naturaleza, leyes que no incluyen excepciones para el libre albedrío humano. Así, estas comunidades continúan ignorándose mutuamente, pues a diferencia de los días de Diderot y Goethe, no existe una vía aceptada para pasar de las cantidades a las cualidades, de la mecánica a la creatividad, de los hechos a los valores y de los cerebros a las psiques.

Esa vasta síntesis había fracasado, condenando a los hombres y las mujeres modernos a navegar entre nociones aisladas y enfrentadas. Los creyentes modernos y los descendientes espirituales del romanticismo, jamás eliminados por el secularismo moderno, continúan mirando hacia sus almas en busca de esperanza, significado y salvación. Sin embargo, cuando la realidad se estremece o algo ensombrece nuestra visión, seamos o no religiosos, adquirimos una exquisita conciencia de los complejos y vibrantes mecanismos que hay dentro de nuestra fisiología y nuestra anatomía asombrosas. En su mayoría, aun así, pasamos nuestras horas de vigilia cómodamente asentados en la específicamente moderna creencia de que poseemos el poder de pensar, elegir, simpatizar, crear, amar, aprender, desear y recordar gracias a un dominio alguna vez conocido como el alma racional, al que ahora denominamos mente. Y en el corazón de ese laberinto invisible existimos, creadores y habitantes de nuestros mundos interiores, híbridos modernos de alma y máquina.

Imaginemos un futuro en el que la mente pueda viajar. Quizá se desprendería de la carne y alzaría el vuelo, un titilante teatro de vida interior. Al ser inmaterial e inmutable, quizá hallara su descanso en una tierra de conciencia eterna. Llamémosla el cielo. Los cristianos de la modernidad temprana, como Marin Mersenne, René Descartes y Robert Boyle, conservaron esta esperanza en un mundo cada vez más desacralizado.