Es noticia
Por qué no debes odiar el invierno
  1. Cultura
libros

Por qué no debes odiar el invierno

El ensayista Bernd Brunner narra en 'Cuandos los inviernos eran inviernos' cómo ha sido nuestra relación con esta estación a lo largo de la Historia

Foto: Berlín este invierno (EFE)
Berlín este invierno (EFE)

Hace poco más de un mes, un manto de nieve cubrió la ciudad de Madrid tapando sus calles, pero también todos los sonidos de una gran urbe. Fue un fin de semana blanco, silencioso y divertido, en el que barrios como Lavapiés parecían Garmisch con sus pistas de esquí. Pocas horas después, los muñecos de nieve y las batallas de bolas dieron paso a pistas heladas en las que apenas se podía transitar, suciedad, ramas caídas, hartazgo y mal humor. La borrasca Filomena ya no era tan divertida. Era larga, tediosa, incómoda y tendente a la melancolía con un enero oscuro y helador. Una vez más, otro invierno de nuestro descontento como poetizó Shakespeare en el siglo XVII. Y eso que esta vez solo duró un par de semanas.

El invierno siempre ha tenido mala prensa en comparación con las estaciones en las que ahora dividimos el año. No es el despertar de la primavera, ni el ocio del verano ni siquiera la belleza poética del otoño. Durante muchísimo tiempo ni siquiera ha tenido la imagen postal de la Navidad, con esos mercadillos nevados y Papa Noel entrando por la chimenea. De hecho, el imaginario de las navidades blancas no comenzó hasta finales del siglo XIX cuando se imprimieron las primeras postales que mostraban a un Papa Noel que más bien parece un duendecillo en los Alpes. Después ya llegaría el Santa Claus de la Coca-Cola. Y hoy hay arbolitos de Navidad hasta en las playas de Río de Janeiro a treinta grados.

placeholder 'Cuando los inviernos eran inviernos'
'Cuando los inviernos eran inviernos'

Todo esto lo cuenta el ensayista alemán Bernd Brunner en su libro ‘Cuando los inviernos eran inviernos’ (Acantilado), que es un ejercicio que cuenta nuestra relación con la estación más detestada (y como también la necesitamos). Aquella que siempre pierde la batalla de la opinión pública cuando se trata de cambiar los horarios y acabar con esa maldita hora de luz que se pierde a partir de octubre y que, por estos lares, no ganamos hasta finales de marzo.

Cuestión de clases

Brunner comienza recordando aquellos inviernos en los que ni siquiera había calefacciones seguras y era necesario dormir con gorro, con una chaqueta y con calzado. La calefacción moderna no llegaría hasta el siglo XIX y para las clases privilegiadas, lo que también hace comprensible por qué el invierno comenzó a ser idolatrado por los intelectuales en esa época. Goethe, que tenía calefacción en todas las estancias de su enorme casa de Frankfürt, dijo que el invierno “es realmente bello. La nieve se pliega en leves nubes de nieve, el sol las atraviesa con su mirada, y la nieve, cubriéndolo todo crea de nuevo una sensación de alegría”. El escritor romántico estadounidense James Russell Lowell dijo que era la estación que duerme y que “sus sueños son más hermosos que la mayor realidad de sus espabilados competidores”. Y Charles Baudelaire que era “la estación de la felicidad”. Como dice Brunner, “la alabanza del invierno era un rasgo de distinción del intelectual acomodado que puede permitirse el recogimiento desde el instante en que hace su entrada esa estación”. Y a leer al calor de la estufa y con pantalones (a la mayoría de las mujeres no se les estaba permitido).

"La alabanza del invierno era un rasgo de distinción del intelectual acomodado que puede permitirse el recogimiento"

No obstante, pese a esas primeras calefacciones, los inviernos entonces eran duros. Casi como una eterna Filomena. Precisamente a la época transcurrida entre el siglo XV y el XIX se la denomina en términos meteorológicos Pequeña Edad de Hielo. Obviamente, no fue como la última gran glaciación, que sucedió hace 20.000 años y en la que los océanos se cubrieron con hasta cien metros de hielo, pero sí que causó notables destrozos con la pérdida de cosechas, las muertes por frío y la expansión de epidemias de peste. No está de más recordarlo cuando nos quejamos de este invierno.

placeholder Madrid, 09/01/2021: Nieve en Madrid por el temporal Filomena. Fotografía: Sergio Beleña).
Madrid, 09/01/2021: Nieve en Madrid por el temporal Filomena. Fotografía: Sergio Beleña).

Lo que ocurrió a partir de 1460, cuenta Brunner, es que la actividad del sol se redujo y aumentó la actividad volcánica en la tierra. Los dos factores fueron fatales. Por ejemplo, el río Rin se congeló durante tres inviernos y se podía cruzar a caballo. Y el Támesis de Londres hasta once veces. Pero las semillas y los viñedos también congelaban y llegaron las hambrunas. En medio de todo esto hacia 1650 en Flandes a alguien se le ocurrió freír patatas dando lugar a las patatas fritas que se comían como sucedáneo de los pescados que no se podían pescar porque los ríos estaban congelados. Siempre hay alguna mente un poco avispada en los desastres.

1816 es otro año que está grabado como uno de los más crudos de la historia. En realidad, se le conoce como el año sin verano. La erupción del volcán Tambora en la isla indonesia de Sumbawa tuvo la culpa ya que llenó al planeta de tinieblas, provocó tsunamis…. La gente sí que creyó que el tiempo se había vuelto loco: el verano se pasó alrededor del fuego y Mary Shelley lo aprovechó para escribir ‘Frankenstein’. El XIX trajo otras temporadas duras como la de 1888 y aunque esta pequeña edad de hielo se acabó formalmente en esa época, en el XX hubo algunos coletazos de este frío extremo, como el que se sufrió en 1962 cuando, por primera vez, se congeló el lago Constanza. Aquello duró tres largos meses.

Arte y deporte

Quizá por todas estas razones, al invierno se le tuvo en poca estima en el arte hasta que no llegaron los románticos. Hasta entonces todo lo que fuera hielo, glaciar y frío era mejor evitarlo. Goethe fue uno de sus grandes defensores y tras él llegaron otros escritores y pintores -clases ilustradas- que comenzaron a reflejarlo con otra luz. Como Caspar David Friedrich en ‘El mar de hielo’ (1823). Además a este pintor se le había muerto un hermano que quedó atrapado mientras estaba patinando. William Turner pintó ‘Caída de una avalancha en los Grisones’, sobre el accidente que hubo en Selva en 1808 en el que 25 personas perdieron la vida. Influidos por autores como Strindberg, Ibsen y Andersen, también Claude Monet y Paul Gauguin también decidieron pasar alguna temporada en los países escandinavos. Bien es cierto que después Gauguin se fue a Tahití y allí encontró su paraíso.

placeholder 'El mar de hielo', de Casper David Friedrich
'El mar de hielo', de Casper David Friedrich

La mirada hacia el invierno cambiaba en el arte y otro tanto ocurría desde el punto de vista de la diversión. A finales del siglo XIX llegaban, procedentes de Noruega, los esquíes a centroeuropea. De hecho, fueron una total innovación en la Expo Universal de París de 1878. Y con ellos llegó el esquí deportivo y los toboganes y los trineos. Y algo mucho más pecuniario: el turismo de invierno (por supuesto, para clases pudientes).

Johannes Badrutt animó en 1864 a los viajeros ingleses a que vinieran a su hotel de St Moritz en invierno. Nació así en turismo invernal

Brunner relata que se lo inventó el suizo Johannes Badrutt, quien en 1864 animó a los viajeros ingleses que venían a su hotel de St Moritz en verano a que lo hicieran también en invierno. Hasta entonces a nadie se le ocurría ir en esas fechas a la montaña, pero Badrutt les convenció afirmando que podrían divertirse -con el trineo, con juegos como el curling- y que acabarían hasta sudando. Algunos se animaron y comprobaron que así era. Este fue el nacimiento de los balnearios y las estaciones hoteleras que hay en el centro de Europa, como bien relata Thomas Mann en ‘La montaña mágica’. A partir de ahí llegaron Davos, Chamonix, Kitzbühel, Garmish o Oberstdorf. El invierno, para muchos, ya no se asociaba con el hambre o la enfermedad sino con una temporada de descanso y diversión. Como ocurre ahora.

Necesitamos al invierno

Desde 1970 los científicos han registrado que la temporada de nieve se ha acortado. El crudo invierno es muy duro, pero que desaparezca el invierno, por mucho que la estación nos guste menos, tiene consecuencias terribles. Por ejemplo con animales como el zorro rojo y el zorro polar en las regiones árticas. Al aumentar la temperatura, el zorro rojo, que habita regiones algo más cálidas se ha trasladado al territorio del polar y, para comer, da caza a las crías del polar, por lo que este ahora se considera una especie amenazada. También ocurre con los animales que hibernan, puesto que son objeto de mayores molestias, y los que se desplazan de un lugar a otro son más fáciles de rastrear para sus depredadores.

placeholder El zorro polar es una especie amenazada
El zorro polar es una especie amenazada

“Cuando la nieve se derrite con mayor frecuencia, se incrementa la probabilidad de ventiscas y llueve más a menudo sobre la nieve que ha quedado, lo cual, a su vez, aumenta las capas de hielo que dificultan el desplazamiento a campañoles y lemmings (...) Y debido a esas capas más duras, las plantas que yacen debajo dejan de ser accesibles para caribúes y almizcleros; las perdices nivales tienen mayores dificultades para llegar a los sitios donde duermen”, escribe Brunner. En definitiva, un cataclismo que parece seguir ese curso. “La capa de nieve en Sierra Nevada fue la más baja en los últimos cinco siglos”, dice el ensayista.

En alemán la palabra “überwintern” significa literalmente “pasar el invierno”, aunque se asocia fonéticamente con “überwinden” que es “superar algo”, por lo que al final se entiende como “salir ileso del invierno”. Así estamos, a la espera de, como escribió Curzio Malaparte, “lo que el invierno ha protegido celosamente durante la estación de hielo: el amor, la alegría de vivir, el abandono a los pensamientos frícolos y los sentimiento de euforia, el placer del ocio, de las riñas, del sueño, la fiebre de los sentidos, las ilusorias nupcias de la naturaleza”.

Hace poco más de un mes, un manto de nieve cubrió la ciudad de Madrid tapando sus calles, pero también todos los sonidos de una gran urbe. Fue un fin de semana blanco, silencioso y divertido, en el que barrios como Lavapiés parecían Garmisch con sus pistas de esquí. Pocas horas después, los muñecos de nieve y las batallas de bolas dieron paso a pistas heladas en las que apenas se podía transitar, suciedad, ramas caídas, hartazgo y mal humor. La borrasca Filomena ya no era tan divertida. Era larga, tediosa, incómoda y tendente a la melancolía con un enero oscuro y helador. Una vez más, otro invierno de nuestro descontento como poetizó Shakespeare en el siglo XVII. Y eso que esta vez solo duró un par de semanas.

Noruega