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El 'abominable' Oliver Sacks: culturista, drogadicto, motero y gay atormentado
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El 'abominable' Oliver Sacks: culturista, drogadicto, motero y gay atormentado

Un emocionante documental de Ric Burns reconstruye el viaje de la oscuridad a la luz que protagonizó el científico londinense

Foto: Oliver Sacks de joven
Oliver Sacks de joven

“Eres abominable”. Así reaccionó la madre de Oliver Sacks cuando se enteró de la homosexualidad del joven muchacho. Una mujer ilustrada, una doctora reputada, pero la crueldad y los resabios oscurantistas represaliaron a su hijo en el umbral de la mayoría de edad. Pensaba ella que era un castigo injusto sobre la familia. Y que ya habían padecido los Sacks suficiente castigo cuando sobrevino el diagnóstico de esquizofrenia del hijo mayor. Yahveh se vengaba de una familia judía de médicos de clase media. Y se relamía en la “enfermedad” del heredero más prometedor y más brillante.

No defraudó Oliver Sacks las expectativas. Las trascendió todas, hasta el extremo de convertirse en una luminaria del humanismo, de la ciencia y de la literatura, pero el documental póstumo que acaba de estrenarse a iniciativa de Ric Burns -'Oliver Sacks: una vida' (Filmin)- indaga en el camino de supervivencia al que tuvo que enfrentarse el sabio londinense.

Murió en 2015 víctima de un cáncer. Y lo hizo sereno y hasta enamorado de un varón más joven in extremis, pero no se explica la recompensa de la luz sin haber recorrido las sombras de la oscuridad. Y sin los pormenores biográficos de un hombre atormentado y angustiado que buscó remedio en el culturismo, la velocidad de moto, las drogas y el celibato: hasta 32 años permaneció Sacks sin mantener relaciones sexuales en su vida adulta.

Pensó que encontraría la paz en la California de las libertades. Y creyó que la distancia transoceánica con su madre aliviaría la incomprensión. No sucedió así. Oliver Sacks era un neurólogo empático y eficiente con sus pacientes. Y un pésimo enfermo consigo mismo, de tal manera que reaccionó al miedo y a la vergüenza consumiendo anfetaminas, levantando pesas como un campeón búlgaro y transcurriendo horas y horas -hasta 36- a bordo de una BMW cuyas ruedas describían kilómetro a kilómetro el camino de su huida, de su fuga, incitando un accidente fatal.

Sacks era un neurólogo eficiente con sus pacientes y un pésimo enfermo consigo mismo

Al menos hasta que cayó en sus manos un libro antiguo -'Migraña', de Edward Liveing (1870)- y se puso en manos de un terapeuta a mediados los años 70. Comenzó entonces su largo periodo de sanación y de auto-conocimiento. Sacks era un observador. De los demás y de sí mismo. Un astrónomo del cerebro humano, más o menos como si las conexiones neuronales representaran el mapa de la bóveda celeste. Y no es que remediara la desgracia genética de la migraña, pero su instinto científico, su clarividencia humanística y sus cualidades narrativas predispusieron un mayor conocimiento -y una mejor respuesta terapéutica- a las relaciones entre el cerebro y la mente, la biología y la biografía.

¿Qué se siente al ser yo?

Conciencia. Puede que no exista otro sustantivo indagatorio que resuma mejor el trabajo de Oliver Sacks. Aprender y aprehender lo que somos. Lo que nos ocurre. ¿Qué se siente al ser yo? Nos pregunta e indaga el difunto científico. La pregunta puede responderse desde la plenitud de las facultades, pero también desde los trastornos de nuestro cerebro. Inducidos por las drogas. Torturados por la enfermedad. Y arrinconados en el letargo o la vida vegetativa.

Sacks viajó a la mente de las personas diferentes para demostrar que no lo eran tanto. Diferentes como él mismo, que no sabía reconocer los rostros ajenos. Prosopagnosia, se llama la enfermedad. Diferentes como Madelaine, que percibía sus manos como bolas de masa de harina. Diferentes como aquel paciente cuya memoria se consumía cada minuto. Y nos acordamos de 'Memento'. Diferente como los sujetos que padecen de amusia, o sea, la incapacidad para apreciar la música. Nabokov era uno de ellos. El Che Guevara también. O diferentes como los que, al contrario, convirtieron la música en su expresión única de realización.

Sacks viajó a la mente de las personas diferentes para demostrar que no lo eran tanto

Le sucedió a Tony Ciccoria, un cirujano americano cuya vida cambió al partírsela un rayo. Y no es una metáfora, sino el origen metereológico, tesliano, de un accidente que lo poseyó eléctricamente hasta el extremo de impedirle cultivar cualquier otra faceta de la existencia que no se concibiera entre las 88 teclas del piano. No las conocía de antes. No sabía tocar, pero se desenvolvía como un maestro.

Oliver Sacks nunca fue el director del circo humano. Ni las criaturas extremas a las que trató concretaron un tratado de la anomalía al antojo de Borges o de Edgar Allan Poe. Al contrario, las instaló en las fronteras fabulosas de la ciencia y el arte, la psicología y la fisiología, la belleza y la imaginación, y la conciencia, otra vez la conciencia, reivindicando la ficción como estímulo absoluto de nuestras vidas. Porque la memoria no es un disco duro, sino un ejercicio continuo de reelaboración y de creatividad. Él mismo recuerda haber vivido con intensidad en Londres un feroz bombardeó alemán. Pero no era posible. Porque no estuvo allí cuando se produjo. ¿Qué mejor manera de recelar de las convenciones?

Maldiciones

Pesaron sobre él como antiguas maldiciones. Porque era un judío no practicante. Y porque tuvo que ocultar y hasta ocultarse a sí mismo su propia homosexualidad. Lo que no ocultó fue su cáncer terminal. Ni motivos había para hacerlo. Mucho menos la vergüenza. “Por encima de todo -decía, he sido un ser con sentidos, un animal pensante, en este maravilloso planeta y esto, en sí, ha sido un enorme privilegio y una aventura”.

Abominable Oliver, le dijo su madre. Aquella maldición bien pudo haberlo destruido. Y estuvo cerca de conseguirlo. Estableció las condiciones de una vida a contracorriente. Y no solo por la discriminación, sino por los recelos de la comunidad científica hacia sus hallazgos inverosímiles. No digamos cuando empezaron a cantar los mudos y a bailar los paralíticos.

Sacks molestaba porque vendía muchos libros. Y porque sabía contar las cosas

Sí, hizo falta el éxito cinematográfico de 'Despertares' para que los colegas del demiurgo londinense se avinieran a reconocer el mérito que suponía haber encontrado un punto de luz en la oscuridad del mapa neuronal. Sacks molestaba porque vendía muchos libros. Y porque sabía contar las cosas. No las trivializaba. Las revestía del poder de la narración. Terapéutico. Literario.

Y así fue como su propia biografía -su propia biología- encontró el camino de la redención. Llegó a tiempo de enamorarse. Y lo hizo después de haber cruzado el umbral de los setenta años. Se llamaba Billy. Se llama Billy.

“Eres abominable”. Así reaccionó la madre de Oliver Sacks cuando se enteró de la homosexualidad del joven muchacho. Una mujer ilustrada, una doctora reputada, pero la crueldad y los resabios oscurantistas represaliaron a su hijo en el umbral de la mayoría de edad. Pensaba ella que era un castigo injusto sobre la familia. Y que ya habían padecido los Sacks suficiente castigo cuando sobrevino el diagnóstico de esquizofrenia del hijo mayor. Yahveh se vengaba de una familia judía de médicos de clase media. Y se relamía en la “enfermedad” del heredero más prometedor y más brillante.

Documental Reino Unido