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Las dos muertes del general Prim: el olvido de la memoria española
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HISTORIA

Las dos muertes del general Prim: el olvido de la memoria española

El asesinato del general Prim fue el primer magnicidio de la España contemporánea

Foto: La momia de Juan Prim.
La momia de Juan Prim.

España tiene demasiada desidia con su pasado. Aceptamos frases hechas, paseamos avenidas con referencias al mismo y nada hacemos para recuperar la trascendencia de sus actores, como si esos acontecimientos fueran demasiado remotos, ecos antediluvianos grabados en piedra. Juan Prim podría ser uno de sus ejemplos supremos, y tampoco es necesario ir a nuestro tiempo para corroborarlo.

En 1936, la FAI eliminó su estatua ecuestre del Parque de la Ciudadela de Barcelona, antaño fortaleza de oprobio, cedida a la Ciudad Condal por el general más joven de Europa después de Napoleón, tal como lo leen, en 1868, tras la Gloriosa. La removieron desde el odio a cualquier signo de poder, sin considerar cómo el conde de Reus propició con su trayectoria el camino hacia un país más moderno, despojado pese a todas sus limitaciones de lastres anclados en el Antiguo Régimen.

La otra memoria del protagonista de este artículo es su asesinato. El daño al recuerdo de ciertas sombras de ayer obliga a empezar con su final, en este caso, un 27 de diciembre de 1870 en la actual calle del Marqués de Cubas, entonces del Turco, cuando el presidente del Consejo de Ministros fue emboscado en una encerrona envuelta en el misterio. Sus heridas no fueron mortales de necesidad. Pudo haberse salvado, aunque quizá su destino, ese "huelo a muerte" pronunciado por él mismo tras el atentado, estaba escrito.

placeholder Un grabado de la época.
Un grabado de la época.

Hace poco, dos autopsias, efectuadas por equipos de la Universidad Camilo José Cela y la Complutense, intentaron dilucidar mediante la ciencia la autoría del primer magnicidio de la España contemporánea, con conclusiones opuestas y una discusión algo bizantina en torno a un estrangulamiento posterior a los hechos. Sea como sea, el enigma nunca se resolverá, y por desgracia ha difuminado todas las aportaciones del bizarro catalán, clave para comprender las vicisitudes de nuestro ochocientos, intrincado, sinuoso y con demasiadas espinas, fundamentales si queremos ser más conscientes del origen de tantos problemas y disquisiciones.

Reus, París, Londres

El joven Prim es una carta marcada por su ciudad natal, Reus, a lo largo del siglo XIX la segunda urbe de Cataluña por su pujanza industrial, cuna indudable de radicalismo y una ideología de talante afín al progreso, asimismo predominante en su hogar, donde su padre, notario de oficio, participó en las guerras napoleónicas, sin aparcar su labor militar cuando el carlismo hizo su aparición en escena hasta dividir el país en dos bandos opuestos tras el óbito de Fernando VII en septiembre de 1833.

Prim debutó en las lides bélicas durante esos años, destacándose con naturalidad como un soldado valiente y decidido en el campo de batalla hasta cosechar al final de ese septenio el grado de coronel y una popularidad muy apreciable en Cataluña, extendida al resto del Estado cuando fue elegido en 1841 diputado a Cortes, enmarcándose en el sector progresista del liberalismo.

placeholder Extracto de 'La batalla de Tetuán', de Mariano Fortuny.
Extracto de 'La batalla de Tetuán', de Mariano Fortuny.

Para algunos historiadores, Prim es juzgado, y lo mismo ocurre con Narváez y Serrano, como un militar de transición, pues al fin y al cabo su legado no significó dar paso a ningún orden estable. Esta apreciación debe matizarse si se analiza su proceder, modernísimo desde su conciencia de estar en boca de todos, en su caso, apoyándose en la prensa y sus partidarios. Cualquier silencio sobre su figura era una pérdida, y por eso mismo nunca cejó en su empeño de destacar y ser comentado, hasta el punto de controlar su imagen y falsear sus movimientos si así lo requería el contexto.

Durante la década de 1840, sembró muchas semillas de futuro, tanto en lo político como en sus relaciones con sus coetáneos. Podía ser progresista, sin duda, aunque ello no significaba plegarse al dios del momento, como demostró en 1842 al enemistarse con Baldomero Espartero, en principio su aliado, al favorecer este los tejidos ingleses en perjuicio del textil catalán. Se exilió a París, contactó con el círculo de María Cristina de Borbón y al año siguiente se pronunció en Reus contra el regente para inaugurar su prolongada fidelidad a la corona isabelina. Este episodio conllevó, a imitación de lo realizado por el duque de la Victoria el año anterior, la resolución de asediar y bombardear Barcelona desde Montjuic para terminar con la revuelta de la Junta Central, inmortalizada desde el anecdotario por su famosa frase "o caja o faja", caja de pino o faja de general, obtenida por sus méritos y devoción para con el poder.

Regresó a España para alinearse con Espartero y O’Donnell, con quienes congenió durante la Unión Liberal

A lo largo del primer decenio del reinado isabelino, Prim exhibió más de siete vidas entre detenciones, posicionamientos en favor del proteccionismo y exhalaciones viajeras a medias entre encargos oficiales, como su breve y polémica capitanía general en Puerto Rico, visitas al balneario de Vichy para tratar su afección en el hígado y un incesante desfilar por el Viejo Mundo con el fin de ir más allá del terruño para mejorarlo. Esta experiencia en los salones europeos le granjeó desconfianzas en el interior y fama externa, quizá culminada con su papel de observador en los instantes iniciales de la Guerra de Crimea, interrumpido ante el estallido de la 'vicalvarada' en verano de 1854, cuando regresó a España para alinearse con Espartero y O’Donnell, con quien volvería a congeniar durante el periodo de la Unión Liberal, cuando alcanzó varias cumbres antes de despeñarse al discrepar del rumbo tomado por la monarquía.

Héroe y Garibaldi

Ese lustro junto a O’Donnell le resarció hasta transformarlo en un héroe popular por sus proezas durante la guerra de Marruecos entre otoño de 1859 y la primavera de 1860. Sus intervenciones en las batallas de Tetuán y Castillejos le concedieron, además del marquesado y el rango de grande de España, la tan ansiada vitola de hombre providencial, confirmado por su nombramiento para luchar en México junto a ingleses y franceses en pos de vengar la expulsión del embajador patrio y el impago de la deuda.

La operación centroamericana pudo realizarse ante la congelación temporal de la Doctina Monroe por la Guerra de Secesión en Estados Unidos. Prim no contempló un retorno de la colonia a la metrópolis, algo más bien quimérico porque la voz cantante del contingente correspondía al Segundo Imperio, con Luis Napoleón Bonaparte empecinado en colocar en el trono azteca a Maximiliano de Austria, fusilado en 1867, cuando ostentaba un pequeño reino sin esperanza.

placeholder Una imagen del Gobierno provisional.
Una imagen del Gobierno provisional.

La inacción de Prim, relativa si se diseccionan bien los eventos, fue aplaudida en la Corte desde lo positivo de su cálculo político y criticada por ministros de la Unión Liberal. Harto de incomprensiones, dio un inesperado viraje, reingresó a las filas del progresismo tras la caída en desgracia del largo Gobierno O’Donnell y se metamorfoseó en el gran azote de todo aquello que había defendido con tanta pasión.

De 1863 a 1868, la movilidad del general fue una calamidad y un quebradero de cabeza para Isabel II y sus partidarios, por lo demás sumidos en una vertiginosa marea hacia el abismo, incapaces de controlar la situación nacional, bien surtida de calamidades como la noche de San Daniel de 1865, la quiebra de la burbuja de los ferrocarriles, un aceleradísimo desgobierno y el pavor ante los pronunciamientos del marqués de Castillejos, quien, tras varias pruebas fallidas, solo consiguió su propósito por una serie de carambolas entre 1867 y 1868, como la muerte de O’Donnell en Biarritz tras una intoxicación con ostras, la de Narváez en Madrid por una pulmonía doble y el sucesivo nombramiento de Luis González Bravo al primer ministerio, causa de la defección de muchos militares de la Unión Liberal.

Con estos mimbres, lo cosechado en el extranjero, con el Pacto de Ostende entre demócratas y progresistas como máximo símbolo, podía ponerse en práctica. El resultado fue la Gloriosa de septiembre de 1868, con Topete como artífice desde la nada casual Cádiz, Serrano como puntual al ganar la batalla de Alcolea y Prim en el rol de titiritero mayor. La huida de Isabel II dejó vacío el cetro y propició una situación insólita donde el héroe de Marruecos se reservó un lugar de excepción.

Buscar un rey para cambiar España

En 'Prim, un destino manifiesto', de Javier María Donézar (Sílex), se sintetiza con maestría el alud de opciones para narrar ese último tramo de la epopeya. El lado más tentador se enfoca hacia el desbarajuste surgido por la búsqueda de un candidato al trono, con los progresistas favorables a Fernando de Portugal para alcanzar la Unión Ibérica, los unionistas proclives al duque de Montpensier, desacreditado por un duelo con Enrique de Borbón, y el conde de Reus entregado a una llamada internacional, fracasada por la negativa del duque de Aosta y Leopoldo de Hohenzollern, una candidatura controvertida hasta ser una excusa perfecta, bien urdida por el canciller Bismarck, para desencadenar en verano de 1870 la guerra franco prusiana.

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Monumento a Prim derribado por las FAI.

Otra posibilidad es demonizar a Prim por abrir la caja de truenos del sexenio democrático. Esta postura, carente de toda objetividad desde la más absoluta simplificación, omite el logro de unas elecciones con sufragio universal masculino y la valentía de brindar al Parlamento la potestad de elegir entre monarquía y república. La revolución nunca se solventa quitando a una persona para poner a otra, y lo fascinante de ese escaso bienio estriba en las frustraciones del mismo, cuajadas por el asesinato del general, como la cuestión cubana. 1868 dio alas a los insurrectos de la Antilla con la primera guerra de independencia, evitable si el primer ministro desde 1869 —antes se reservó el Ministerio de Guerra y situó a Serrano en la regencia para disminuirlo— hubiera logrado su plan de un referéndum de independencia, amnistía para los patriotas sublevados y una compensación a España, garantizada por Estados Unidos.

La revolución nunca se solventa quitando a una persona para poner a otra

Al final, queda la efeméride de Amadeo de Saboya como sucesor de la dinastía borbónica, su arribo cuando el cadáver de Prim aún estaba caliente y el descalabro del segundo trecho del sexenio, con la habitual cantinela patria de querer ir demasiado aprisa y sucumbir a un alud de contradicciones hasta generar una situación insostenible, solo subsanada durante la Restauración, deudora del Imperio británico al adoptar una monarquía parlamentaria de carácter turnista.

El asesinato de Prim es un gran interrogante y suscita otros tantos sobre el devenir de la Historia española. Así como hilvanó un nuevo paradigma, quizá pudo haberlo afianzado al ser, en puridad, el único hombre fuerte de la baraja. Todos sus detractores, todas las disensiones, hubieran continuado en el escaparate. La ausencia de un líder sólido, con un monarca en el alambre sin su principal apoyo hasta la proclamación republicana desde las Cortes en 1873, facilitó el desmorone de la pirámide, rota en su vértice en un céntrico callejón de la capital, donde para recordar lo acaecido conviene alzar la vista y leer una placa en la esquina con Alcalá, triste y visible constatación de nuestra remediable ignorancia.

España tiene demasiada desidia con su pasado. Aceptamos frases hechas, paseamos avenidas con referencias al mismo y nada hacemos para recuperar la trascendencia de sus actores, como si esos acontecimientos fueran demasiado remotos, ecos antediluvianos grabados en piedra. Juan Prim podría ser uno de sus ejemplos supremos, y tampoco es necesario ir a nuestro tiempo para corroborarlo.

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