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Émile Henry y el Club de la Dinamita: así nació el terrorismo moderno
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Émile Henry y el Club de la Dinamita: así nació el terrorismo moderno

Monsieur de París ordenó a sus ayudantes preparar el escenario para su función en la place de la Roquette, justo en la frontera del centro con

Foto: Detalle de portada de 'El club de la dinamita'
Detalle de portada de 'El club de la dinamita'

Monsieur de París ordenó a sus ayudantes preparar el escenario para su función en la 'place de la Roquette', justo en la frontera del centro y la periferia, de la riqueza y la miseria. Louis Bleider, verdugo de la capital francesa, era eficiente, iba a por faena y quería irse a dormir tras cumplir con su tarea. A las cuatro y catorce minutos de la madrugada del 21 de mayo de 1894 el filo de la guillotina cumplió su cometido y decapitó a Émile Henry. Los espectadores abandonaron esa ágora sinónimo de muerte y volvieron a sus ocupaciones. Al fondo unos borrachos cantaban, ignotos del macabro baile entre cabezas, entre curiosos y ejecutores.

Émile Henry es una encrucijada en la Historia del terrorismo mundial, y así lo entendió John Merriman , quien acaba de publicar su excepcional 'El club de la dinamita' (Siglo XXI), donde la biografía del asesino del Café Terminus sirve para recorrer desde el contexto dilemas de un pasado no tan lejano, cuando las bombas y los solitarios eran una unión obstinada en su fijación por desmoronar a la burguesía con atentados de amplia resonancia mediática.

placeholder 'El club de la dinamita'
'El club de la dinamita'

Este tipo de acción se conoció desde 1876 como 'propaganda por el hecho'. Sus teóricos fueron Errico Malatesta y Carlo Cafiero, propagándolo como evangelio el médico francés Paul Brousse, más tarde renegado para abrazar las doctrinas socialistas. La insurrección mediante la acción era el mejor escaparate para la causa al penetrar en todas las capas sociales. Aquí influían dos factores nada desdeñables. La revolución tecnológica del siglo XIX había mejorado las comunicaciones y acortado las distancias. Esta velocidad se incrementó con la consolidación de la prensa escrita como altavoz y, para adquirir resonancia en los años sesenta Alfred Nobel había inventado la dinamita; con ella podía nacer una guerrilla urbana e incluso, para los dirigentes, una conjura mundial de amplio calado y muy peligrosa.

Merriman centra, como es comprensible, su investigación en Francia sin descuidar el resto de occidente. Del grupo 'Voluntad del Pueblo Rusa', en cierto sentido inauguradora práctica del fenómeno, a los entusiastas aislados de Barcelona no median tantos años y los objetivos tampoco distaban en exceso. Unos, pioneros, asesinaron al zar Alejandro II, otros acabaron con la vida de personajes y grupos entroncados con el poder y la burguesía.

El caso francés

Los primeros años 90 del Ochocientos fueron el instante álgido de la propaganda por el hecho. En Francia esta eclosión sin precedentes sacudió a la errática Tercera República, envuelta en su década ominosa: inseguridad del sistema, pronunciamientos, debilidad bélica, expansión colonial y una corrupción imposible de tapar, en especial desde el escándalo del Canal de Panamá. Los diputados aceptaron cuantiosos sobornos y siguieron como si nada, para ira de las clases populares, sumidas en una miseria siempre más creciente y estigmatizadas en parte por el recuerdo de la Comuna de 1871.

El anarquismo francés nunca fue muy numeroso. La policía estatal había refinado sus métodos y el seguimiento de los sospechosos era casi absoluto, infiltrándose algunos agentes en los grupúsculos, como mostró con suma ironía G.K. Chesterton en 'El hombre que fue jueves'.

placeholder Fotografía de la ficha policial de Émile Henry
Fotografía de la ficha policial de Émile Henry

Las fronteras entre la acracia y ciertos grupos delincuenciales eran más bien delgadas. El detonante del gran pánico de 1892-94 fue un individuo desequilibrado más allá de su posterior distorsión. Ravachol quiso vengar a tres compañeros torturados durante la manifestación del primero de mayo de 1891 en la 'place de Clichy'. Antes, asesinó a un eremita de noventa y tres años en el campo y robó un gran arsenal de dinamita en una cantera de la periferia.

Su ira se desbocó contra magistrados del affaire de Clichy, saldado con condenas leves y una absolución. Ravachol colocó sendas bombas en el interior y aledaños de los inmuebles de dos de los magistrados. Tras la última fue al bar Véry del bulevard Magenta y fanfarroneó con el camarero, con tanta confianza como para volver a esa barra amiga al cabo de pocos días. Lo detuvieron cuando esperaba el primer plato. Su cita con madame guillotine fue el 11 de julio de 1892. El martirio lo metamorfoseó en mártir de la causa, urgida de un héroe de estas características sin tener en cuenta su pasado de criminal campestre. Vengarlo era una obligación y el Véry se regó con una buena réplica explosiva, factura por la delación del barman Lherot.

Las fronteras entre la acracia y ciertos grupos delincuenciales eran más bien delgadas

El club de la dinamita y su sinonimia eran perfectos para desplazar de los titulares todas las corruptelas de la clase política. Era demasiado sencillo vincular esas performances con heridos a una organización diabólica. La Asamblea Nacional aprobó las primeras leyes antiterroristas para cercar más a los anarquistas. Lo oficial podía amilanar, sin duda, aunque su represión era un acicate para las alas de algunos empecinados en la idea, tan desquiciados o poéticos como para no cejar en su empeño. Era una lucha desigual y determinada por ley, arbitraria en sus veredictos, como con Auguste Vaillant, autor de un 'exploit' el 9 de diciembre de 1893, cuando arrojó una bomba minúscula, elaborada a sabiendas con una carga irrisoria, contra sus señorías. Hubo cuatro heridos y otra sentencia a muerte. Para algunos compañeros esa guillotina sin fallecidos colmaba el vaso.

El terrorista moderno

Para otros la gota era más bien la perpetuación de la propaganda por el hecho, y así lo advirtió su mismo padre, Errico Malatesta, en un artículo para una revista gala. Ponerse medallas por otro cadáver sólo era el camino hacia la tumba y la inconsecuencia, a reemplazar por el fomento de la educación como pilar para el futuro, con la espada aparcada en beneficio de la pluma. Este debate marcó a toda la acracia, incluso la española, algo visible en nuestro país durante el pistolerismo en la agonía de la Restauración, cuando Salvador Seguí y otros líderes de la CNT constituyeron un sector enfrentado a los partidarios de la violencia contra el Estado y sus estructuras.

Malatesta era una estatua viviente. Aun así un veinteañero se atrevió a contestar su admonición, criticándole por anular la vía del crecimiento ideológico desde el mismo individuo, formado desde el progreso del ego para inmiscuirse en lo social. Émile Henry tejía su prosa con soltura y apuntalaba los argumentos con prestancia de ensayista. Había nacido en 1872 en Sant Martí de Provençals, el mayor pueblo del llano de la capital catalana, hijo del exilio de un padre miembro de la Comuna. Desde pequeño sobresalió en los estudios, y eso hizo albergar a sus familiares grandes esperanzas, frustradas en el examen para ingresar en la Escuela Politécnica, según algunas versiones por el olor de una bomba fétida, idónea para abrir el círculo.

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Información policial de las actividades terrorista de Emily Henry

El chico tenía talento, era elogiado y nada hacía presagiar su papel en la Historia. De haber transcurrido su cauce en la lógica figuraría en el elenco de técnicos de la República, hábil para la ingeniería y suelto en otros lances, pero su ardor intelectual lo sumió en una concatenación de factores hacia querer finiquitar el orden establecido.

Merriman, investigador inusual y muy inteligente en sus planteamientos, tenía con Henry un prototipo para exhibir el cambio y engarzarlo con nuestra modernidad. Al principio el joven se trastornó por lo descarnado de la podredumbre imperante. Podían morir personas por las bombas, pero muchas otras eran explotadas y malvivían por un trozo de pan. Las madres se prostituían, las condiciones higiénicas eran espantosas y nadie se preocupaba. Para su ilustración el amor humano engendraba el odio. Las apariencias debían ser dinamitadas, y a ello se aplicó, talibán de la idea, sin percepción real del exterior ni jefe a quien obedecer, sólo la rabia acumulada por tantos abusos a los más desfavorecidos.

Entró a las nueve de la noche en el café Terminus, con cientos de clientes, bebió dos cervezas y prendió la mecha de su máquina infernal

Henry atentó el 8 de noviembre con un explosivo en la puerta de una compañía minera, célebre esos meses por su inflexibilidad en una huelga. Su artefacto de inversión, con clavos y balas, se trasladó a una comisaría. Causó cinco víctimas y nadie incriminó a ese contable, errante por París esa mañana para realizar dos encargos. Pocas horas después recalaba en Londres, meca de los prófugos. Allí intimó con otros camaradas, más bien compañeros, en los clubes anarquistas y preparó su retorno a la escena con su apoteosis del 12 de febrero de 1894. Entró a las nueve de la noche en el café Terminus, un local burgués próximo a la estación de Saint-Lazare con centenares de clientes a la escucha de un concierto. Bebió dos cervezas y avanzó hacia la puerta, prendió la mecha de su máquina infernal y corrió entre disparos hasta ser capturado. Murió un hombre y otras veinte personas resultaron heridas.

El giro copernicano del terrorismo decimonónico fue esa explosión porque Henry, a diferencia de otros antecesores, no vaciló en atacar a civiles al englobarlos en los mecanismos burgueses, pues muchos empleados podían tener problemas para llegar a final de mes, pero acataban lo emanado desde las alturas, sin rechistar. Los civiles eran peones del Estado y su pasividad no podía quedar impune.

Henry hizo un flaco favor al anarquismo, si bien también podemos analizarlo como un impulsor involuntario de su contrarreforma hacia lo sindical. Su actualidad asoma y puede emparejarlo con los episodios franceses del último lustro, con civiles enajenados e imbuidos por una religiosidad sin freno. Entonces como ahora estos locos contradecían las esencias de lo suyo, sin Internacional en los mandos, sólo una retahíla homicida ansiosa por el martirio y un sinfín de portadas, léxico familiar de 1890 y 2020

Monsieur de París ordenó a sus ayudantes preparar el escenario para su función en la 'place de la Roquette', justo en la frontera del centro y la periferia, de la riqueza y la miseria. Louis Bleider, verdugo de la capital francesa, era eficiente, iba a por faena y quería irse a dormir tras cumplir con su tarea. A las cuatro y catorce minutos de la madrugada del 21 de mayo de 1894 el filo de la guillotina cumplió su cometido y decapitó a Émile Henry. Los espectadores abandonaron esa ágora sinónimo de muerte y volvieron a sus ocupaciones. Al fondo unos borrachos cantaban, ignotos del macabro baile entre cabezas, entre curiosos y ejecutores.

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