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El síndrome Woody Allen: se vende barato ser víctima
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ADELANTO EDITORIAL

El síndrome Woody Allen: se vende barato ser víctima

El Confidencial adelanta un capítulo de 'El síndrome de Woody Allen', el nuevo, polémico y esperadísimo libro de Edu Galán

Foto: Escultura de Woody Allen en Oviedo en 2017 durante una manifestación contra la Violencia de Género.
Escultura de Woody Allen en Oviedo en 2017 durante una manifestación contra la Violencia de Género.

Una sociedad dispersa y desorientada, sentimental y dúctil, reacciona contradictoriamente reforzando la identidad de grupo, aunque sea a costa de apoyar medidas que pueden ir en contra de algunos de sus valores primigenios. Tenemos sobrados ejemplos en la actualidad: el auge nacionalista, la masificación de los populismos —incluso hasta la presidencia de Estados Unidos—, el extremismo animalista —donde se busca equiparar personas y animales— o la conspiranoia en sus diferentes formatos —terraplanismo, antivacunas—.

Todos pueden partir de buenas ideas —a saber, la preservación del lugar donde vivimos, la cercanía del político al ciudadano, el buen trato a los animales o no aceptar sin cuestionar todo lo que te diga la autoridad—, que se transforman cuando media el sentimentalismo identitario en entes impermeables al pensamiento crítico o la duda. Y, cuando esto ocurre, todas ellas necesitan de enemigos a los que desnaturalizar quitándoles matices y convirtiéndolos en "los otros", en "no míos", en "diferentes". Se les detecta, cómo no, cuando estos adversarios encuentran asperezas en el discurso identitario, cuando ponen en duda ciertas partes —que vale tanto como poner en duda el todo—, cuando apuntan contradicciones, o cuando, simplemente, no se pronuncian.

placeholder Un grupo de mujeres de Anaheim (Estados Unidos) protesta contra las vacunas. (EFE)
Un grupo de mujeres de Anaheim (Estados Unidos) protesta contra las vacunas. (EFE)

Esto ocurrió con algunas manifestaciones del Me Too, en las cuales se trasladó la exigencia de la visibilización social del acoso sexual en el trabajo a un horror identitario donde cabe la suspensión de la presunción de inocencia, a la alineación ideológica con multinacionales o al señalamiento de ficciones para que no intoxiquen la mente virgen de la población. Como ocurre con otros grupos de presión, aquí se han eliminado los matices y, por tanto, esto no solo es un problema para su discurso —que toma tintes, si no totalitarios, autoritarios— y el señalamiento que este irremisiblemente produce, sino que ataca de frente a la libertad de expresión.

Para devolver matices o, al menos, corroer un mínimo el ideario indiscutible y psicoanalítico —valga la redundancia— de estas manifestaciones he escrito algo irrelevante pero muy grandilocuente... (redoble de tambores).

Mis dudas ante sus certezas

(Cada uno de los siguientes temas podría ocupar un libro por sí mismo. De hecho, los hay dedicados enteramente a cada uno de ellos. Como mis páginas son limitadas y vuestra paciencia, más, solo esbozaré algunas de las cosas que se dan por hechas en algunos feminismos y que no me parecen tan evidentes).

Agresión, abuso, acoso, grosería o galantería, o lo difícil de todo esto (salvo para quien lo sabe todo).

Uno de los primeros pilares del Me Too, mencionado en el 'tuit' de Alyssa Milano de 2017, es el acoso sexual en el lugar de trabajo. Nadie puede dudar de que esta situación existe ni de que se produce en el peor de los lugares: donde agresor y víctima, además, tienen una relación de poder desigual o muy desigual. Ahora viene lo complicado: ¿en el acoso pueden caber todo tipo de conductas en todo tipo de contextos? ¿No hay gradación entre el acoso Weinstein y un piropo por la calle? ¿Son intercambiables la agresión, el abuso, el acoso, la grosería y la galantería? Advierte la antropóloga Marta Lamas: "Un piropo es distinto de una grosería, y una grosería es distinta de un manoseo. Una agresión sexual no es una violación, y una violación individual no es lo mismo que una violación tumultuaria".

placeholder Alyssa Milano es uno de los rostros más visibles del MeToo. (EFE)
Alyssa Milano es uno de los rostros más visibles del MeToo. (EFE)

Asimismo, ¿en qué se parecen la cultura norteamericana, la china, la mexicana de Lamas o la española y sus diferentes formas de relacionarse? ¿No existen los matices? El profesor De Lora lo aborda: "Cuando no hay vulnerabilidad ni dependencia, el acoso, si es entendido como la insinuación, flirteo o proposición (más o menos galante) para la relación sexual, no puede sino ser tolerado. Habrá, obviamente, límites dictados por ese sistema normativo que los teóricos del derecho denominan genéricamente 'reglas del trato social', reglas que están determinadas culturalmente: lo que en algunas culturas es una forma inaceptable de invasión del 'perímetro corporal' [...], en otras es una más que agradecida muestra de afectuosa cercanía; el sostenimiento de la mirada que acostumbramos en España y otros países mediterráneos resulta una acongojante intimidación para muchos anglosajones. El saludo con dos besos en la mejilla es afrentoso en China, etcétera".

Uno de los grandes problemas de algunas manifestaciones del Me Too y de algunos feminismos es la desnaturalización de la sexualidad, arrebatándole su carácter conflictivo, simbólico y de múltiple interpretación. Las enormes dificultades al interpretar la conducta humana suelen obviarse por la rapidez y simplismo que exigen los juicios populares de red social —donde además se pone de manifiesto lo peligroso de confundir sexualidad con sexismo—; y ayudan a que, de paso, vuelva a ganar el capitalismo. Lamas usa el trabajo de la jurista Vicki Schultz, 'The sanitized workplace', para explicar con precisión este proceso: "[Schultz] critica la dirección que ha tomado la batalla contra el acoso sexual y dice que impide la igualdad en el trabajo, amenaza la autonomía sexual y frena la libre expresión sexual".

"La batalla contra el acoso sexual impide la igualdad en el trabajo, amenaza la autonomía sexual y frena la libre expresión sexual"

"También señala que las políticas laborales ejercen una disciplina excesiva y castigan a las personas que son vistas como muy sexualizadas. [...] Las organizaciones están adoptando políticas sobre el acoso sexual asesoradas por sus abogados, y en ocasiones fabrican acusaciones como una forma fácil para despedir a alguien que les molesta por otra causa. [...] A ella le preocupa que en las últimas dos décadas, sin darse cuenta siquiera, muchas feministas se han vuelto cómplices de ese proyecto nefasto, que califica de neotaylorista: 'No hay lugar para las expresiones sexualizadas en el trabajo. Aquí se viene a trabajar'. Además de que se ignora la afectividad e intimidad positiva que surge entre compañeros de trabajo, Schultz señala que la prohibición sobre acoso sexual deja a los gerentes el poder de controlar no solo las expresiones sexuales, sino otros afectos de la vida, que son los que nos hacen humanos, con la excusa de que interfieren con el trabajo".

Víctimas y victimizados

¿Qué separa a una víctima real de alguien que adopta el papel de víctima, un victimizado? Aunque en ocasiones pueda resultar fácil de separar una de otro, lo realmente arriesgado hoy en día es afirmar en público que alguien "se hace la víctima". Porque muy pocas cosas han calado más en nuestra sociedad que los beneficios que tiene autoproclamarse "víctima" y el respeto hacia cualquiera que se incluya en ese grupo. Daniele Giglioli se refiere a las "víctimas imaginarias" cuando escribe:

"La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable, o responsable de algo? La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece. [...] No somos lo que hacemos, sino lo que hemos padecido, lo que podemos perder, lo que nos han quitado. Es una palinodia de la modernidad, caracterizada por sus onerosos preceptos: ¡anda erguido, abandona la minoría de edad! [...] Con la víctima rige más bien el lema contrario; en efecto, la minoría de edad, la impotencia y la pasividad son cosas buenas".

La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio

Tras la necesidad identitaria de un enemigo, se esconde un victimizado: "En el populismo no hay amor sin enemigo, y nadie individúa a un enemigo sin sentirse su víctima real o potencial". Idéntico mecanismo sigue autocalificarse como 'oprimido': cuando te arrogas la condición de víctima u oprimido no hay forma de que en nuestra sociedad los otros no te presten atención ni acepten todas y cada una de tus exigencias y, lo más importante, se tachará de 'insensible', por tanto, 'malvado', a cualquiera que la ponga en duda. No solo esto: arrebatas a las demás 'no víctimas' la capacidad de sufrimiento o la capacidad de empatizar con el sufrimiento, que se convierte en algo tuyo e intransferible. Este proceso genera efectos perversos: la opinión de la víctima sobre lo que le ha pasado es absolutamente indudable y, en ocasiones, se le sobrevalora y se le idolatra a pesar de que no tenga más valor que el haberse declarado 'víctima'.

Lo resume, con armonía, Antonio Rico, refiriéndose al escritor Albert Espinosa: "Me niego a aceptar que la enfermedad dé altura moral ni profundidad intelectual. Me niego a confundir el reconocimiento y la empatía que le debemos a quien tenga la mala suerte de sufrir graves problemas de salud con una benevolencia condescendiente que nos haga ver una aureola de sabiduría en sus palabras".

placeholder El escritor Albert Espinosa. (EFE)
El escritor Albert Espinosa. (EFE)

Hay que ser muy aplicado para cargarte tu estatus de víctima. Por eso llama la atención uno de los pocos ejemplos recientes de víctimas reales que han dilapidado, con ganas, su estatus. Un caso que "impactó a España" —léase con la voz de Gloria Serra— fue el del profesor Jesús Neira (1953-2015), que evitó con valentía un ataque machista y acabó en coma al recibir un golpe del agresor. Tras sesenta y seis días inconsciente, se despertó y fue recibido como un héroe. La entonces presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, le nombró presidente del Consejo Asesor del Observatorio Regional de la Violencia de Género.

A partir de ese momento, Jesús Neira comenzó a gastar todo el rédito de víctima que tenía: llamó "cucaracha" a la mujer que salvó de la agresión por defender a su atacante, le detuvieron por conducir ebrio y afirmó que "no dejaría de beber", y defendió su derecho a solicitar una licencia de armas. "Chirría que el presidente de una asociación contra la violencia solicite una licencia de armas", razonó con gran perspicacia Altamira González, presidenta de una asociación de mujeres juristas. Esto ya colmó la paciencia —incorruptible con los corruptos— de Aguirre, que destituyó a Neira de su cargo.

La hazaña de Neira acabó siendo un hito en nuestra sociedad autocomplaciente: se espantó a manotazos su condición de víctima

Incluso el diario 'Público', un digital decididamente feminista y que aplaudiría a cualquier persona que actuase como él, le quitó su categoría de "héroe popular" —que era la realidad—, calificándolo el día de su muerte como "el profesor encumbrado por Aguirre". Al final, la mayor hazaña de Neira acabó siendo un hito histórico en nuestra sociedad autocomplaciente: se espantó a ma­notazos —o a pistolazos, ya que tenía licencia— su condición de víctima.

(Otro caso de víctima que dilapidó su rédito fue el de Fernando García, padre de una de las niñas de Alcàsser, que se desarrolla profusamente en el documental 'El caso Alcàsser, 2019, en Netflix).

Evitar convertir a la mujer en víctima 'per se' y defender a las verdaderas víctimas sin paternalismos debería ser parte de los objetivos de un feminismo, como avisaban un grupo de mujeres encabezadas por Manuela Carmena y Empar Pineda en una carta a 'El País' en 2006: "La imagen de víctima nos hace un flaco favor a las mujeres: no considera nuestra capacidad para resistir, para hacernos un hueco, para dotarnos de poder y no ayuda a generar autoestima y empuje solidario. Lo mismo se puede decir de la visión simplificadora de los hombres: no existe una naturaleza masculina perversa o dominadora, sino rasgos sociales y culturales que fomentan la conciencia de superioridad y que, exacerbados, pueden contribuir a convertir a algunos hombres en tiranos".

placeholder Manuel Carmena, en 'La resistencia'. (YouTube)
Manuel Carmena, en 'La resistencia'. (YouTube)

En este sentido, vale la pena detenerse en el cartel, citado al principio del libro, que le colgó una marcha feminista a la estatua ovetense de Woody Allen en 2017: "Tu esposa te acusó de haber abusado de tu hija. Nadie la creyó. Mentirosa, interesada, vengativa, le gritaron. Nadie las creyó y nadie las ayudó". Quedémonos con la última frase: "Nadie las creyó y nadie las ayudó", una caracterización que refuerza Ronan Farrow siempre que puede. Sorprendente: Mia Farrow era multimillonaria a principio de los noventa. Como estamos viendo en las partes A de este libro, siempre ha vivido en la clase alta: pertenece a la realeza de Hollywood, fue una estrella absoluta en los años sesenta y setenta, pudo permitirse rechazar sin problema el dinero del divorcio con Frank Sinatra y mantenía varias casas; de dos de ellas hablamos en este libro varias veces, una en el centro de Nueva York y otra de campo en Connecticut, donde se supone se produjeron los abusos.

(En sus memorias, 'What Falls Away', Farrow describe el rancho de la zona más lujosa de Los Ángeles donde pasó su niñez. Una mansión con un jardín de dos mil metros cuadrados, "grande incluso para los estándares de Beverly Hills").

La periodista Maureen Orth, habitual defensora de la actriz, sostuvo en 'Vanity Fair' que Mia "se preocupaba frecuentemente por la falta de dinero": de todos modos, debemos aceptarle la hábil frase, ya que la preocupación es una categoría psicológica que no vale para evaluar una cuenta corriente. En definitiva, ¿qué rico no está "preocupado" por la falta de dinero? Y si estaba tan preocupada, ¿por qué continúo adoptando niños?

Farrow pertenece a la realeza de Hollywood, fue una estrella absoluta y pudo permitirse rechazar el dinero del divorcio con Sinatra

A día de hoy, algunas webs sensacionalistas calculan su fortuna en sesenta millones de dólares. ¿Qué ayuda necesitaban, ella y su hija, en 1992? La de los mejores profesionales que, en efecto, pudo contratar con el dinero heredado de su familia, el ganado con su trabajo o el posible incentivo por ganar el juicio —recordemos que hablamos, entre indemnizaciones y pensiones, de millones de dólares—, además del que podían prestarle sus amigos; el segundo marido de su madre, el empresario James Cushing o su exmarido, Frank Sinatra. Además, durante la investigación de la acusación de abusos en 1992, la niña fue examinada —como he detallado en el capítulo 3— por el médico de su familia, el doctor Vadakkekara Kavirajan y un equipo de pediatras de la Universidad Yale-Haven, y el proceso fue valorado a lo largo del juicio por la custodia por el psiquiatra Stephen Herman, presentado por Farrow, que fue defendida por los abogados Alan Dershowitz y Eleanor Alter, entre un amplísimo equipo legal. Para la apelación de Allen en 1993, Mia sustituyó a Alter por el letrado Charles A. Stillman.

A la vista de su equipo jurídico y médico y su apoyo personal —por ejemplo, Sinatra—, mediático —rodeada de amigos periodistas— y estatal —en la figura del fiscal del Estado, Frank Maco—, ¿se puede defender seriamente que "nadie las ayudó, ni las creyó, ni las escuchó"? ¿Qué necesidad hay de victimizar a Farrow? Parece evidente: el sentimentalismo cae siempre del lado de una mujer indefensa a la que nadie creyó, a la que nadie ayudó y a la que "gritaron", y no del de una mujer fuerte y muy rica, como Mia Farrow, que se defendió de su expareja —también multimillonaria— en un juicio y ganó manteniendo la custodia de sus hijos, pero no consiguió probar los abusos sexuales a su hija. La pátina de víctima no solo vende, sino que su uso hipócrita —poco tiene que ver con la falta de información sobre la actriz— hace menos víctimas a las verdaderas víctimas, al equipararlas con una persona que maneja el dinero y ayuda suficientes como para defender con fuerza sus derechos y los de su familia incluso en un sistema judicial tan dependiente del patrimonio de los querellantes como el estadounidense.

placeholder Mia Farrow y Ronan Farrow en 2015. (EFE)
Mia Farrow y Ronan Farrow en 2015. (EFE)

No se puede reprochar nada a las activistas que escribieron el cartel, pues se atrancaron en sus emociones. Nuestra sociedad rinde culto a la víctima, lo cual hace imposible evitar que su condición se mano­see y se interiorice como sentencia final no solo en algunos feminismos, sino que forme parte de nuestro día a día: en publicidad, en noticias, en reivindicaciones o al convertir los quehaceres habituales de la vida en traumas. Ser víctima se vende baratísimo: si ya no te jode regresar al trabajo después del verano, sino que tienes síndrome posvacacional, o si ya basta —lo hemos visto con las microagresiones— con que el ofendido se declare víctima para que le tratemos como tal, entonces en nuestra sociedad cada habitante puede arrogarse la condición de víctima —o incluso de oprimido—. En la actualidad, a nadie se le quita la posibilidad de ser víctima sin mayor pasaporte que sentirse como tal.

La víctima y el victimizado, además, controlan algo valiosísimo en nuestra sociedad: una historia que contar. Dirigen el recorrido a la manera que lo entendía Deleuze, con su camino a transitar, con sus etapas, sus estaciones y sus desemboques, y manejan también la prepon­derancia instrumental que en nuestros días se le da al relato. Explica el escritor Christian Salmon: "El objetivo del marketing narrativo ya no es simplemente convencer al consumidor de que compre un producto, sino sumergirlo en un universo narrativo, meterlo en un universo creíble. Ya no se trata de seducir o convencer, sino de producir un efecto de creencia".

placeholder Manifestación feminista en París. (EFE)
Manifestación feminista en París. (EFE)

Las dinámicas del marketing actual afectan a las dinámicas sociales: las historias victimizadas sirven de mercancía y no debería extrañar que el 'hashtag' que sucedió al #MeToo sea #YoSíTeCreo —sentimental, irracional, ególatra, omnisciente— y no #TúSíMeHasConvencido. Mientras una víctima real tiene todo el derecho a que su historia sea escuchada judicialmente o a utilizarla para recabar apoyo y concienciar a la sociedad sobre su problema, el victimizado la maneja para absorber la atención, colocarse en un lugar privilegiado —el que, ya vimos, le reserva nuestra sociedad— o librarse de la responsabilidad de sus propios actos.

El victimismo lo corroe todo porque, otra vez, se coloca al sentimentalismo como medida y, en consecuencia, a la competición capitalista-emocional como base del proceso. En la búsqueda de atención, el victimismo se convierte en una mercancía cuantitativa en competición identitaria-capitalista-individualista-emocional y a su alrededor se acumulan las preguntas y, por tanto, la víctima o el victimizado entran en pelea continua por ese bien tan preciado: la atención.

¿Quién ha sufrido más? ¿Soy más víctima si estoy triste que si estoy deprimido? ¿Qué pueblo es más víctima? ¿Son víctimas los animales que nos comemos? ¿El retraso del tren me convierte en víctima? ¿Qué genocidio se puede categorizar como peor?

El victimismo y la victimización se nutren de falta de respeto a las víctimas reales, al igual que cuando se las trata de forma paternalista o se las idealiza por el mero hecho de ser víctimas. Aunque, hoy día, ¿cómo evitarlo? ¿Quién no querría tener una historia penosa —­las más interesantes— que contar? ¿Quién no querría esa atención que se le dispensa a los que han sufrido de veras? ¿A quién no le gustaría el respeto instantáneo que recibe el que sufre o ha sufrido? ¿A quién no le gustaría tener una historia viral por la que le aplaudan en sus redes sociales? ¿Quién de nosotros no querría sentar a una víctima a su mesa?

placeholder 'El síndrome Woody Allen'.
'El síndrome Woody Allen'.

'El síndrome Woody Allen: por qué Woody Allen ha pasado de ser inocente a culpable en diez años', del crítico Edu Galán, uno de los creadores de la revista satírica Mongolia, lo publica Debate el 10 de septiembre. En 2017 Woody Allen fue declarado culpable por una parte de la opinión pública. Con el auge del movimiento Me Too, el testimonio de su hija Dylan sobre los supuestos abusos sexuales que sufrió por parte de su padre hizo revivir con virulencia la antigua acusación de su madre, Mia Farrow, de principios de los noventa. La confesión de la niña arrancó entonces una serie de investigaciones policiales y de los servicios sociales que, sin ni siquiera llegar al juzgado, acabaron exonerando al cineasta. ¿Por qué, después de más de veinte años con el caso cerrado, el debate sobre la monstruosidad de Allen se ha recrudecido?

Una sociedad dispersa y desorientada, sentimental y dúctil, reacciona contradictoriamente reforzando la identidad de grupo, aunque sea a costa de apoyar medidas que pueden ir en contra de algunos de sus valores primigenios. Tenemos sobrados ejemplos en la actualidad: el auge nacionalista, la masificación de los populismos —incluso hasta la presidencia de Estados Unidos—, el extremismo animalista —donde se busca equiparar personas y animales— o la conspiranoia en sus diferentes formatos —terraplanismo, antivacunas—.

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