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Björkö 1905: Nicky, Willy y el tratado secreto que pudo cambiar la Historia de Europa
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Björkö 1905: Nicky, Willy y el tratado secreto que pudo cambiar la Historia de Europa

Quizá fue la última vez en que dos autócratas de la vieja escuela pudieron manejar a sus anchas un documento de tanta envergadura

Foto: El zar Nicolás II a bordo de la embarcación del Kaiser Guillermo Hohenzollern en 1905
El zar Nicolás II a bordo de la embarcación del Kaiser Guillermo Hohenzollern en 1905

Un dicho no escrito contempla el poder en Rusia como una pirámide con un hombre fuerte en la cúspide, casi como si, generación tras generación, un autócrata con variantes en función del contexto recibiera la lejana herencia de zares y popes ortodoxos para reformularla desde el presente. Quienes desafiaron el paradigma, de Kruschev a Gorbachov, sucumbieron sin remisión. En nuestra época Vladimir Putin encarna este legado, y, como es comprensible, no escatima en detalles ni simbología.

[La hora en que el mundo tembló: la invasión nazi de Francia]

El día de San Juan de 1945 se celebró el desfile de la Victoria contra la Alemania nazi. Esta semana hemos asistido a su reproducción, con abundantes dobles sentidos retóricos. El dictador democrático nostálgico de la Unión Soviética, eso sí, sin querer reeditarla, ha pedido un sistema de seguridad común frente a unas vagas nuevas amenazas mientras prorrumpía en loas ante la labor de tantos antepasados en su lucha contra el bien debido a la santa guerra patriótica y el mal absoluto proveniente de la Alemania nazi. No sabemos si Angela Merkel se preocupó por el asunto desde los consabidos equilibrios diplomáticos; quizá en un hueco de su cerebro revivió un recuerdo de ambos países, cuando la suerte del Viejo Mundo pudo cambiar, y de haberlo hecho estos párrafos no existirían por aquello de la política como el arte de lo imposible, con dos emperadores entregados a defender sus últimas dosis de pasado antes de la gran debacle. Esa memoria casi desconocida sucedió justo hace ciento quince años en una isla alejada del calor veraniego y el fragor de batallas perdidas.

Dos primos y un destino

Esta Historia, la nuestra, empieza un día de 1890. Guillermo II de Alemania no parecía destinado al trono, pero una serie de catastróficas desdichas, de la muerte de Guillermo I al breve reinado de Federico III como consecuencia de un cáncer, lo catapultaron al cetro imperial germánico. La impetuosa juventud del neófito topaba con el esmerado cálculo del viejo Otto von Bismarck, sin duda el gran arquitecto del sistema diplomático nacido de la derrota francesa en 1871 contra Prusia, bastión del Reich unificado y fundado con estrépito en el salón de los espejos del Palacio de Versalles. Estas dos personalidades ni siquiera tuvieron un breve idilio. La destitución del Canciller de Hierro conllevó el desmorone de su edificio justo cuando se habían asentado las premisas para un pacto con Rusia, fundamental para estrechar el cerco para debilitar a Francia a través de una serie de alianzas con Viena, y Roma.

Añadir a San Petersburgo era la aniquilación de cualquier esperanza para el eterno enemigo, asimismo aislado porque por aquel entonces su amistad con el Reino Unido no estaba clara en los cálculos de futuro, algo demostrado durante la última década del Ochocientos con el incidente de Fachoda, cuando tropas galas y británicas estuvieron a un tris de guerrear por el control de la cuenca del Nilo.

Añadir a San Petersburgo era la aniquilación de cualquier esperanza para el eterno enemigo francés

La desaparición de Bismarck dio alas a Guillermo, una personalidad única y fascinante por sus enormes contradicciones, hijo de su tiempo y apegado a la tradición. Lo primero era palpable por ciertas cesiones a los trabajadores, algo iniciado por el canciller depuesto para evitar la conflictividad interna, mientras lo segundo traslucía por su prístino desprecio al Parlamento, siempre más poblado de representantes socialdemócratas, inoperantes por el deseo imperial de tratar a la democracia como una nada, un regalo de opereta para simular la aceptación de caminos modernos, desmentidos tanto por su querencia dictatorial como por la búsqueda de un sucesor maleable en la cancillería. Para ello contaba con los sabios consejos de su cuerpo diplomático, encabezado por el taciturno Holstein y el extrovertido Eulenburg, quienes se salieron con la suya en 1900 al aupar a Bernhard von Bülow a la cabeza del gobierno, un puesto dificilísimo por la sombra bismarckiana y los caprichos de Guillermo, incontrolable por su excesiva verborrea y sus inesperadas performances, como en enero de 1901, cuando acudió al lecho de muerte de la Reina Victoria, su abuela.

placeholder El káiser Guillermo II y el zar Nicolás II.
El káiser Guillermo II y el zar Nicolás II.

Uno de sus primos era Nicolás II, zar desde 1894, menos dotado para su cargo y mucho menos arrebatador. Si El Reich avanzaba como un torbellino en lo militar y lo industrial, sin a priori querer enfrentarse con Londres, Rusia adolecía de ese vigor, con una situación repleta de caos y medidas más bien erráticas, culminadas con la guerra contra Japón, segunda humillación de la todopoderosa raza blanca tras la derrota italiana de 1896 en Adua contra las tropas abisinias del emperador Menelik II.

Una isla en el golfo de Finlandia

El conflicto contra el emergente imperio nipón ahondó la incomprensión entre la población y el Kremlin, con episodios tan célebres como el domingo sangriento del 22 de enero de 1905, cuando miles de manifestantes pacíficos encabezados por el padre Gapón, discípulo de Tolstoi, fueron tiroteados sin piedad a las puertas del palacio de invierno. Con el zar ausente de San Petersburgo la represión sólo incrementó la disensión, y por si eso no fuera suficiente también parecía resquebrajarse la alianza sellada con Francia desde 1894 por la peculiar vuelta al Mundo de la segunda Escuadrón del Pacífico, aprovechándose del pacto auspiciado por Alejandro III para fondear en las posesiones coloniales galas antes del fatídico enfrentamiento con la flota nipona el 27 de mayo de 1905 en la batalla de Tshushima, un desastre sin paliativos para los intereses rusos y casi el colofón para afianzar el triunfo del Sol Naciente.

placeholder Tropas del zar en el Domingo Sangriento de 1905 en San Petersburgo
Tropas del zar en el Domingo Sangriento de 1905 en San Petersburgo

Todos estos hechos fueron observados con mucha atención por el hiperactivo Guillermo, quien se carteaba con frecuencia con su primo. Estas epístolas, pendientes de traducción en nuestro país, muestran al Hohenzollern condescendiente y paternalista con el Románov, cariñoso y contundente en sus críticas para acercarlo a su vera y alterar el statu quo.

La oportunidad llegó al saber Willy del reposo de Nicky en la isla de Björkö, actual Kounivo, en el golfo de Finlandia. Meses atrás había redactado junto a su fiel Holstein cuatro puntos para ofrecer a su familiar, debilitado por la oposición de sus ministros a la paz y necesitado de un estímulo para enderezar el rumbo. Esa tetralogía redentora alcanzó sus ojos el 24 de julio de 1905. La firmó de inmediato. El primero determinaba ayuda mutua en caso de ataque de otra potencia del Viejo Mundo, siendo sólo aplicable si la agresión acaecía en suelo europeo. De este modo El Reich evitaba inmiscuirse en problemáticas de The Great Game, o la rivalidad ruso-británica en Afganistán, con la India siempre en perspectiva. El segundo comprometía a las partes contratantes a no firmar jamás por separado la paz con cualquier adversario común. El tercero estipulaba la entrada en vigor del tratado tras su rúbrica, mientras el cuarto, utopía y debacle, auguraba aunar esfuerzos para incorporar a Francia al pacto, la perfecta estratagema berlinesa para configurar un bloque continental contra el Imperio Británico.

Un instante excepcional

Ese fue un instante excepcional en la Historia europea. Quizá fue la última vez en que dos autócratas de la vieja escuela pudieron manejar a sus anchas un documento de tanta envergadura. Para darle validez se encomendaron a dios y a sus dos lacayos, el secretario de Exteriores Heinrich von Tschirschky y Aleksei Birilev, recientemente nombrado ministro de Marina. Este último depositó su autógrafo en el papel sin leerlo por pura abnegación a Nicolás.

Quizá fue la última vez en que dos autócratas de la vieja escuela pudieron manejar a sus anchas un documento de tanta envergadura

El retorno de los primos a sus cortes derrumbó el sueño. En Rusia el primer ministro Sergei Witte y el ministro de Exteriores Vladimir Lamsdorf recriminaron al zar su independencia de criterio por su inexperiencia, pues de nada servían esas hojas si Francia no las aceptaba, algo casi quimérico por la anexión alemana de Alsacia y Lorena, hecho, según un proverbio de ese período, siempre pensado y nunca hablado por resucitar la pesadilla mientras el Hexágono se preparaba para la venganza. Nada hacía columbrar una Tercera República asertiva con lo suscrito en Björkö, entre otras cosas porque durante esos decenios de ocupación el ejército alemán había fortificado la ciudad de Metz; pactar con Guillermo sería redundar en ese flagrante complejo de inferioridad visto, sin ir más lejos, durante el espinoso caso Dreyfus.

El káiser tampoco fue recibido con agasajos. Bülow podía divertirse con el cambio de uniformes entre Nicky y Willy, no así con las salidas de tono de su superior. En una reunión le reprochó lo inexacto de las medidas del documento. Carecía de sentido apostar por esa alianza si sólo era europea. La ambición alemana debía ir más allá e incidir en la dominación mundial, algo casi imposible por la precariedad de sus posesiones coloniales. Por una vez Guillermo tenía razón. Francia era el escollo y la rabia por no integrarla llevó al Emperador a un viaje ese mismo año hasta Tánger, donde pronunció un discurso suave con suficientes inflexiones como para irritar al Elíseo y al Quai d’Orsay. Marruecos sería el siguiente movimiento de la partida en el tablero de ajedrez.

Björkö pudo ser crucial y quedó como una oscura efeméride. De haber prosperado quizá el derramamiento de sangre hubiera sido distinto. Al fin y al cabo, pese a nuestros análisis más de un siglo después, fue el último tiro de un orden caduco y la prueba fehaciente de cómo dos testas coronadas ya no podían metamorfosear los ríos del proceso histórico, forjado a su pesar por la actividad en las cancillerías, con el palacio como un edificio hermoso en la fachada y siempre más inoperante a la hora de pulsar los botones de mando. Cuando los recuperaron durante un breve lapso advino su adiós.

Un dicho no escrito contempla el poder en Rusia como una pirámide con un hombre fuerte en la cúspide, casi como si, generación tras generación, un autócrata con variantes en función del contexto recibiera la lejana herencia de zares y popes ortodoxos para reformularla desde el presente. Quienes desafiaron el paradigma, de Kruschev a Gorbachov, sucumbieron sin remisión. En nuestra época Vladimir Putin encarna este legado, y, como es comprensible, no escatima en detalles ni simbología.

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