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El misterio Meyerbeer: de la gloria a la nada
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El misterio Meyerbeer: de la gloria a la nada

¿Por qué ha desaparecido el operista y compositor más representado en el siglo XIX?

Foto: Apoteosis de Mayerbeer
Apoteosis de Mayerbeer

Hace una semana recomendábamos la lectura de 'Los Europeos' porque el ensayo de Orlando Figes explora los orígenes de la promiscuidad cultural del continente. Y la manera en que los hitos tecnológicos de mediados del XIX -el ferrocarril, el telégrafo, la impresión industrial, la fotografía- predispuso el flujo de los artistas -de la creación-, el intercambio de las ideas y la democratización de la cultura misma. Se estaba fijando un canon continental y cosmopolita, pero impresiona el anonimato o la marginación con que se han desdibujado algunos artífices de aquella revolución. Empezando por Giacomo Meyerbeer, cuya fama y gloria en el siglo XIX - fue el operista más representado del siglo- son tan evidentes como su desaparición en las centurias posteriores.

No es demasiado explícito Figes en las razones de semejante degradación. Hipotetiza con la campaña antisemita que le organizó Wagner. Y plantea que Meyerbeer supo “vestir” sus obras de unos recursos extramusicales -espectaculares puestas de escena, argumentos políticos, periodistas amañados- que lo vinculan a un tiempo y a una coyuntura.

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El compositor germano, baularte de la “grand opèra”, sería víctima del híbrido musical que él mismo había concebido y que no ha sobrevivido a la época que él mismo protagonizó: armonía germana, refinamiento francés, melodismo italiano.

Meyerbeer no inventó la gran ópera de cinco actos ni ideó el paradigma del gran drama histórico, pero fue su principal valedor y su expresión más influyente. Entendió la transformación del género tanto como comprendió su mutación sociológica. La ópera había escapado al privilegio de la aristocracia. Formaba parte de la inquietud de la burguesía. Y canalizaba el interés y el apasionamiento hacia la política.

Romper las cadenas

Se trataba de romper las cadenas de la censura y del clericalismo. Y se incorporaban "actores" tan inesperados como la luz de gas regulable -novedosa en el brillo y ambientación de los montajes escénicos- o tan decisivos como los empresarios privados. Eran ellos, quienes exponían su dinero y quienes debían afinar la relación más fértil del público y los compositores. Porque la ópera era un negocio. O estaba obligado a serlo en la economía de los nuevos intendentes, cuando las oportunidades de ocio -el teatro, los toros, la zarzuela- eran mucho menos abundantes que las actuales.

La ópera era un negocio: o estaba obligado a serlo en la economía de los nuevos intendentes

Ni siquiera se había inventado el fútbol. Tampoco existía el cine. Ni proliferaban los melómanos de larga tradición, tanto por la criba de la capacidad adquisitiva como por los altibajos de la programación. La mejor manera para atraerlos consistía en la propuesta de un gran espectáculo. No sólo imponente en su dramaturgia, en su narrativa escénica y en su factura melódica, sino atractivo desde el interés político-social que debían trasladar la música y la trama.

La implicación de Meyerbeer en su época, en su tiempo, explican también la relación de dependencia que él mismo había creado entre sus contemporáneos. De hecho, la popularidad del compositor, tal como explica el ensayo de Figes, no se comprende sin el impulso que le concedió la gloria de Pauline Viardot, máxima figura de la escena parisina y aliada de Meyerbeer en el alumbramiento de la “grand opèra”.

Era tan intensa la relación que Viardot intervino incluso en la “redacción” de las partituras. El caso más elocuente es 'Le Prophéte'. La diva estrenó y se atribuyó unos cuantos pasajes la ópera. Y le concedió un éxito desproporcionado del que formaron parte el impulso de la intelectualidad, la docilidad de los críticos de cámara y hasta el influjo de la claque.

placeholder Pauline Viardot en un anuncio de época de 'Le Prophete', de Mayerbeer
Pauline Viardot en un anuncio de época de 'Le Prophete', de Mayerbeer

Estaba tan organizada, la claque, que su principal timonel, un tal Levasseur, conocía la óperas de antemano y tenía perfectamente descrito el trance en que convenía aplaudir y estimular al público. Cobraba por ello interesantísimos emolumentos. Los cantantes y los compositores eran conscientes del clímax que Levasseur podía crear, como también sabían que la hostilidad de la claque estaba capacitada para malograr una velada. Es más, el propio Levasseur aportaba sus consejos personales y profesionales a los compositores que iban a estrenar una ópera. Le sucedió a Meyerbeer. El patrón de la claque intervino a su manera en algunos compases de 'Le Prophéte' y de otros títulos que jalonaron el triunfo del maestro en la capital de Francia y de la cultura occidental en aquellos años tan promiscuos.

Fue París el eje de la gran transformación y el milagroso espacio cultural en que se engendró el híbrido de la 'grand opèra'. La propia definición en francés establece una patente geográfica y cultural, pero no se explica semejante acontecimiento sin la concentración de talentos 'extranjeros' que contribuyeron a formularlo. Desde la constelación de los principales compositores italianos -Rossini, Spontini, Cherubini- hasta la propia figura cosmopolita de Giacomo Meyerbeer: un nombre italiano y un apellido inventado.

Yaakov

Ocurre que Giacomo Meyerbeer era alemán. Y se llamaba Yaakov Liebmann Beer. Procedía de una adinerada familia de empresarios y banqueros judíos. Tenía el porvenir resuelto, pero sus precoces y evidentes aptitudes musicales -niño prodigio, concertista de piano excepcional- estimularon su trayectoria de compositor. Primero en Italia, fogueándose como epígono belcantista en Venecia (Emma di Resburgo", Il crociatto in Egitto) y después en París, donde comprendió mejor que ningún otro colega la sociedad mutante en la que se encontraba y donde pudo perfilar la idea de la ópera como espectáculo total, anticipando incluso la apología wagneriana.

Meyerbeer fue bendecido por Goethe en Alemania y por Eugène Scribe en París. Y comprendió que el público post-revolucionario necesitaba mayores estímulos que los dramas mitológicos o remotos amontonados en el catálogo de la 'tragedie lyrique'. A cambio, les propuso reflexionar sobre la historia. Tan reciente como la matanza de la noche de San Bartolomé -'Los hugonotes' (1836) - o tan propicia a las extrapolaciones contemporáneas como pudieran serlo 'Robert le Diable'(1831), 'Le Prophète' (1849) y hasta 'L'Africaine', cuyos últimos ensayos en la escena parisina coincidieron con la muerte del compositor y mitificaron en caliente al afrancesadísimo extranjero.

Meyerbeer era la figura hegemónica de la ópera occidental cuando el Teatro Real empieza a desperezarse

Meyerbeer era la figura hegemónica de la ópera occidental cuando el Teatro Real empieza a desperezarse. Su primera obra llegó a Madrid el 4 de enero de 1854 y consistió en la versión italiana de 'Roberto il diavolo', aunque el verdadero idilio entre el compositor francoalemán y la afición madrileña se inició en la octava temporada. Llegaban 'Los hugonotes', 22 años después de su estreno en París. Y conocerían desde entonces hasta el cierre de 1925 el hito de 241 representaciones.

Meyerbeer ha desaparecido. De vez en cuando se exhuman algunos títulos o se restringen en versiones de concierto, pero su catálogo no logra normalizarse. Ocupa una extraña tierra intermedia entre el belcantismo y Wagner, del mismo modo que sus óperas requieren repartos complejos y enormes exigencias vocales. La obra de Meyerbeer se enfrentó con enemigos acérrimos. El primero de todos, Richard Wagner, cuyas conclusiones en 'El judaísmo en la música' señalan en la devoción popular a Meyerbeer la prueba inequívoca del daño causado por los hebreos en Alemania. Las consecuencias resultaron funestas a partir de este momento, particularmente en el periodo de entreguerras, los años del nazismo y posteriormente, tal y como sucedió con el repertorio "degenerado". Paradójicamente, Meyerbeer ayudó mucho a Wagner durante su estancia en París. Defendió sus primeras óperas. E ignoró la hostilidad con que el colega y compatriota lo vejaba, aunque hay otras razones más prosaicas para explicar la decadencia del coloso decimonónico.

Las obras de Meyerbeer, en su grandilocuencia y megalomanía, implican costes elevados de producción. Y esos gastos no se rentabilizan en taquilla. Inmerecidamente, Meyerbeer es un compositor desconocido. Representar sus óperas conlleva demasiados riesgos presupuestarios, no digamos en tiempos de crisis o cuando los teatros están obligados a esmerar la relación de entradas y salidas. Se trata de una aparatosa paradoja: el autor que antaño procuraba rentabilidad y que funcionaba como infalible reclamo comercial, resulta ahora un motivo para ahuyentar a los melómanos menos iniciados. Puede que "el caso Meyebeer" no esté definitivamente perdido. El compositor berlinés sobrevive en las arias de los recitales -'Oh, paradiso', de 'La africana' resulta insobornable para cualquier tenor postinero-, en algunos proyectos discográficos extravagantes y en versiones de concierto, exactamente como sucedió en el Teatro Real en febrero de 2011. Regresaban 'Los hugonotes' 84 años después de haberse representado por última vez. Meyerbeer había logrado la proeza de conservarla 60 años en el templo de Madrid, prueba inequívoca de que el gran periodo de olvido y de marginalidad sobrevino después de la Guerra Civil y de la II Guerra Mundial, como si hubiera desaparecido la partitura.

Se trata de devolverle a Meyebeer lo que es de Meyerbeer, introduciendo razones para exhumarlo tal como le ha ocurrido a la figura del propio Rossini en el último cuarto del siglo XX y en el comienzo del siglo XXI. Los prodigios del Festival de Pésaro, el trabajo musicológico de Alberto Zedda y la "reconstrucción" de la vocalidad rossiniana permiten hacernos hoy una idea total de Rossini que Meyerbeer espera e invoca desde la tumba.

placeholder Rubén Amón
Rubén Amón

Hace una semana recomendábamos la lectura de 'Los Europeos' porque el ensayo de Orlando Figes explora los orígenes de la promiscuidad cultural del continente. Y la manera en que los hitos tecnológicos de mediados del XIX -el ferrocarril, el telégrafo, la impresión industrial, la fotografía- predispuso el flujo de los artistas -de la creación-, el intercambio de las ideas y la democratización de la cultura misma. Se estaba fijando un canon continental y cosmopolita, pero impresiona el anonimato o la marginación con que se han desdibujado algunos artífices de aquella revolución. Empezando por Giacomo Meyerbeer, cuya fama y gloria en el siglo XIX - fue el operista más representado del siglo- son tan evidentes como su desaparición en las centurias posteriores.

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