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Txani Rodríguez: "Mucha gente trabaja en fábricas, pero no hay novelas sobre el tema"
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Txani Rodríguez: "Mucha gente trabaja en fábricas, pero no hay novelas sobre el tema"

La escritora vasca publica 'Los últimos románticos', una novela que rescata la solidaridad obrera y que reivindica la amabilidad frente a la displicencia y la distancia

Foto: La escritora Txani Rodríguez
La escritora Txani Rodríguez

En la última novela de Txani Rodríguez (Llodio, 1977) huele a productos químicos, papel, fábrica y solidaridad obrera. Huele también a lucha sindical, a hacer huelga por unos derechos, aunque a estas alturas uno casi sepa que a las pocas semanas se cerrará la fábrica, se dará un finiquito y todos para casa. Son ingredientes que no suelen ser habituales en las novelas recientes (hace solo unas semanas nos llegaba 'Amianto', de Alberto Prunetti). Su autora es consciente. ‘Los últimos románticos’ (Seix barral), dice ella en charla telefónica, “habla de un mundo que está extinto, el de la solidaridad entre los trabajadores. Se ha ido perdiendo por cómo funciona el sistema: ahora hay muchos eventuales… Es que ni las organizaciones sindicales alcanzarían, pero es que parece que nuestra voluntad ya no es implicarnos tanto…”. Por eso ella ha creado un personaje, Irune, que sí se implica. Incluso con sus vecinos. “Que tampoco es ya como antes cuando las comunidades de vecinos funcionaban realmente como comunidades de vecinos y la gente echaba un ojo a quien vivía al lado. Ahora ha sido en la pandemia cuando hemos descubierto quiénes viven en la puerta de al lado”, recalca. Lo bueno del coronavirus. ¿Lo malo? “Esto de que vamos a salir cambiados y mejorados lo cojo con pinzas”.

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placeholder 'Los últimos románticos'
'Los últimos románticos'

Rodríguez, que escribe habitualmente en euskera en periódicos vascos y trabaja para Radio Euskadi, tiene ya publicadas otras novelas como 'Lo que será de nosotros' (Erein), ‘Agosto’ (Lengua de trapo) y ‘Si quieres, puedes quedarte aquí’ (Tres Hermanas). En ellas ha volcado parte de su biografía, como su mezcla familiar andaluza-vasca que retrató en ‘Agosto’: sí, en el País Vasco también se baila flamenco. También ocurre con ‘Los últimos románticos’. De hecho, la imagen de la que surge todo fue la de una bolsa de plástico llena de rollos de papel higiénico que trajo un día su pareja a casa porque entonces trabajaba en una fábrica de papel (que podría ser la de la novela). “Esa fábrica hacía rollos de papel higiénico industrial para gasolineras, el papel que cubre las camillas de los hospitales y servilletas para una cadena de comida rápida. Me parecía un resumen de la vida que llevamos: comer de cualquier manera, movernos continuamente… Con los resultados previsibles para la salud. Es como un sistema de vida que se resumía en esa bolsa”, cuenta Rodríguez.

No solo su pareja trabajaba en una fábrica. Muchos de sus amigos lo siguen haciendo a día de hoy. “Yo soy de un pueblo, Llodio, y son muchos los que trabajan en fábricas. Es un misterio para mí, porque mucha gente trabaja todavía en fábricas y, sin embargo, no hay muchas novelas sobre este tema”, comenta.

Aceros de Llodio

La otra imagen que recorre toda la novela la extrajo la escritora de su infancia y la relevancia que tuvo la fábrica Aceros de Llodio. Allí su padre trabajó durante años. Allí hubo huelgas y manifestaciones. “Fue una fábrica muy importante en el País Vasco y en mi pueblo fue vital porque trabajaba mucha gente en ella. Y cuando fue a cerrar hubo unas movilizaciones tremendas, todo el pueblo además apoyó a los trabajadores. Yo estaba en el instituto, pero lo recuerdo perfectamente porque hacíamos huelgas y porque yo era hija de un trabajador. Y recuerdo la angustia, la incertidumbre y la solidaridad”, señala la escritora que no teme resultar nostálgica: “Hay cosas que hemos perdido que a mí me parecen un error porque las hemos dejado ir sin quejarnos y creo que ya son irrecuperables, así que sí, en parte sí hay una mirada nostálgica”.

Hay cosas que hemos perdido que a mí me parecen un error porque las hemos dejado ir sin quejarnos y creo que ya son irrecuperables


La protagonista, Irune, trabajadora en la fábrica, decide unirse al grupo de los huelguistas, aunque aquello suponga un riesgo para su puesto de trabajo. De hecho, la avisan sutilmente “desde arriba” en alguna ocasión. Es una mujer actual, perteneciente a un tiempo en el que suele haber otro tipo de manifestaciones que a veces -o muchas veces- sepultan las de los derechos laborales: las famosas luchas identitarias que han poblado las guerras culturales. “Bueno, pero es que a mí me sorprende porque hay luchas que son transversales por lo que no debieran debilitarse. Más que por este tipo de luchas, lo que yo creo es que hay menos unión emtre nosotros, pero por cómo está organizado el sistema de trabajo y porque vamos muy a lo nuestro”, resume Rodríguez.

Reivindicación de la amabilidad

Si uno de los temas es la reivindicación de la solidaridad obrera el otro es la defensa de la amabilidad. Precisamente, la novela está dedicada “a todas las personas que fueron amables conmigo alguna vez”. “La amabilidad siempre nos han dicho que no cuesta nada y es verdad que no cuesta nada. Yo creo que la gente sigue siendo bastante amable, pero también creo que en estos últimos tiempos ha tenido más prestigio la displicencia, la distancia, la maldad sobre la bondad. Sobre todo hacer unas críticas feroces, marcar una gran distancia. Yo creo que por ser malo no eres más inteligente”, sostiene la escritora. Esto le lleva a recordar un pasaje de ‘Las ilusiones perdidas’, de Balzac, un libro que leyó durante el confinamiento. En él, el escritor francés señalaba: “Las personas inteligentes están obligadas por fuerza a comprender las virtudes de los demás, pero también los defectos”. “Creo que habría que recordar esta frase porque no sé qué confusión hay entre la inteligencia, las posturas muy ácidas y el desprestigio de la amabilidad”, apostilla Rodríguez.

En estos últimos tiempos ha tenido más prestigio la displicencia, la distancia, la maldad sobre la bondad. Sobre todo hacer unas críticas feroces


Esto, sin embargo, no significa ir a su reverso, argumentario fácil en tiempos de blanco o negro: “Ni la inteligencia tiene que ver con maldad ni tampoco la bondad con el peloteo. O con los excesos de complacencia, que también los vemos a veces. Una cosa también es ser bondadoso y que no te tomen el pelo. Cuando es necesario, hay saltar y decir hasta aquí hemos llegado”, manifiesta la escritora.

El amor y el humor

Durante toda la novela, Irune tiene que luchar con un asunto médico -”yo soy muy aprensiva con los médicos y lo volqué ahí”- y con una extraña relación amorosa. O no tan extraña en tiempos de distanciamiento, ya que en vez de un app de citas - “se hace un perfil, pero nadie la mira”- consiste en llamar cada día a Renfe para que el operador le diga las rutas y horarios de los trenes. “Volvemos a lo de la amabilidad. Lo que le pasa a Irune es que este operador es amable con ella, y ella también lo puede controlar porque es la que llama y puede colgar. Pero es que lleva tanto tiempo paralizada porque ha llevado el distanciamiento social muy al extremo [antes de que hubiera distanciamiento]. Y este hombre pues le da una conexión… Pero es que a veces entre las personas suceden estas cosas que son inexplicables… Es estrambótico, pero ¿por qué no? A mí me ha animado mucha gente por teléfono”, confiesa Rodríguez.

El humor nos sirve para mucho. Como decía un amigo: “Los dramas son más dramas si tienen humor”

Ya que estamos: ¿No lo cambiaría por las videollamadas después de todo este tiempo? “No, no. La videollamada tiene un punto de estrés, porque además de que te miren tienes que estar mirando mientras que por teléfono puedes estar mirando a lo que sea y la mirada hasta se descansa. Pero la videollamada con el careto en primer plano…”, cuenta con cierto humor. El mismo que, por otra parte, tiene esta novela. Irune es una chica graciosa. “Es que el humor nos sirve para mucho. Irune tiene humor y no sabe ni siquiera que lo tiene. Como decía un amigo: “Los dramas son más dramas si tienen humor”. Es decir, que un drama es más creíble y llega más si tiene un poco de humor”, conviene Rodríguez. Y nos ayuda a sobrellevar la realidad. Con eso el humor tiene ya el cielo ganado.

En la última novela de Txani Rodríguez (Llodio, 1977) huele a productos químicos, papel, fábrica y solidaridad obrera. Huele también a lucha sindical, a hacer huelga por unos derechos, aunque a estas alturas uno casi sepa que a las pocas semanas se cerrará la fábrica, se dará un finiquito y todos para casa. Son ingredientes que no suelen ser habituales en las novelas recientes (hace solo unas semanas nos llegaba 'Amianto', de Alberto Prunetti). Su autora es consciente. ‘Los últimos románticos’ (Seix barral), dice ella en charla telefónica, “habla de un mundo que está extinto, el de la solidaridad entre los trabajadores. Se ha ido perdiendo por cómo funciona el sistema: ahora hay muchos eventuales… Es que ni las organizaciones sindicales alcanzarían, pero es que parece que nuestra voluntad ya no es implicarnos tanto…”. Por eso ella ha creado un personaje, Irune, que sí se implica. Incluso con sus vecinos. “Que tampoco es ya como antes cuando las comunidades de vecinos funcionaban realmente como comunidades de vecinos y la gente echaba un ojo a quien vivía al lado. Ahora ha sido en la pandemia cuando hemos descubierto quiénes viven en la puerta de al lado”, recalca. Lo bueno del coronavirus. ¿Lo malo? “Esto de que vamos a salir cambiados y mejorados lo cojo con pinzas”.

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