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El odio ha vuelto: 25 años de 'La haine', el filme de la guerra entre los pobres y la policía
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El odio ha vuelto: 25 años de 'La haine', el filme de la guerra entre los pobres y la policía

El odio sigue de actualidadLo importante no es la caída, sino el aterrizaje. El urbanismo determina las condiciones sociales de la ciudadanía. En mayo de 1995

Foto: Escena de 'La haine'.
Escena de 'La haine'.

Lo importante no es la caída, sino el aterrizaje. El urbanismo determina las condiciones sociales de la ciudadanía. En mayo de 1995 los visitantes del Festival de Cannes quedaron entre seducidos e indignados por un cartel con rango de soniquete: ¡Atención a 'El odio'! Se refería a la película del novel Mathieu Kassovitz, ganador del premio al mejor director del certamen y 'enfant terrible' del cine francés antes de ser el novio de Amélie, ese preludio de Instagram, saturaciones, flequillos, lo efímero y nuevas postales turísticas.

Entre ambas cintas media menos de una década y un mundo. Se cumplen cinco lustros del estreno de 'La haine' y revisitarla tiene cierto tinte gatopardiano al evocar la revuelta nacida en Minneapolis tras el asesinato de George Floyd a manos del agente Derek Chauvin. El discurso no sólo debe centrarse en el racismo, pues el balance entre centro y periferia comporta, como es comprensible, desigualdades sociales debidas a múltiples factores, desde la educación hasta las arquitecturas.

'La haine', rodada en un blanco y negro más sobrio de lo que a simple vista parece, es un 'Ulises' lateral de los años 90. Transcurre durante una jornada, y por la elección de personajes y circunstancias nos prepara a cada segundo hacia una serie de mensajes. El judío Vinz, interpretado por Vincent Cassel, el árabe Saïd y el negro Hubert son nuestros guías por el infierno de ser carne de periferia. La noche anterior a su largo deambular por sus dominios y Paris uno de sus amigos, otro chico de origen magrebí, ha sido herido de gravedad tras estallar disturbios con la policía.

Vinz, el más cateto del trío, lleva un revólver sustraído a las fuerzas del orden durante las reyertas; durante toda la odisea se pavonea de ir armado hasta prometer cargarse a un madero si Abdel muere en el Hospital. Hubert, boxeador, piensa en irse del suburbio para emprender otra existencia, casi sin inmutarse por la quema de su gimnasio. Está hecho de otra pasta y congenia con Saïd, un término medio entre la paz del púgil y la ira del tercer hombre, desastroso en cualquier situación, una rémora inevitable por aquello de la amistad y la pertenencia a una identidad compartida, con lo geográfico repartiendo las cartas de todas sus coincidencias, desde una cierta estética tipificada por modelos audiovisuales hasta la losa de su miseria, sin redención, como si fueran héroes de tragedia griega con el destino marcado al haber crecido en un lugar.

Extrarradios

A mediados de los años sesenta el bestialismo franquista quiso apuntalar su consonancia con otros modelos mediterráneos e intensificó la construcción de bloques en el extrarradio. Ya durante la inmediata posguerra se había optado por la verticalidad, visible durante su gestación en 'El verdugo', de Luis García-Berlanga, y concentrada en las afueras de Barcelona con esas moles de una pieza en el barrio de Bellvitge, en L’Hospitalet de Llobregat, pueblos en un solo edificio con aledaños ausentes de plazas y otros elementos esenciales para la convivencia de una comunidad. Este abandono comporta el brote de un sentimiento de grupo a partir del polígono, arquetipo habitacional de las periferias urbanas, con entramados urdidos por sus residentes y unas fronteras espaciales delimitadas para implicar una separación con el otro, sea este la ciudad reconocible o el siguiente enjambre de diferentes.

placeholder Barrio de Bellvitge, en L’Hospitalet de Llobregat
Barrio de Bellvitge, en L’Hospitalet de Llobregat

Pier Paolo Pasolini, asesinado en un ambiente similar aún más desvencijado, definió estas barriadas marginales como el tercer mundo del primer mundo, invisible por exigencias del guión para preservar la fachada sin aristas. Al denunciarlo con infinita crudeza en novelas y sus primeros largometrajes se ganó la ira de los responsables de no airear los trapos sucios, encolerizados con 'Accattone', su ópera prima detrás de la cámara, por mostrar sin tapujos cómo la gran esperanza de un hijo de las borgate era progresar de chulo a ladrón.

A mediados de los años sesenta el bestialismo franquista intensificó la construcción de bloques en el extrarradio

El pronóstico del italiano para el futuro de sus 'ragazzi di vitai, desheredados de la tierra y el foco, era una asimilación a los modelos burgueses desde la influencia de la televisión y el séptimo arte como moldeadores del imaginario, pero al existir una imposibilidad, más allá de la vestimenta, de igualarse a su anhelo la solución sería montar bandas mafiosas para controlar la economía sumergida, tema abordado en producciones como 'Roma Criminal', novela de Giancarlo de Cataldo adaptada con brillantez a la gran pantalla por Michele Placido y muy exitosa como serie televisiva.

La cuestión tiene muchos matices. Roberto Saviano repitió desde su perspectiva lo esgrimido en 'La Haine'. Los jóvenes expulsados de la homologación capitalista pueden mimetizarse con sus héroes de ficción a través de la ropa, y si en Nápoles Al Pacino y su Tony Montana cotizaban al alza cuando se escribió 'Gomorra' en la 'banlieue' parisina finisecular el rap, lo skin y la transgresión de mercadillo experimentaban su esplendor.

La prisión de los márgenes urbanos franceses se retrata casi a la perfección en 'La France périphérique: Comment on a sacrifié les classes populaires '(Flanmarion, 2015), de Christophe Guilluy; el autor de 'No Society' plantea un escenario donde la simple proveniencia del extrarradio es un obstáculo para ascender en el escalafón social, contraponiéndose con los habitantes de los barrios alejados del centro, pero integrados en la ciudad, sin merma en sus precarias posibilidades de ascenso.

Choque clasista

Esta discriminación, catapultada mediante un sinfín de aspectos a lo económico, se vertebra con muros de tinta china. En 'El odio' hay una escena muy significativa. El triunvirato abocado a la nada absoluta se cuela en un 'vernissage' artístico. Vinz se apoya en un cuadro, beben champagne, hurtan una tarjeta de crédito e intentan ligar con dos asistentes. El choque clasista es de lenguaje y desubicación. Son diseccionados como algo gracioso, como si fueran los animales por las calles durante las primeras semanas de la pandemia, con la salvedad que estos ocupaban su propiedad, mientras Vinz, Saïd y Hubert directamente no eran bienvenidos. Manchaban y ofendían. En 'Paseos con mi madre' Javier Pérez Andújar narra cómo un policía le pidió la documentación cerca de paseo de Gràcia. El autor tenía menos de veinte años y debió pasar ese trance por no tener pintas barcelonesas. Era un hijo real y metafórico de los murcianos de los años veinte y los charnegos pijoapartescos, vetados al molde de la capital por ser foráneos de origen y topografía.

Los barrios del sur y del este de Madrid, adonde llegaron en los cincuenta del siglo pasado la gente del campo, siguen siendo los más pobres

Pérez Andújar tiene la inmensa virtud de dar luz a lo omitido, oculto por decretos no escritos, quizá por eso los del Eixample o Malasaña frecuentan poco los márgenes. Les basta con su teatro, algo aparejado a las referencias de crímenes periféricos en comparación con el seguimiento de casos en el meollo de las metrópolis, más espectaculares y mediáticos, mientras los primeros sólo sirven para moralizar. Es de agradecer la valentía de Pérez Andújar y el fotógrafo Joan Guerrero con 'Su milagro en Barcelona' (Ariel), donde texto e imagen se funden para enseñar la riqueza de los nuevos catalanes de Santa Coloma, Cornellà y otros municipios del viejo cinturón rojo, ahora poblados por pakistaníes, colombianos, marroquíes y españoles en plena armonía.

Lo mismo se transpira en Madrid a tenor de las respuestas de Elvira Navarro a mis preguntas. Según la autora de 'La isla de los conejos' “Los barrios del sur y del este, adonde llegaron en los cincuenta del siglo pasado la gente del campo, siguen siendo los barrios más pobres, especialmente Vallecas, y eso no ha cambiado. Seguimos con el mismo modelo de ciudad, dividido por clases sociales. En lo que se refiere a lo demás, no hay diferencias notables, o yo no las he visto. Antes te llegaban Los Chichos y Los Chunguitos por la ventana, y ahora eso se mezcla con música latina, pero no sabes si son latinoamericanos quienes la escuchan o españoles, ya que lo latino lo ha petado. Antes sólo había bares de tapas, y ahora puedes comer una bandeja paisa o un arroz chaufa. Me parece también importante señalar que son los migrantes los que han dado nueva vida a barrios que ya estaban envejecidos.”

placeholder Vista del Estadio de Vallecas. (EFE)
Vista del Estadio de Vallecas. (EFE)

Hay otra cadena perpetua en todo el metraje de 'La haine'. Su jaula es doble porque tampoco dominan los códigos internos. Quieren volver a Muguets y fracasan en arrancar un coche cableándolo. Todo va bien, todo va bien, hasta que deja de irlo, y ellos ni siquiera asimilan los mecanismos de supervivencia señalados por imposición en su ADN barriobajero. Kassovitz se inspiró en el asesinato de un chico negro de 17 años, ejecutado de un disparo en la cabeza mientras estaba esposado en una comisaría parisina el 6 de abril de 1993. En 2005 octubre de 2005 los disturbios en la banlieue redundaron en el proverbial cuando París estornuda toda Europa se resfría. Los altercados alcanzaron otras urbes del Viejo Mundo y esa mecha renace de modo cíclico. El cine francés la recuperó hace poco con 'Les Misérables', de Lady Lj, de distinto pelaje a El Odio, sucediéndola con mimbres propios del siglo XXI, tanto en estructura de la trama como por su propuesta estética.

'La haine' es una obra de culto a celebrar por su ambición y el acierto, despistado, de querer reflejar un momento concreto y devenir universal por el estatismo, agravado no sólo por la gentrificación, de las periferias en el curso de la Historia Contemporánea. Estos días se ha dicho hasta su banalización que no hace falta ir a Estados Unidos para oler racismo. Sí, está en todas partes y el odio por el color de la piel sólo es una variante, o si quieren el peldaño inicial hacia lo irracional de ese pensamiento venenoso, excluyente como el nacionalismo.

Al final de 'El odio', un desenlace previsible no exento de sorpresa, lo más destacable es el paisaje urbano, con esos no lugares del suburbio vivificados por sus ocupantes, expuestos a una fachada idealizada para tapar ese horror aparcado al lado de lo aceptado en lo normativo, lo visible. Baudelaire y Rimbaud son testigos mudos de la última bala de la partida. Si preguntáramos a Vinz, Said y Hubert por el nombre de esos perfiles pagados con dinero público suspenderían el examen.

Lo importante no es la caída, sino el aterrizaje. El urbanismo determina las condiciones sociales de la ciudadanía. En mayo de 1995 los visitantes del Festival de Cannes quedaron entre seducidos e indignados por un cartel con rango de soniquete: ¡Atención a 'El odio'! Se refería a la película del novel Mathieu Kassovitz, ganador del premio al mejor director del certamen y 'enfant terrible' del cine francés antes de ser el novio de Amélie, ese preludio de Instagram, saturaciones, flequillos, lo efímero y nuevas postales turísticas.

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