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Los 15 minutos más bellos de Gianni Bugno antes de que Induráin lo destruyera
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Los 15 minutos más bellos de Gianni Bugno antes de que Induráin lo destruyera

Adelantamos las primeras páginas del nuevo libro del periodista Guillermo Ortiz titulado 'El chico que quería ser Gianni Bugno (Contra), un retrato magnífico de toda una época

Foto: Gianni Bugno y Miguel Indurain en el Tour de Francia de 1991
Gianni Bugno y Miguel Indurain en el Tour de Francia de 1991

Es una tarde de julio de 1991. Cualquier tarde de la primera semana del Tour de Francia. Etapa llana; calor y familias en las cunetas celebrando un picnic. Puede que sea incluso domingo, qué más da: el día trascurre entre el sopor habitual, solo algún escarceo en alguna cuesta, corredores de segunda fila en busca de su momento de gloria. Estoy en casa de mis padres, tengo catorce años y una cierta tendencia al fatalismo. Al fatalismo adolescente y al fatalismo deportivo: todo aficionado español criado en la década de los ochenta se acostumbró al "no pudo ser" como forma de vida.

Ahora bien, que no pueda ser no quiere decir que no vayamos a intentarlo. Hace tres años de la victoria de Pedro Delgado y la adrenalina todavía acompaña las sobremesas. Acabó el colegio y queda Madrid en verano, con sus incertidumbres y sus improbabilidades. Una ciudad pensada para cualquier otro mes, cualquier otra estación. En el televisor los ataques se suceden sin mayor entusiasmo, casi como una rutina, un pasatiempo, hasta que Abdoujaparov o Van Poppel o Konyshev se jueguen el triunfo con su baile habitual de bicicletas.

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Editorial Contra

[Guillermo Ortiz (Madrid, 1977) es filósofo, escritor y colaborador de distintos medios de comunicación. Autor de 'Ganar es de horteras' (Ediciones JC, 2012) o el 'Compendio deportivo' (2014) de la Editorial Debate, ha hecho de la nostalgia de los ochenta y los noventa un género propio tanto en literatura como en redes sociales. Su último libro al respecto es 'El chico que soñaba con ser Gianni Bugno' (Contra), cuyas primeras páginas adelantamos aquí y del que Manuel Jabois ha escrito: "Hay dos maneras de ser Bugno: soñándolo o leyendo este libro que te devuelve a la época magnífica en que todo aún era posible". Se puede comprar aquí]

En ocasiones, tengo la sensación de que está a punto de comenzar algo, pero no sé muy bien el qué. Soy tan malo con los principios como con los finales. Algo parecido a una promesa, a una canción de Paul McCartney. Algo distinto, que va más allá de la palabra «instituto». La felicidad, quizá, quién sabe. El fin del fatalismo o su continuación; un antes y un después. Empieza lo serio, lo puedo sentir en las camisas improbables de Parker Lewis o en la melancolía del "Set Adrift on Memory Bliss". La estética. Empieza la estética o, más bien, la definición de la estética, algo completamente irrelevante a los once, a los doce, a los trece años...

Está completamente acoplado a su bicicleta y no hay un solo gesto de sufrimiento en su rostro. No es solo elegancia, es belleza

Empieza también el amor. O quizá debería escribirlo con mayúsculas, porque el amor de discoteca "light" y roce de manos en el cine ya venía de antes. Hablo del amor como gran objetivo vital, como medida de todas las cosas. Ese soy yo: el adolescente que desea enamorarse pero que cree que no podrá conseguirlo nunca. El niño hombre que sigue escuchando la voz monótona y socarrona de Pedro González cuando de repente observa algo insólito y se incorpora en el sofá: uno de los favoritos ha atacado y el resto le deja ir. Es un momento mágico. El ciclista pedalea, pero parece no moverse. La sensación que queda al ver la imagen es que él está quieto y es todo lo demás —las familias, los arbustos, los manteles— lo que se mueve, como en una película de los años cincuenta. Está completamente acoplado a su bicicleta y no hay un solo gesto de sufrimiento en su rostro. No es solo elegancia, es belleza: es Gianni Bugno, sereno, gafas de sol cubriendo sus ojos claros, vestido con su maillot de campeón de Italia; ese verde, blanco y rojo recién ganado a Chioccioli y a Chiappucci.

Bugno y la calma como premisa. Una calma que parece contagiosa y que, quizá por eso, dura más de lo previsto mientras de fondo suena en bucle el 'Apache' de los Shadows. Es un ataque algo gratuito, porque todos sabemos que no va a ningún lado, que tarde o temprano el ZPeugeot de Greg LeMond o el propio Banesto de Delgado e Induráin saldrán a su encuentro, por no hablar de los equipos de los sprinters... Sin embargo, de momento, ahí lo dejan, como si quisieran mirarlo desde la distancia, estudiarlo, analizarlo, deleitarse antes de destruir la estampa.

Bugno en colores y la vida de espectadora. Cómo no enamorarse.

Ganar a Bugno

El resto es de sobras conocido. El italiano, llamado a ser el líder de su generación, se encontró con un Miguel Induráin que lo adelantó por la derecha y le condenó a una sucesión de segundos y terceros puestos, depresiones y visitas al psicólogo. No voy a decir que yo no disfrutara con los triunfos de Induráin, porque sería mentira, pero siempre había un punto de culpa en mis celebraciones: ganar a Bugno tenía algo de inmoral. Al fin y al cabo, Bugno perdía siempre, pero no porque le diera igual perder —ahí no había nada de estética en el italiano—, sino porque ganar implicaba demasiada responsabilidad, demasiados sacrificios para un hombre que creía que el talento bastaba para todo, que se podía ser Coppi, 'il Campionissimo', solo con que la prensa lo repitiera hasta la saciedad.

Para cuando Induráin ganó su tercer Tour y quedó claro que el palmarés de Gianni iba a limitarse a ese Giro de Italia de 1990 que ganó siendo 'maglia rosa' de la primera a la última etapa, yo ya tenía dieciséis años y una lista propia de fracasos a mis espaldas. Me quedaba al menos el consuelo de jugar bonito, de intentar jugar bonito, aunque no 12 guillermo ortiz siempre lo consiguiera. Me quedaba quieto y el mundo pasaba detrás de mí, a veces a demasiada velocidad, tanta que no sabía cómo hacerlo parar. Disfrutar de Induráin era muy fácil, tan fácil que caí en la tentación varias veces. Sufrir con Bugno tenía algo de místico, de 'elegido'. La estética suele ir acompañada de pedantería y elitismo, y así era en mi caso.

Disfrutar de Induráin era muy fácil, tan fácil que caí en la tentación varias veces

Yo soñaba con ser Gianni Bugno por mucho que incluso Forges se burlara de él en sus viñetas de El País. Gianni en ciclamino en el Giro de 1994 mientras Telecinco nos intentaba vender compresores; Gianni doble campeón del mundo; Gianni en la épica de los tifosi, que le escribían en las laderas del Mortirolo "Facci sognare, Gianni, facci sognare", justo antes de que Gianni se quedara en el grupo trasero, pensando quizá en sus divorcios, en sus complejos. El hombre tranquilo convertido con el tiempo en un hombre atormentado. El adolescente convertido en adulto.

La vida mancha, dijo aquel, y a Bugno le dejó la cara llena de barro. Con los años y con las derrotas, la leyenda de Bugno se hizo más fuerte, más creíble, más humana. Antes de retirarse, en 1998, se llevó una etapa de la Vuelta, majestuoso y solitario, llegando a Canfranc por delante de Santi Blanco, el llamado a ser el gran héroe romántico de la siguiente década. Tenía treinta y cuatro años y había acabado en esa farmacéutica que era el Mapei. De hecho, ya le habían sancionado dos años en 1994 por un positivo —aquellos años locos del doctor Conconi y sus discípulos Ferrari y Cecchini—, aunque había acabado cumpliendo solo dos meses. Eso no cambió en absoluto mi visión de Bugno. Después de todo, al ciclismo hay que quererlo tal y como es; tal y como lo quería Anquetil, por ejemplo. Sin hipo-cresías. Querer el deporte como se niegan a quererlo los deportistas, siempre ofendidos. El mundo se hundía y nosotros nos enamorábamos. Los druidas repartían sus pociones y nosotros nos quedábamos mirando la imagen estática del héroe que solo sabía sufrir por dentro. El ciclismo empezó mucho antes y acabó después, pero ese día, esa escapada, esos quince minutos de belleza, quedarían para siempre.

Es una tarde de julio de 1991. Cualquier tarde de la primera semana del Tour de Francia. Etapa llana; calor y familias en las cunetas celebrando un picnic. Puede que sea incluso domingo, qué más da: el día trascurre entre el sopor habitual, solo algún escarceo en alguna cuesta, corredores de segunda fila en busca de su momento de gloria. Estoy en casa de mis padres, tengo catorce años y una cierta tendencia al fatalismo. Al fatalismo adolescente y al fatalismo deportivo: todo aficionado español criado en la década de los ochenta se acostumbró al "no pudo ser" como forma de vida.

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