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Los lunes sin Michael Jordan: divinamente humano, humanamente divino
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Los lunes sin Michael Jordan: divinamente humano, humanamente divino

Diez capítulos después, termina el documental de Netflix sobre el mayor atleta de todos los tiempos y deja huérfano el primer día de la semana

Foto: Michael Jordan en 'The last dance', de Netflix
Michael Jordan en 'The last dance', de Netflix

Los ojos enrojecidos, el vaso de wishky, el habano, la tripa incipiente, la postura descuidada en el sillón de su mansión playera. No cabe contrafigura más terrenal del propio Michael Jordan respecto a la ingravidez y estética que representan su reputación del mayor atleta que conocieron los tiempos. No solo los contemporáneos. La jerarquía de Jordan también concierne los orígenes mismos del deporte en Olimpia. Cuando nació el atletismo como estilización de la guerra. Y cuando la perfección del cuerpo adquirió la medida del universo, en sus cánones y proporciones armónicas.

Es la perspectiva desde la que tiene especial sentido la relación de Jordan con la personificación del aire. Carl Lewis era el hijo del viento. Jordan es el viento mismo. La propia identificación con su marca de zapatillas, Nike, redunda en la etimología del sustantivo griego: 'niké', la victoria.

Michael Jordan es una criatura de alas invisibles a quien no asusta convertirse en terrenal. Le sucedía a los dioses grecolatinos. Sublimes, imperfectos, divinamente humanos, humanamente divinos. Y más propicios a la idolatría que las deidades inalcanzables y abnegadas del monoteísmo.

Nos hemos quedado sin planes estos lunes de confinamiento. Creíamos que el documental de Netflix sobre Jordan, 'The last dance', se iba a prolongar al menos hasta el regreso a la antigua normalidad, pero los diez episodios del serial se nos han escapado de las manos como Jordan se fugaba de los defensores sobre la pista. Ni siquiera los Pistons pudieron atraparlo con las redadas y reyertas que le organizaban entre las rejas del playground.

¿Censura?

Los detractores del documental reprochan al número 23 la pretensión de haber tiranizado o censurado el contenido. Él mismo lo ha producido y él mismo fija la doctrina en el sitial de su castillo, pero 'The last dance' no puede considerarse una hagiografía. De haberlo sido, no hubiera aparecido el accidente mortal de su padre, no se habría aireado su afición al juego ni habría trascendido su pasividad delante de los compromisos políticos. Barack Obama lamenta en un pasaje del documental que Jordan hubiera eludido cualquier implicación en la causa de los afroamericanos, ni siquiera cuando se dirimía la candidatura de un senador demócrata y negro en el estado de North Carolina donde el propio jugador había conocido y vivido la discriminación racial. “Los republicanos también compran zapatillas”, objetaba Jordan. La sentencia todavía le persigue y forma parte de los argumentos buenistas que aspiran a destronarlo.

Jordan no es un filántropo, es un mago, un dios, un prodigio de estética, pero además un tipo egoísta, egocéntrico, feroz e injusto

Jordan no habría sido suficientemente ejemplar, proclaman sus opositores. También le reprochan la copa de Lagavulin y la afición al black jack, pero el debate de la santidad palidece cada vez que Jordan tiene un balón entre las manos. No hay por qué exigirle ni el activismo ni el compromiso social. Jordan no es un pedagogo ni un filántropo, es un mago, un dios, un prodigio de estética, pero además un tipo egoísta, egocéntrico, despiadado, feroz, injusto, rencoroso y hasta justiciero. Se diría que la verdadera competitividad se la proporcionaban los desafíos de sus rivales. Una palabra, un gesto, un insulto, una blasfemia, engendraban el escarmiento de un plan de venganza. Jordan represaliaba cualquier intento de derrocamiento. No cabía mayor error que provocarlo. Sobrevenía entonces la purga, la venganza.

De hecho, conserva una memoria enfermiza de los jugadores que lo contrariaron -de Isaiah Thomas a Gary Payton-, aunque también revienta a llorar cuando expone los motivos de la tiranía: era él quien recibía toda la presión, quien condujo el equipo al hito de los seis anillos, quien inoculó a los Bulls el gen de la victoria, quien decidió los partidos fundamentales, quien oprimió a los colegas, quien sirvió de pantalla al acoso de la prensa, quien incitó la idolatría, quien recomendó los pactos diabólicos -el fichaje de Denis Rodman- y quien definió su propia envergadura cuando decidió marcharse. No ya en el intermedio que precipitó su estrafalaria y efímera aventura en el béisbol, sino con la decisión de abandonar definitivamente los Bulls en 1998. Fue “el último baile” y la reacción solidaria al cese de Phil Jackson como entrenador de los milagros. Se lo había anunciado Jerry Krause, general manager del equipo y víctima sacrificial del documental que nos ocupa.

Era él quien recibía toda la presión, quien condujo el equipo al hito de los seis anillos, quien inoculó a los Bulls el gen de la victoria

'The last dance', en efecto, se recrea cruelmente en el antagonismo de Jordan y Krause. El guapo y el feo, el flaco y el gordo, el alto y el bajo, el ángel y el demonio, el artista y el burócrata. La caricaturización funciona como argumento animador del serial, pero relativiza y descuida toda la importancia que desempeñó Krause en la ingeniería de la franquicia de Chicago. Y no solo por haber drafteado a Jordan. Fue suya la decisión de fichar a Phil Jackson, de alistar a Kukoc. Se trabajó la incorporación de Rodman. Y diseñó un equipo feroz al que Jordan aportaba, indudablemente, la diferencia cualitativa que media entre el cielo y la tierra.

De ahí su ingravidez, su naturalidad y hasta su armonía. Parecida a Federer en la pista de tenis o a Mohammed Alí en el ring, aunque Jordan está un peldaño arriba en el Olimpo por razones de estética sobrenatural y porque no teme desmoronarse delante de sus fanáticos.

Sucede en la octava entrega. Jordan está en el suelo del vestuario, boca abajo, llorando. Acaba de ganar el cuarto título. Y evoca la muerte de su padre, el día del padre mismo. Conocíamos la imagen, pero es ahora cuando ha trascendido el sonido. Una psicofonía, una voz de ultratumba que recuerda al llanto de Aquiles. Porque Jordan no nació en Nueva York hace 57 años. Lo hizo probablemente en Troya hace muchos siglos.

Los ojos enrojecidos, el vaso de wishky, el habano, la tripa incipiente, la postura descuidada en el sillón de su mansión playera. No cabe contrafigura más terrenal del propio Michael Jordan respecto a la ingravidez y estética que representan su reputación del mayor atleta que conocieron los tiempos. No solo los contemporáneos. La jerarquía de Jordan también concierne los orígenes mismos del deporte en Olimpia. Cuando nació el atletismo como estilización de la guerra. Y cuando la perfección del cuerpo adquirió la medida del universo, en sus cánones y proporciones armónicas.

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