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Cosas raras (un relato)
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decamerón 20 20

Cosas raras (un relato)

Hemos reclutado a los mejores escritores en español para que nos brinden historias con que resistir al encierro; nuestra invitada de hoy es Alba Carballal. Relájense y disfruten

Foto: El Demogorgón
El Demogorgón

Laurita sólo buscaba dos cosas: cariño y monstruos. Y en aquella habitación, atestada de estatuillas religiosas, pinturas falsas de mujeres desnudas y colores chillones, había bastante de ambas. Golpeó sin querer la parte inferior del colchón con la cabeza, y temiendo hacer ruido suficiente como para delatarse, cerró los ojos. Sin embargo, no había peligro: Bárbara siempre se pintaba con un disco de George Michael sonando a todo trapo. Qué pena de hombre, pensaba cada vez que sonaba 'Faith', y todavía, de manera inconsciente, lo pensaba más por marica que por muerto. Laurita se acercó, reptando, para verla bien. No había duda, tenía que ser ella. El movimiento de sus uñas repiqueteando sobre el tocador, preciso, delicado, era la dulce antesala de su transformación en el Demogorgon de la primera temporada, o en el Azotamentes de la segunda, o como poco en uno de esos zombis que alimentaban con su carne el poder letal del arácnido que casi termina con la vida de Once. Laurita sonrió, los ojos repletos de una luz antigua que parecía haber surgido cuando la única puerta del bajo comercial reacondicionado como vivienda en el que residía Bárbara se cerró con ella dentro: era excitación. Bárbara no quería recibir a aquel cliente, que ya había ido a su piso otras veces y le provocaba una repugnancia atávica, pero no le quedaba más remedio que dejar a un lado los remilgos si quería seguir siendo independiente y a la vez pagar el alquiler. La raya, la del ojo, enmarcaba lágrimas futuras. De las otras rayas, por suerte, ya ni se acordaba.

***

BÁRBARA: (a la niña) Si te cojo te parto los dientes.

POLICÍA: Bueno, señora, cálmese, que todavía la meto al calabozo. Les voy a tomar declaración a las dos juntas, a ver si así me entero de qué es lo que ha pasado. Laura, ¿te llamas Laura, no? No te asustes. Luego podrás llamar a tus padres.

BÁRBARA: (irónica) ¿Y a quién llamo yo, señor agente?

Bárbara Cuéllar Pérez, española, mayor de edad, con DNI 33868731-C, de estado civil soltera, con domicilio en el número 7 de la calle del Desengaño, en Madrid; y Laura Martín Félix, española, menor de edad, con DNI XXXXXXXX-X (desconocido), con domicilio en el número 26 de la Avenida de Europa, en Pozuelo de Alarcón (Madrid), relatan los siguientes

HECHOS

Doña Bárbara Cuéllar Pérez, en adelante la propietaria...

BÁRBARA: De propietaria nada, rico, que vivo de alquiler.

, en adelante la INQUILINA, se encontraba maquillándose en su domicilio cuando Laura Martín Félix, en adelante la niña, se coló en su casa y se metió bajo la cama.

LAURITA: Eso es mentira, señor policía. Yo entré antes de que ella llegase a la cueva del portal, y cuando oí las llaves me escondí debajo de la cama.

BÁRBARA: Sí, del portal de Belén, no te jode la niña esta. Que te digo yo que entró después, que me habría enterao, coño, que cuando llego me siento en la cama pa' quitarme los tacones y ahí debajo no había nadie.

(…) se encontraba (maquillándose en su domicilio / fuera del piso) cuando Laura Martín Félix, en adelante la niña, se coló en su casa (antes / después) y se metió bajo la cama.

***

Cuando el hombre monstruo timbró, ella le abrió la puerta, y aunque hubiera querido ya no habría podido zafarse; una fuerza horrible que cristalizó en sus manos de monstruo y surgió de sus entrañas de monstruo los acercaba uno a otro, los imantaba, los hacía interdependientes —qué más da si por dinero o por reafirmación— como en una simbiosis natural, o mejor, como en una relación parasitaria en la que no se sabe quién daña más a quién. Dos monstruos anónimos, sin escrúpulos ni vergüenzas a la vista; un azotamentes y un demogorgon como los de la serie americana, pero ambos escritos con letra minúscula: eso fue lo que la niña percibió desde su escondrijo bajo la cama que compartían. Un monstruo que escupía, hería, arañaba, pegaba y torturaba a otro, sin duda más débil pero, incluso en la derrota, igual de aterrador. Dos bombillas parpadeantes, en cualquier caso, extinguiendo su luz a golpes. Sus puños de niña se cerraron ante la injusticia: ella ya intuía de parte de qué monstruo estaba. Antes de salir a interpretar su papel pensó, sin darse mucha importancia, que en un par de minutos salvaría el mundo.

***

(…) Las dos partes implicadas declaran haber visto a Rubén Elorza Pérez, español, mayor de edad, con DNI 04546671-L, de estado civil casado, con domicilio en el número 5 del Paseo de la Reina Cristina, en Madrid, en adelante el cliente,

LAURITA: El monstruo.

POLICÍA: No puedo poner eso aquí, Laura.

LAURITA: Pues el Azotamentes.

, en adelante el AZOTAMENTES, entrar al domicilio de la inquilina después de llamar al timbre. El Azotamentes habría agarrado a la inquilina por el pelo y la habría arrastrado (sic., según la niña) hasta la cama. A partir de este punto las versiones de ambas declarantes difieren. La niña asegura que el Azotamentes le propinó una paliza a la inquilina, y la inquilina declara que todo formaba parte de un “rollo sexual pactado” (sic.).

BÁRBARA: Detente ahí un momento, salao. Justo ahí fue cuando la niñata hizo lo que te conté antes, y quiero que lo escribas bien claro.

***

Laurita no lo sabía en aquel momento: en realidad fue después, al hundir la navaja de su padre en la tripa del Azotamentes con la fuerza de una niña con poderes psíquicos, cuando se dio cuenta de que ella también llevaba un tiempo muerta. Por dentro, eso sí, que es como se mueren las niñas burguesas de la periferia rica de Madrid. El Azotamentes se dio la vuelta y, antes de romper tres de las baldosas hidráulicas que formaban el suelo del apartamento, casi la agarra por el cuello. Laurita se escabulló. El Azotamentes balbuceó, gesticuló, abrió mucho los ojos, movió un poco los labios: “te voy a matar”. Al rato, por fin, se quedó tieso. Laurita, que había conseguido escapar de la ira del Azotamentes, no pudo librarse también de la mala baba del Demogorgon. “¿Qué has hecho, hija de puta?”. Puta: la niña Laurita aún no sabía lo que significaba esa palabra.

***

POLICÍA: ¿Fue así, Laura?

LAURA: Señor policía, lo hice porque me asusté. Pensaba que ella (mira a Bárbara) estaba en peligro.

POLICÍA: Tranquila, cariño. No pasa nada.

BÁRBARA: No, si algo está claro es que las niñas bien nunca pagan por sus faltas.

POLICÍA: Señora, esta pobre hizo lo que hizo para salvarle a usted la vida. Y usted no tenía derecho a ponerle la mano encima. ¿Por qué le pegó una torta?

BÁRBARA: Mira, cariño, a mí tampoco me gustaba mucho ese tío, pero era un cliente de los buenos, y qué quieres que te diga, en peores plazas hemos toreado. ¡Y la puta cría se lo cargó! ¡Y encima me llamó perra del demonio!

LAURITA: Eso no es verdad, señor policía. Yo dije demoperra.

POLICÍA: ¿Demoperra?

LAURITA: Sí, ya sabe, demoperra, como el Demogorgon de la primera temporada, pero cuando era pequeño. Como un bebé.

POLICÍA: Ya, ya. (A Bárbara, socarrón) Entonces, ¿me confirma usted que no oculta en su domicilio ningún atajo a otra dimensión que la policía deba conocer? ¿Un portal al Mundo del Revés, quizás?

BÁRBARA: ¿Del revés? Del revés le voy a volver la cara a la niña esa como no se calle.

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'Tres maneras de inducir un coma'

* Nuestra invitada en esta ocasión es la escritora Alba Carballal (Lugo, 1992), arquitecta por la Universidad Politécnica de Madrid y estudió Derecho en la UNED. Ha trabajado como traductora y escribe habitualmente en medios como Arquitectura Viva y la web literaria Zenda. En 2016 obtuvo una beca de residencia literaria en la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores de Córdoba, durante la que desarrolló su primera novela, 'Tres maneras de inducir un coma' (Seix Barral).

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En el siglo XIV la peste azotó Italia. Giovanni Boccaccio escribiría años más tarde una obra cumbre de la literatura universal: el Decamerón, donde diez amigos huyen de Florencia a una villa campestre y matan el tiempo contándose historias ligeras, picantes y divertidas. El Decamerón nos recuerda qué importante es la evasión cuando el terror de la enfermedad oprime a los hombres, y en El Confidencial no estamos dispuestos a que las noticias sobre el coronavirus sean todo cuanto tenemos que ofrecerles. Les abrimos en esta sección una puerta abierta a otros paisajes. Hemos reclutado a los mejores escritores para que nos brinden historias que nos sirvan como mascarillas del espíritu, para protegernos del virus de la obsesión. Podrán leerlos miércoles, viernes y domingos.

Si lo desean, pueden enviarnos sus historias a decameron2020@elconfidencial.com

Laurita sólo buscaba dos cosas: cariño y monstruos. Y en aquella habitación, atestada de estatuillas religiosas, pinturas falsas de mujeres desnudas y colores chillones, había bastante de ambas. Golpeó sin querer la parte inferior del colchón con la cabeza, y temiendo hacer ruido suficiente como para delatarse, cerró los ojos. Sin embargo, no había peligro: Bárbara siempre se pintaba con un disco de George Michael sonando a todo trapo. Qué pena de hombre, pensaba cada vez que sonaba 'Faith', y todavía, de manera inconsciente, lo pensaba más por marica que por muerto. Laurita se acercó, reptando, para verla bien. No había duda, tenía que ser ella. El movimiento de sus uñas repiqueteando sobre el tocador, preciso, delicado, era la dulce antesala de su transformación en el Demogorgon de la primera temporada, o en el Azotamentes de la segunda, o como poco en uno de esos zombis que alimentaban con su carne el poder letal del arácnido que casi termina con la vida de Once. Laurita sonrió, los ojos repletos de una luz antigua que parecía haber surgido cuando la única puerta del bajo comercial reacondicionado como vivienda en el que residía Bárbara se cerró con ella dentro: era excitación. Bárbara no quería recibir a aquel cliente, que ya había ido a su piso otras veces y le provocaba una repugnancia atávica, pero no le quedaba más remedio que dejar a un lado los remilgos si quería seguir siendo independiente y a la vez pagar el alquiler. La raya, la del ojo, enmarcaba lágrimas futuras. De las otras rayas, por suerte, ya ni se acordaba.

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