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Alicia en el túnel
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decamerón 20 20

Alicia en el túnel

Hemos reclutado a los mejores escritores en español para que nos brinden historias con que resistir al encierro; nuestra siguiente invitada es la escritora Elvira Navarro. Relájense y disfruten

Foto: 'Alicia en el túnel'. EC
'Alicia en el túnel'. EC

Quizás la primera vez que vio algo raro, sobrenatural, aunque en ese momento no le habría dado aquel nombre, fue una mañana en la que, bajo un nublado resplandeciente y pesado, salió a pasear. Ya había recorrido casi todas las avenidas de alrededor, avanzando únicamente por las que tenían cierta densidad urbana. Tomaba esta precaución por seguridad, y también por pereza, pues, si se cansaba, siempre podía coger el metro o un autobús. Pero empezaba a aburrirse de los mismos trayectos.

Llevaba cerca de dos meses viviendo en Saint-Ouen, una 'banlieue' de París, y acudiendo diariamente a la universidad que llamaban París 8, en Saint-Denis, cuyo centro conservaba un trazado de ciudad pequeña, con numerosas brasseries, kebabs, carnicerías halal, peluquerías, negocios de electrónica y un mercadillo en torno 'al marché'. Aquello era la suficientemente grande y vivo para no tener la impresión de suburbio deprimido, aunque apenas se desplazaba un poco del 'centre ville' proliferaban los bloques y experimentaba una sensación de imposibilidad, de despojo cobrando una vida extraña, como una ciudad dentro de otra ciudad o países enteros dentro de una carcasa. Casi todas las mujeres árabes llevaban hiyab, algunas, burka. La petite Espagne, le habían dicho que llamaban antaño a todo aquel departamento por la cantidad de españoles exiliados y emigrados, el más pobre de la Francia metropolitana. Continuamente salían en la prensa titulares del estilo: “1,6 millones de personas con problemas sociales endémicos muy graves”. Ella caminaba sin descanso por Saint-Denis y por Saint-Ouen, y también por París, que se extendía hacia el sur, como una quimera donde no se advertían límites.

Fue breve, como una fina ráfaga de viento caliente que se abría paso entre capas de aire congelado

Ese día se quedó en Saint-Ouen, y en vez de una avenida principal que le asegurara autobuses de vuelta a su alojamiento, tomó la calle Pauline Talabot, avanzó un buen trecho en línea recta, entre edificios nuevos y otros no tanto; luego callejeó un rato, y fue ahí cuando empezó a cambiar su percepción, tal vez por toparse con una colonia de casas blanquísimas que la arrojó a una suerte de resplandor, a alucinar con que estaba en el sur; incluso sintió calor a pesar de que era enero, hacía cuatro grados y se le había olvidado el gorro. Fue breve, como una fina ráfaga de viento caliente que se abría paso entre capas de aire congelado. En realidad, no podía decir si la sensación sofocante había venido de fuera o de su cuerpo, pues el frío la hacía caminar deprisa. Aunque se había propuesto huir del tráfico de las vías principales, acabó en algo parecido.

Tras pasar bajo un puente antiguo que soportaba las vías del tren, llegó a una avenida de cinco carriles por la circulaban escasos coches. A ambos lados se sucedían los descampados de césped sucio y embarrado y edificios de aspecto oficial, parecidos a esos soviéticos centros administrativos y sociales de los distritos, con la diferencia de que estos estaban clausurados. Entre unos muros sobre los que caía una hiedra de hojas comidas por algún tipo de hongo, se abría un solar con una carpa de colores, parecida a la de un circo, aunque aquello no era un circo, sino un parking para camiones. La carpa y los camiones generaban un efecto anómalo, desacompasado. Miró el reloj; llevaba una hora andando, y quiso preguntar a alguien dónde estaba, pero allí no había un alma. Le pareció que hacía semanas que no se cruzaba con nadie.

Gritó y dio media vuelta, pero sus pasos siguieron trazando una caída libre, como si sólo hubiera una única dirección

Era incapaz de bosquejar mapas mentales, pero siempre guardaba memoria del camino. Sin embargo, en ese momento no se acordaba de nada. Decidió seguir la avenida, cada vez con más desesperación. Los carriles se transformaron en un declive, como si descendieran a las entrañas de la tierra. Aquel espacio no era racional; ella se había convertido en una Alicia cayendo por una madriguera. Las calles desaparecieron, y todo se redujo a una tapia junto a una acera pequeña por la que descendía sin descanso. Gritó y dio media vuelta, pero sus pasos siguieron trazando una caída libre, como si sólo hubiera una única dirección, un destino ineludible, hasta que la distorsión cesó y apareció el Sena, su ribera con unos cuantos árboles flacuchos y sin hojas, las chabolas en las márgenes con sus techos impermeabilizados con plásticos azules. Esas barracas, hechas con tablones de madera y chapa, tenían ventanas y puertas de PVC, cuyos acabados perfectos hacían que las paredes parecieran excrecencias.

Estaba frente al Estadio de Francia, aunque en la orilla contraria; las piernas le temblaron, pues no había cruzado el río. ¿Cómo había llegado hasta allí? Le costó respirar con todos los coches rugiendo en el puente; miró aquellas aguas que tenían un color turbio, gélido; el sonido había vuelto de golpe, al igual que el movimiento. En el móvil vibró un mensaje de su amiga Esther para recordarle su cita. Habían quedado en Saint-Denis Basilique, y aunque podía llegar a pie —la brasserie adonde iba a almorzar con su amiga estaba a menos de dos kilómetros y disponía de cuarenta y cinco minutos—, corrió, primero a toda velocidad, y luego a trote cochinero. Cuando llegó, aún estuvo un cuarto de hora sentada a solas, delante de una cerveza y bajo una chimenea de gas, con los pies ateridos y la cabeza ardiendo.

Tuvo la certeza de haber asistido a una suerte de torsión espacial. Más tarde, cuando le contó lo que le había pasado a su amiga, le explicó que aquella sensación era similar a cuando se perdía en su propia calle, a esa locura transitoria fruto de cambiar de perspectiva sin darse cuenta, por ejemplo cuando de niña cruzaba de acera y observaba la panadería en la que todas las mañanas compraba la empanada del desayuno sentada en el escalón de algún portal en el que jamás se había detenido. Conforme le daba esta explicación, en la que deseaba creer con todas sus fuerzas, notaba cómo la angustia le subía desde el estómago. Incluso le pareció que algo se movía bajo sus pies, una ciudad subterránea y mutante que le lanzaba un mensaje de advertencia: la realidad no es lo que ves, ni lo que piensas.

placeholder 'La isla de los conejos' (Random House)
'La isla de los conejos' (Random House)

* Elvira Navarro (Huelva, 1978) es escritora y vive en Madrid. Su último libro es 'La isla de los conejos' (Random House), once perturbadores relatos que la confirman como una de las grandes de la narrativa española actual.

En el siglo XIV la peste azotó Italia. Giovanni Boccaccio escribiría años más tarde una obra cumbre de la literatura universal: el Decamerón, donde diez amigos huyen de Florencia a una villa campestre y matan el tiempo contándose historias ligeras, picantes y divertidas. El Decamerón nos recuerda qué importante es la evasión cuando el terror de la enfermedad oprime a los hombres, y en El Confidencial no estamos dispuestos a que las noticias sobre el coronavirus sean todo cuanto tenemos que ofrecerles. Les abrimos en esta sección una puerta abierta a otros paisajes. Hemos reclutado a los mejores escritores para que nos brinden historias que nos sirvan como mascarillas del espíritu, para protegernos del virus de la obsesión. Podrán leerlos miércoles, viernes y domingos.

Si lo desean, pueden enviarnos sus historias a decameron2020@elconfidencial.com

Quizás la primera vez que vio algo raro, sobrenatural, aunque en ese momento no le habría dado aquel nombre, fue una mañana en la que, bajo un nublado resplandeciente y pesado, salió a pasear. Ya había recorrido casi todas las avenidas de alrededor, avanzando únicamente por las que tenían cierta densidad urbana. Tomaba esta precaución por seguridad, y también por pereza, pues, si se cansaba, siempre podía coger el metro o un autobús. Pero empezaba a aburrirse de los mismos trayectos.

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