Es noticia
Todo empezó con Zapatero: la deriva oscurantista del progresismo reaccionario
  1. Cultura
prepublicación

Todo empezó con Zapatero: la deriva oscurantista del progresismo reaccionario

Ofrecemos a continuación por su relevancia un adelanto editorial del nuevo libro del filósofo y economista Félix Ovejero titulado 'Sobrevivir al naufragio' (Página indómita)

Foto: José Luis Rodríguez Zapatero hace el gesto de la ceja en un mitin en Murcia en 2011. (EFE)
José Luis Rodríguez Zapatero hace el gesto de la ceja en un mitin en Murcia en 2011. (EFE)

Me permitirá el desocupado lector que comience este libro con una historia que no evita la primera persona. Los prólogos toleran tan impúdico género. Todo empezó en junio del 2000, cuando el XXXV Congreso Federal del PSOE, tras la dimisión de Joaquín Almunia, eligió a José Luis Rodríguez Zapatero como secretario general. Zapatero era lo que suele llamarse un 'apparátchik', ese tipo de político que, sin más méritos que la paciencia mineral y la discreción, asciende poco a poco en el escalafón del partido hasta recalar en algún cargo intermedio desprovisto de turbulencias. Como no hace ruido, nadie repara en su presencia. No molesta ni toma decisiones irreversibles.

Veinte años atrás, cuando comienza mi historia, esa especie no era tan común como en la actualidad. Zapatero había llegado al Parlamento en 1986, con apenas 26 años, y desde entonces casi no había abierto la boca. Pasaba sin pena ni gloria. De sus ideas poco se sabía, y él, ágrafo, tampoco había contribuido a despejar las dudas. Quienes lo conocen de aquellos días siempre lo recuerdan de perfil. Y de perfil y con paciencia se convirtió en el líder del PSOE. Basta con decir que alcanzó la secretaría general con una candidatura que se presentaba bajo el insustancial rótulo de "Nueva Vía". La Nueva Vía, naturalmente, duró lo que duró; esto es, nada: el instante necesario para decorar el trámite de acceso a la secretaría general en una de esas votaciones que hacen buena, y deprimente, la teoría de la elección social.

placeholder 'Sobrevivir al naufragio' (Página indómita)
'Sobrevivir al naufragio' (Página indómita)

[Ofrecemos aquí un adelanto editorial del nuevo libro del filósofo y economista Félix Ovejero (Barcelona, 1957) titulado 'Sobrevivir al naufragio' (Página indómita) que llega a las librerías el lunes 24 de febrero. En sus páginas, el profesor de Filosofía Política de la Universidad de Barcelona reflexiona "sobre el naufragio de la política, sobre su incapacidad para ayudarnos a organizar nuestra vida compartida. Un naufragio resultado, entre otras cosas, de la comprensión errónea de las complejas relaciones existentes entre los principios y la política práctica; esto es, entre hechos y valores morales; entre ideologías y acciones realizadas en su nombre; entre los humanos y sus obras. Tal comprensión errónea asoma en muchos de los esquemas mentales con los que abordamos la política diaria".]

Foto: Félix Ovejero. (Cristina Casanova)

Con el nuevo cargo, todo comenzó a cambiar. A poco de ser elegido secretario general, en una conferencia en el Club Siglo XXI, sintiéndose en la obligación de presentar credenciales ideológicas, entonó una nueva canción de extravagante título: el socialismo libertario. Alguien me contó tiempo después que, en realidad, Zapatero había hablado en su conferencia de "socialismo liberal"; lo de "socialismo libertario" había sido un error de transcripción de un periodista y, una vez consolidado el sintagma, no se les había ocurrido otra que levantar doctrina 'ad hoc' para inyectarle contenido. Es posible. En cualquier caso, uno, ignorante de esa circunstancia, se tomó en serio la declaración y dedicó una tribuna de opinión a mostrar el despropósito de aquella ocurrencia, equiparable en términos conceptuales a "solteros casados", "caníbales veganos" o "círculos equiláteros". El artículo, entre otras cosas, recordaba el entronque republicano del socialismo; en particular, la importancia de la ley como garantía de la libertad frente a la arbitrariedad del poder. Una tesis que casa mal con casi todas las variantes del pensamiento libertario.

Cuando el diablo se aburre

Transcurrió el tiempo, muy poco, y el socialismo libertario pasó a mejor vida. Pero el afán doctrinal no decayó. Ya saben, cuando se está en la oposición, sobre todo cuando hay pocas perspectivas de llegar al gobierno, se dispone de mucho tiempo para entregarse a las cavilaciones. Y cuando el diablo se aburre… Así pues, al cabo de pocos meses, los ideólogos del PSOE reaparecieron con otra etiqueta ideológica: el republicanismo. Este, como acabo de señalar, tiene una relación más natural con la tradición socialista. De hecho, quien esto escribe había defendido ya en un par de libros esa vinculación, que por lo demás resulta bastante obvia: para el liberal, una persona es libre si nadie se entromete en su vida y, en ese sentido, la ley, en la medida en que prohíbe, siempre constituye un peligro para la libertad; en cambio, para el republicanismo, un individuo es libre si no está sometido a interferencias arbitrarias, reales o potenciales.

Según dicho republicanismo, lo importante, para que podamos hablar de libertad, es la ausencia de arbitrariedad, y eso es precisamente lo que asegura la ley justa, la ley democrática: hay intromisiones (leyes) que aseguran la libertad; por ejemplo, aquellas que me protegen frente a las amenazas de un terrorista; y puede haber ausencia de intromisiones sin que por ello exista libertad; por ejemplo, cuando hay "libertad bajo vigilancia", como sucede cuando el señor, del mismo modo que hace el varón con su mujer, a la que consiente ciertos caprichos, tolera que el siervo haga algunas cosas que le gustan. Ni el señor ni el varón interfieren, pero si quisieran, podrían hacerlo. Para el republicanismo, en esas situaciones, no hay libertad. La libertad está asociada a la ley; esta es su punto de partida y su condición de posibilidad. Sin ley no hay libertad política.

El PSOE buscaba en el bazar de las ideologías un envase de relumbrón con el que revestir propuestas marcadas por las urgencias

En cualquier caso, volviendo a la renovación ideológica del PSOE, sorprendía la celeridad del proceso. Me sentí en la necesidad de contarlo en otro artículo, escrito con un amigo. Permítanme recuperarlo: "En poco más de un año, el PSOE ha cambiado de filosofía política en tres ocasiones: primero, tercera vía; apenas unos meses más tarde, socialismo libertario, y ahora, republicanismo. No está mal. Una tasa de renovación de ideas que haría amarillear de envidia a no poca filosofía parisina. Con una pizca de mala uva, se podría interpretar ese proceder como una búsqueda, en el bazar de las ideologías, de un envase de relumbrón con el que revestir con algún decoro intelectual propuestas marcadas por las urgencias del día a día […], una suerte de relleno que dote de cierta compostura a principios y propuestas para que, al final, todo cuadre".

No obstante, en el mismo artículo recomendábamos adoptar una variante del principio de caridad (interpretativa) de Davidson, la condición de posibilidad de cualquier conversación no ya civilizada sino simplemente inteligible: es conveniente, cuando no obligado, asumir la sinceridad y la racionalidad de nuestros interlocutores. Vamos, que no debíamos ser malpensados con respecto a tales cambios: "La suspicacia es mala guía. Sustituye el 'de qué se habla, que me apunto' por el 'de qué se habla, que me opongo'. En el plano de la discusión de ideas, la actitud más saludable, la única que permite el diálogo, es siempre la de presumir en el otro las mejores intenciones. Si descalifico a mi interlocutor, la conversación no avanza. Así que, desde esa disposición, quizá hay que entender los vaivenes ideológicos como un intento de encontrar un centro gravitacional que proporcione un sólido cimiento con el que hacer frente a los embates del pensamiento liberal-conservador, ese cuya influencia en las últimas décadas ha permeado la mirada de casi todos, incluida la izquierda. En cierto modo, la "búsqueda de fundamentos" es también síntoma de que, al menos en lo que se refiere a la disputa de principios, las cosas parecen estar cambiando, de que ahora la izquierda tiene algunas cosas que decir. En su búsqueda de "nuevos" fundamentos, dicha izquierda vuelve la mirada hacia escenarios académicos donde el pensamiento progresista parece haber recuperado pie después de un particular Gólgota no demasiado memorable, un largo letargo producto en buena medida del severo proceso de crítica sufrido en las últimas décadas".

La última moda

Con ese ánimo quise entender la revisión ideológica, pero no me resultó sencillo mantenerlo. Sobre todo cuando, tiempo después, por la misma fuente y por alguna otra, me enteré de la trastienda de la evolución, de que aquello no había sido el resultado de hondas meditaciones ni de morosas lecturas. También me enteré de que, involuntariamente, el autor de estas líneas había tenido algo que ver en tan vertiginosas mudanzas. Según me contaron, después de mi crítica al socialismo libertario, algún responsable de ideas había acudido a un departamento de la Universidad Complutense a ver qué era "lo último" en la feria de la filosofía política, y tuvo la buena fortuna de dar con un profesor informado que les vino a decir que esa temporada se llevaba el republicanismo. Sin comerlo ni beberlo, quien esto escribe había estado en debate con la dirección del PSOE.

Admito que me sentí halagado al saber que mis opiniones se tenían en consideración, aunque fuera de manera tan extravagante. No negaré que me intranquilizaba que el cuento se escribiera con renglones torcidos, que la "renovación" obedeciera menos a la reflexión cabal que a la necesidad de dar pátina académica a urgencias electorales. Pero como uno no acaba de desprenderse de alguna variante de la teodicea, o del panglosianismo, pensé que bien está lo que bien acaba. Y es que quizá mis ocurrencias formaban parte de un designio superior que desbordaba mi percepción y superaba mi juicio; me cabía el consuelo de oficiar como una modesta pieza en el engrasado mecanismo que asegura el buen orden del universo. De hecho, en el mismo artículo hicimos constar lo que nos parecían los resultados: "Bienvenida sea la renovación si revela una saludable sed de propuestas e ideas y el intento de rehacerse ideológicamente frente a unos años de rearme ideológico liberal-conservador".

Y es que los principios, que son los que nos permiten cribar, se tienen, no se buscan

Cierto es que, pese a la apreciable disposición por aclarar los principios, resultaba un tanto inquietante el procedimiento: ir a buscarlos a un departamento universitario —de humanidades, naturalmente—. Era casi inevitable acordarse del otro Marx; ya saben: "Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros". Y es que los principios, que son los que nos permiten cribar, se tienen, no se buscan. Aquello era como acudir a una Facultad de Teología para encontrar una 31 religión, o como imitar al Woody Allen de 'Hannah y sus hermanas', cuando, después de un episodio de hipocondría en su variante tumor cerebral, se lanza a la calle a buscar una religión como quien escoge un producto en El Corte Inglés. Pero un producto, sin más, sin criterio: tanto da un pantalón como una botella de vino o un limpiacristales. Exactamente como no se debe hacer, como ni siquiera se puede: se elige con criterio, entre vinos, entre pantalones o entre limpiacristales; según el precio, el sabor, la textura, etc.

La elección, suspendida en el aire, realizada desde ninguna parte, no se la cree ni el más entregado de los existencialistas. Se elige, en lo que nos ocupa, desde los principios, previos; desde la ideología, si se quiere. Los principios nos guían y, con ellos, podemos, esta vez sí, preguntar a los expertos universitarios. Por ejemplo, acerca de las propuestas institucionales que mejor aseguran la realización material de tales principios. Una vez tenemos claro que queremos distribuir un bien escaso según el esfuerzo, el mérito, la necesidad, el deseo o la capacidad de compra, buscamos el mejor procedimiento para identificar a quienes (más) se esfuerzan, merecen, necesitan, desean o están dispuestos a pagar.

En todo caso, el republicanismo llegó para quedarse. Y en el proceso, también Zapatero llegó al gobierno, tras las elecciones del 2004. Pero, como ni la suspicacia ni la tontería —en su variante falacia 'post hoc ergo propter hoc'— ignoran las treguas, no está de más recordar que una cosa nada tiene que ver con la otra: desde que el mundo es mundo, las noches siguen a los días, y no hay relación causal entre estos y aquellas. La victoria del PSOE no fue resultado de la calidad de sus ideas, de que un saludable virus republicano se hubiera extendido entre la población, sino del brutal atentado terrorista del 11 de marzo de aquel año —algo que, aunque solo sea para reivindicar la buena ciencia social, se puede afirmar con rotundidad; así lo mostró García-Montalvo en un artículo publicado en 2011, en 'Review of Economics and Statistics', cuando, acudiendo a un ingenioso procedimiento para responder a la pregunta que tantas veces nos carcome en la vida (¿qué habría pasado si las cosas hubiesen seguido otro curso?), proyectó los resultados de una hipotética votación sin atentado a partir de una singular muestra hasta entonces desatendida: la formada por aquellos que habían votado por correo días antes de la tragedia. Y concluyó que, en condiciones normales, sin atentado, Zapatero no habría ganado.

El festival del republicanismo

Sea como sea, la pasión filosófica no se mitigó con la llegada al gobierno y, sobre todo en la primera legislatura, asistimos a un verdadero festival de republicanismo. A Zapatero, apenas pisó la Moncloa, le faltó tiempo para convocar a Philip Pettit —un más que apreciable filósofo, en buena medida responsable de la renovación académica del republicanismo— para preguntarle, literalmente, qué debía hacer. La perplejidad del filósofo irlandés, que todavía tenía por abrir su guía Lonely Planet de España, no fue menor. No en vano la intervención política requiere conocimiento del estado del mundo, de la realidad sobre la que se interviene. El filósofo no es un ingeniero que viene a levantar en una nueva plaza un puente idéntico a otros cien anteriores, ni el cirujano que aplica a un paciente nuevo una técnica repetida mil veces antes. La avidez del presidente por aplicar la doctrina anticipaba lo que acabaría por suceder: el republicanismo, convertido en el perejil de todas las salsas. No había roto ni descosido que no se decorara con alguna mención a conceptos básicos del republicanismo como la no dominación, la deliberación, el autogobierno y hasta la virtud. Un despropósito, como el de quien acude a la mecánica cuántica para dar cuenta de un gol de Messi.

Justo es decir que el republicanismo no realizó las labores de ornamentación en solitario. Aún recuerdo una memorable foto en la Moncloa, en la que Pettit posaba junto a Joseph Stiglitz, André Sapir, Barbara Probst Solomon, Jeremy Rifkin, Guillermo O’Donnell y algunos otros académicos más o menos postineros —unos, solventes, y otros, no tanto—. Venían a redactar el programa electoral del PSOE 33 para las elecciones generales de 2007 bajo la dirección de Jesús Caldera, en aquellos días ministro de Trabajo. Allí estaban, recién aterrizados y dispuestos a perfilar un proyecto político para un país sobre el que, salvo un par de excepciones, lo desconocían todo —quizá los más cosmopolitas habían oído hablar de las bondades del vino y el jamón—. En cualquier caso, no consta que se sintieran decepcionados cuando regresaron a sus países. Y, naturalmente, nunca se supo más de ellos y de sus aportaciones; excepción hecha de Pettit, quien sí volvió a asomar por aquí alguna que otra vez y concedió un aprobado en republicanismo a la política de Zapatero. (Incluso llegó a estrechar relaciones con Pedro J. Ramírez, por entonces director de 'El Mundo'.) La historia me proporcionó un par de enseñanzas.

La primera, no desmentida por alguna experiencia personal poco gloriosa, era, antes que otra cosa, una invitación a mirar con prudencia las opiniones políticas de ciertas comunidades académicas o, más ajustadamente, de esa singular cofradía del intelectual público. Y la prudencia se traducía en una recomendación: cualquiera que aspire a tener un trato decente con las ideas debe, al menos una vez al año, releer "La cultura, ese invento del Gobierno", aquel extraordinario artículo de Sánchez Ferlosio. La preocupación que inspiraba dicho artículo está contenida, con bastante menos gracia y mucha más extensión, en 'El compromiso del creador', un largo ensayo en el que abordé el complicado negocio del intelectual público, tan propicio a una venalidad que viene menos del desprecio a la verdad, el bien o la belleza que de las fragilidades, desamparos, debilidades morales y sectarismos que, por diversas circunstancias, merodean por los gremios en tratos profesionales con el espíritu, especialmente cuando estos se pasean por la arena pública.

En aquella obra acudía a resultados procedentes de la moderna epistemología para recuperar el manoseado concepto de compromiso intelectual. En esencia, venía a sostener que, en actividades carentes de procedimientos de calibración seguros, resulta de especial importancia el comportamiento virtuoso del intelectual, el artista o el investigador. En otros términos, las artes no son la geometría ni el atletismo. Las cosas están claras en los cien metros lisos (el mejor es quien llega el primero), en las matemáticas (la demostración es, por definición, concluyente) o en las disciplinas con firme control experimental. Pero en muchos otros quehaceres, donde no hay patrones consensuados e inequívocos de tasación, particularmente en las humanidades, lo cierto es que, para decirlo pronto y mal, importa y mucho la virtud del creador, su afán de verdad, de tomarse en serio, su coraje.

En aquel cuaderno de bitácora que era 'El oficio de vivir', lo decía Cesare Pavese con palabras de otro tiempo, rotundas y eficaces: "No bastan las veleidades, las furias y los sueños; se necesita algo más: cojones duros". Se trataría, al fin, de mantener la independencia de criterio, de resistirse a los sesgos y a los cobijos tribales —algo que es mucho más sencillo de reclamar que de ejercer—, y ello sin estar nunca seguro de atinar. No sé si he conseguido plenamente mi objetivo, aunque me queda el consuelo de que, en el camino, he extraído algunas provechosas lecciones acerca de cómo abordar (si me disculpan la pomposidad) mi estar en el mundo como académico en tiempos inciertos y discretamente complicados; inciertos y complicados incluso a la hora de defender la razón y el conocimiento. Creo que el esfuerzo clarificador, aun con sus dispersiones, ha valido la pena. Y algunas de las conclusiones de aquel libro encuentran en este otro su traducción práctica, o eso espero.

En cuanto a la segunda enseñanza, que está detrás de la decisión de reunir los escritos incluidos en esta obra, se trata de la justificación finalmente práctica de la reflexión teórica. Un asunto que son varios asuntos, cuando menos tres, abordados en esta introducción: la complicada relación entre teorías y valoraciones; entre ideas y acciones; entre las personas y sus obras. Quizá, contado de este modo, nos parezca que son materias alejadas de nuestras tribulaciones cotidianas, solemnes en su presentación pero en el fondo intrascendentes. Nos equivocaríamos. Respiran, por lo derecho o por lo torcido, en el trasfondo de no pocos topoi que sostienen apreciaciones políticas presentes en las páginas de opinión y en las tertulias.

Debates de canallas

La primera relación, entre teorías y valoraciones, está en el centro de muchos debates que encanallan la vida política. La vida política y (¡ay!) la vida académica. No pocas ideas, teorías o conjeturas empíricas —sobre la herencia biológica, el dimorfismo sexual, la neurología, la emigración, la delincuencia, el acceso a posiciones laborales—, cuyo lugar natural es la investigación experimental, se valoran moralmente y se discuten en los territorios de la polémica política. Digo que se discuten por no decir que se vetan, que se acallan.

La segunda relación, entre ideas y acciones, abre titulares de prensa. Se habla de religiones asesinas, se sostiene que el machismo, el neoliberalismo o el comunismo matan, y no faltan intelectuales de postín que, sin que les tiemble la voz, establecen una relación directa entre la Ilustración y el Holocausto.

Por último, la tercera relación, particularmente polimorfa, atribuye la causa (y la responsabilidad) de los problemas (o las bondades) sociales a las gentes, a características de las gentes o a conceptos tan solemnes como imprecisos. La culpa la tienen "los extranjeros", el egoísmo de los empresarios, la ignorancia de los votantes, la pereza de los andaluces o, en las variantes laudatorias, los buenos resultados son cosa de la sensibilidad de las mujeres, la laboriosidad de los catalanes o la moralidad de los alemanes. Y si no, siempre se puede apelar a una esencia que habita en los humanos: el mal, según los clásicos y los especulativos, o la naturaleza, los genes, según otros, más informados pero no menos rudimentarios. Y cuando nada funciona, siempre quedan conceptos comodín, como la "violencia estructural", responsable de patologías sociales sin fin.

La mala intelección de las relaciones mencionadas tiene importantes consecuencias a la hora de pensar cómo ordenar cabalmente la vida compartida. Esto es, tiene importantes consecuencias para la política en su mejor versión. La reflexión política, para qué engañarse, goza de escaso vuelo como teoría; carece de la grandeza de las matemáticas y de la sutileza de la buena filosofía. Y como ciencia social, pues qué quieren que les diga, por lo que yo percibo, y a ratos padezco, a los economistas les cuesta contener la risa ante no pocos modelos "matemáticos" de los politólogos. Por no hablar del pitorreo que se gastan los económetras ante las alegrías inferenciales de los tratamientos estadísticos de ciertos politólogos campanudos (aunque justo es reconocer que tampoco se contienen ante bastantes publicaciones médicas). Así las cosas, el único sentido decente de la reflexión política radica en contribuir a fundamentar las intervenciones prácticas de la mejor manera, con el mejor conocimiento; en hacer el mundo mejor, el de cada cual y naturalmente el de todos. Sin olvidar nunca (y es esta una obligación moral) que en ciertos asuntos, como nos recordó Aristóteles, resulta ilusorio y hasta indecente aspirar a una precisión más allá de lo razonable.

Por ahí, como decía, este libro me lleva de nuevo a la declaración de principios que inspiraba 'El compromiso del creador', esto es, a las obligaciones morales de los empeños intelectuales. Si en aquel libro apuntaba a los fundamentos, a la vigilancia autocrítica a la hora de elaborar las ideas, en este apunto al sentido último de la teoría social: la práctica, la mejora del mundo, si me permiten la grandilocuencia. En las páginas que siguen me ocuparé de cada uno de esos ámbitos, de su trasfondo argumental, sus supuestos (no pocos insostenibles) y algunas de sus implicaciones institucionales. Eso sí, mi análisis se concentrará en aquellos aspectos que juzgo más importantes. En ningún caso será exhaustivo.

Me permitirá el desocupado lector que comience este libro con una historia que no evita la primera persona. Los prólogos toleran tan impúdico género. Todo empezó en junio del 2000, cuando el XXXV Congreso Federal del PSOE, tras la dimisión de Joaquín Almunia, eligió a José Luis Rodríguez Zapatero como secretario general. Zapatero era lo que suele llamarse un 'apparátchik', ese tipo de político que, sin más méritos que la paciencia mineral y la discreción, asciende poco a poco en el escalafón del partido hasta recalar en algún cargo intermedio desprovisto de turbulencias. Como no hace ruido, nadie repara en su presencia. No molesta ni toma decisiones irreversibles.

Moncloa Neoliberalismo Terrorismo