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El infierno en martes de Carnaval: Dresde, la gran vergüenza aliada
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El infierno en martes de Carnaval: Dresde, la gran vergüenza aliada

El final de la guerra estaba cerca, pero la aviación británica bombardeó tres veces a la población civil de la ciudad alemana

Foto: El cadáver de una vecina de Dresde, carbonizado. (Archivo)
El cadáver de una vecina de Dresde, carbonizado. (Archivo)

Durante unos días Dresde fue la plasmación del infierno en la tierra. Podemos imaginar cualquier punto de la ciudad con una atmosfera surrealista condensada hasta los topes. El cielo asemejaba a un eclipse. Las calles eran silenciosas, salvo por el crepitar de las llamas. Yacían cuerpos en medio de las avenidas, con personas alucinadas mirando hacia el infinito, mientras otras deambulaban como sonámbulas. Las denominaron hombres de la muerte, soñadores.

placeholder Portada de 'Matadero cinco'
Portada de 'Matadero cinco'

Al menos había remitido la tormenta ígnea, y quizá tocar el asfalto ya no quemaba las manos. Durante esas horas Kurt Vonnegut, quien más tarde plasmó ese Hades en su novela 'Matadero 5', debió bajar a sótanos. Era prisionero de guerra y no le importó, pese al trauma de todo lo visto, sepultar a los muertos como merecían tras ese vendaval destructor. En uno de esos subterráneos una familia yacía sentada en su mesa, carbonizada, como si fueran figuras del museo de cera.

La expresión del horror tras un bombardeo contra la población civil quizá alcanzó su mayor expresión literaria y humanística en 'Sobre la historia natural de la destrucción', de W.G. Sebald. Este libro siempre será una revelación, tanto por el fluir de su estilo como por la precisión de lo narrado, con una firme voluntad de resucitar un tramo de Historia demasiado olvidado, un agujero negro sólo abordado en profundidad desde hace poco más de una década: los bombardeos aliados sobre Alemania.

Los bombardeos aliados sobre Alemania se intentaron obviar o justificar tras la Segunda Guerra Mundial

Cuando todo terminó y las banderas calmaron tanto ímpetu se produjo el habitual debate público. ¿Eran crímenes de guerra? De ser así el principal apuntado como asesino sanguinario sería Arthur Harris, 'Bomber' para los amigos, Comandante en Jefe del comando de bombarderos de la Real Fuerza Aérea desde febrero de 1942. Ante esas acusaciones su respuesta era pragmática. Él, al fin y al cabo, sólo ejecutaba órdenes de sus superiores. Sebald asocia Harris con Hamburgo y la Operación Gomorra, en el verano de 1943, con la capital portuaria como sádico campo de pruebas para calibrar la arrasadora eficacia de este tipo de blitz aéreo.

Gomorra fue un éxito, con Hamburgo derruida y decenas de miles de cadáveres, muchos calcinados por el aumento de las temperaturas. Para Harris la meta no era ni desmoralizar a los alemanes ni satisfacer, como así fue en este caso, la coordinación con los soviéticos, ya en pleno avance desde el Este. Con el tiempo creyó a pies juntillas su prodigioso método para dejar en la nada urbes de gran importancia civil. Las fábricas e industrias nazis desaparecían con los obuses, pero lo importante era la forma, la devastación absoluta para terminar con el conflicto en pocos meses.

placeholder Una foto de Dresde. (Archivo)
Una foto de Dresde. (Archivo)

La realidad era otra. Por suerte, tras las Ardenas, parecía acercarse la conclusión de la pesadilla, con los Aliados occidentales a buen ritmo hacia el interior de Alemania y el ejército rojo lanzado hacia Berlín. Y en esas llegó Dresde.

La Florencia del Elba

Uno de los grandes interrogantes sobre el drama de la ciudad sajona es su motivo. Según algunas fuentes orales en los aledaños se arremolinaba un buen número de tropas preparadas para ir al frente contra los soldados de Stalin. La más fidedigna y comprensible indicaría una ayuda para favorecer las maniobras soviéticas. La otra gran cuestión es plantearse si era imprescindible esa lluvia letal con tres incursiones, pues lo más cabal era centrarse en centros productivos como la óptica Zeiss-Ikon y otra centena de abastecedores de la Wehrmacht.

La ciudad ya había sido castigada con bombardeos en otoño de 1944. Aun así, hasta ese instante fatídico, había sobrellevado bien la guerra, y su patrimonio histórico, un estuche barroco, se mantenía íntegro en pie, con el flamante Altstadt como colofón estético de la Florencia del Elba, siempre próspera y muy nazificada desde la instauración del régimen, como cuenta Sinclair McKay en 'Dresde 1945' (Debate), volumen casi definitivo sobre el tema y repleto de descripciones sobre todo el desarrollo del horror.

placeholder La ciudad alemana de Dresde en ruinas. (Archivo)
La ciudad alemana de Dresde en ruinas. (Archivo)

McKay, recreándose mucho en los detalles, nos ubica en una sala militar inglesa la tarde del 13 de febrero de 1945, martes de carnaval. Los pilotos esperan el desvelarse de una pizarra para recibir con asombro el plan del día. Dresde era lo marcado en la agenda de la jornada. En el este de Alemania, distante casi nueve horas.

Fuego lento

Los doscientos cuarenta y cuatro bombarderos y nueve marcadores llegaron a Dresde tres minutos después de la medianoche. Las alarmas avisaron a la población, con muchos bares abiertos y celebraciones desesperadas, con la inconsciencia de vivir sin apenas tener futuro, en varios apartamentos. En ese primer despliegue se lanzaron ochocientas ochenta toneladas de bombas; un 57% de explosivos de alta potencia y un 43% de incendiarias. Las bombas de demolición desplazaron las construcciones arquitectónicas. Las incendiarias avivaban los fuegos.

El error, en este caso, fue recuperar las sirenas para advertir del final del malísimo trago. Lo peor había pasado. Se recobró la precaria normalidad. Los ilesos prosiguieron con sus quehaceres. Los peatones experimentaban otro fenómeno, con el termómetro in crescendo y asolación en casi cualquier recodo, siempre a más por derrumbes y la lenta constatación de lo sucedido.

Las bombas de demolición desplazaron las construcciones arquitectónicas. Las incendiarias avivaban los fuegos

A la una y cinco las sirenas retomaron su sonido. Quinientos cincuenta y dos aparatos de la RAF tomaron el relevo de sus compañeros con mil ochocientas toneladas adicionales. Un horno alimentado con un torbellino ígneo bien catapultado por el viento causado por el mismo bombardeo. Soplaba a más de ciento cincuenta kilómetros por hora. Levantaba restos de inmuebles y los sacudía; quemaba farolas. Era la muerte esparciéndose. El panorama era desolador. Algunos habitantes huyeron hacia los refugios de la estación para quedarse sin aire y asfixiarse, sentados. Otros se cocieron por el incremento de la temperatura ambiente con los incendios. En las aceras algunas personas fallecieron al dormirse entre el sopor y lo irrespirable de esa cárcel atmosférica.

Los supervivientes caminaban con rumbo indefinido. Debe ser difícil escapar cuando las referencias se han evaporado o desvanecido y la cuadrícula urbana se ha transformado en cuadrículas oscilantes de solares vacíos y estructuras a punto de expirar con muertos y desorientados en el horizonte, un teatro del absurdo demasiado real con una ininterrumpida caída de materiales y víctimas.

placeholder Una mujer camina entre las ruinas en Dresde. (Efe)
Una mujer camina entre las ruinas en Dresde. (Efe)

Por la mañana arribó una tercera andanada, con una carga explosiva similar a la segunda. Entre el cielo encapotado por esa semilla de venganza, estos bombardeos fueron mucho más salvajes que los de Coventry en 1940, no dieron en el blanco con tanta perfección, disparándose incluso hasta Praga.

Daba igual. Era la puntilla. Goebbels, a quien habían notificado pocos meses antes lo lastimoso de las defensas de Dresde, no supo cómo sacar partido propagandístico al asunto y amplió el número de difuntos a doscientos cincuenta mil, y la cifra sirvió como referencia para los estudiosos durante décadas. Las últimas conclusiones hablan de veinticinco mil muertos.

En su momento, Goebbles calculó 250.000 víctimas. Las últimas conclusiones hablan de 25.000 muertos

Había tumbas radiantes, fantasmas de carne y hueso y hasta jirafas perdidas en ese marasmo inagotable, mutando a cada segundo. Los especialistas procedieron con el protocolo. Primero debían despejar las calles para dar de comer y beber a los supervivientes. Luego tenían el encargo de ejecutar sin dilación a saqueadores y a los rebajadores de moral. Por último, debían catalogar con meticulosidad todos los cadáveres para su posterior eliminación. Pudieron identificarse por objetos personales, tal era la descomposición o el desmembramiento. Millares quedaron como legajos de un cuerpo, anónimos sin discusión.

La personificación de la bondad de una de las torres del ayuntamiento con su gesto sobre ese mar de ruinas es la única poesía del bombardeo de Dresde. Es el pasado con toda su ignorancia sobre el presente. Lo venidero aún no podía intuirse. Dos meses después la guerra cerraba su telón europeo. La ciudad integró la zona soviética y la austeridad reemplazó a la exuberancia barroca. Los cascotes amontonados tardaron en desaparecer, y así el recuerdo ahondaba en la condición de derrotados.

placeholder Ruinas de Dresde en 1995. (Archivo)
Ruinas de Dresde en 1995. (Archivo)

Dresde es el reverso de la moneda, y debe permanecer en el elenco de las atrocidades del bando ganador, quien tejió un relato idóneo para omitir sus excesos. Al rehabilitar esa noche infernal se destapan muchas esencias, pero la única cierta es la victoria del odio a nivel global entre 1939 y 1945. Un oficial meditó sobre el bombardeo y no dudó en afirmar que tanto Aliados como nazis sabían de la inminente resolución de la guerra. A los británicos les asombraba la obstinación alemana. Podía acelerarse el desenlace. Inventar el infierno en Dresde no era definitorio. Sólo esa frase ya rubrica la apoteosis del espanto.

Durante unos días Dresde fue la plasmación del infierno en la tierra. Podemos imaginar cualquier punto de la ciudad con una atmosfera surrealista condensada hasta los topes. El cielo asemejaba a un eclipse. Las calles eran silenciosas, salvo por el crepitar de las llamas. Yacían cuerpos en medio de las avenidas, con personas alucinadas mirando hacia el infinito, mientras otras deambulaban como sonámbulas. Las denominaron hombres de la muerte, soñadores.

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