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Pavarotti: la sonrisa de la desdicha
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CRONICA CULTURETA

Pavarotti: la sonrisa de la desdicha

Ron Howard expone las contradicciones y angustias de un tenor hiperbólico que fue mucho menos feliz de lo que parecía

Foto: Luciano Pavarotti
Luciano Pavarotti

Los brazos extendidos, la sonrisa abierta y el pañuelo blanco, izado como una bandera. Puede que esta sea la imagen definitiva de Pavarotti (1935-2007). El instante que congela una trayectoria y una vida. Se le observa eufórico, pero una “autopsia” del momento revela el sudor, el esfuerzo, el tinte del pelo degrada. Y la alegría como contrapeso a la desdicha. El sol antes del eclipse. Las contradicciones de un fenómeno social que solo puede definirse hiperbólicamente. Por los kilos que pesaba Big Luciano. Por el dinero que ganó en su medio siglo de carrera. Por las amantes que tuvo. Por los 67 minutos de aplausos que le dedicaron los aficionados de Berlín en 1968. Creía Pavarotti que se le iban a romper los tirantes de tanto agacharse. El telón de la Deutsche Oper se levantó 165 veces en su honor para agradecerle la función de 'L’elisir d’amore'.

Tiene sentido evocar la ópera de Donizetti porque el belcanto fue el territorio hegemónico de Pavarotti -la naturalidad, el fiato que aprendió de Joan Sutherland, el dominio de los agudos, el fraseo- y porque el personaje de Nemorino representa la ingenuidad y hasta le simpleza con que se antoja adecuado identificar al tenor italiano. Puede que no haya habido un timbre más hermoso y solar que el suyo. Y puede que Pavarotti haya sido víctima, al mismo tiempo, de la pereza y de la resignación. Él mismo reconocía que su papel favorito consistía en el cantante italiano de “El caballero de la rosa”. Una aria breve en el primer acto. Un caché máximo. Y tres horas por delante para irse a cenar. Y regresar al teatro como destinatario de los clamores.

Es noticia siempre Luciano Pavarotti porque se convirtió en un olivo de hoja perenne, aunque las razones concretas de su actualidad provienen del estreno del documental que ha dirigido Ron Howard ('Una mente maravillosa', 'El código Da Vinci'). El cineasta estadounidense ya había realizado otras incursiones musicales en los extremos de Jay-Z y de Los Beatles. Pavarotti le atraía por su magnetismo y por el mérito de haberse convertido en un ídolo de masas desde presupuestos insólitos: la ópera es minoritaria y Luciano no tenía el físico de un conquistador.

Otra cuestión era el carisma, la capacidad con que Pavarotti comunicaba y se comunicaba, más allá de los interesantes pormenores biográficos. Le dieron la extremaunción cuando era niño. Creció rodeado de mujeres porque los hombres estaban en el frente. Y adquirió sus primeras nociones rítmicas “gracias” a la percusión de las ametralladoras (ra-ta-ta-ta-ta),

No se explica la carrera de Pavarotti sin la mediación de su padre -Fernando Pavarotti era un grandísimo tenor... aficionado- ni se comprende el milagro sin la leche que lo amamantó recién nacido. No es una leyenda. La nodriza que alimentó al niño fue la misma que dio de comer a la gran soprano Mirella Freni. Coetánea de Luciano Pavarotti. Vecina de Módena. Amiga inseparable. Y pareja de tantas funciones memorables, incluida 'La bohème' que inaugura el documental de Howard y que Pavarotti interpretaba de manera sublime.

El centro de gravedad

Puccini, igual que Verdi, fue el compositor fetiche del Big Luciano ('Tosca', 'Turandot'), el centro de gravedad, pero llaman la atención los vaivenes profesionales que transformaron su carrera. El tenorísimo eludía el repertorio operístico que más podía convenirle -de Mozart a los papeles del romanticismo francés- y comenzaba a cortejar a las musas del crossover. Las canciones populares hicieron de él un ídolo en Estados Unidos. Frecuentaba los grandes shows televisivos. Congregaba multitudes a cielo abierto. Y convocaba en Módena a las estrellas del rock y del pop -U2, Clapton, Celine Dion...- erigiéndose en benefactor de los conciertos solidarios.

No se explica semejante mutación sin el criterio de Herbert Breslin. Fue el manager que le recomendó el pañuelo y el artífice de una estrategia mercadotécnica cuya repercusión planetaria, en realidad, provenía de la simpatía natural de Pavarotti. Era la contrafigura perfecta de Plácido Domingo -el tenor lírico y el dramático, el italiano y el hispano, la voz apolínea y la donisiaca-, pero la leucemia de José Carreras los reconcilió en las Termas de Caracalla (1990).

La de Howard es una película convencional en su factura y novedades, pero interesante respecto a los secretos de la vida privada

Sobrevino entonces el fenómeno de los tres tenores. Se multiplicaron las giras y los millones de dólares. Y se consolidó entre ellos una amistad que Domingo y Carreras honran con sus elogios y testimonios en el documental de Ron Howard. Es una película bastante convencional en su factura y en sus novedades, pero interesante respecto a los secretos de la vida privada.

O no tan secretos, pues las imágenes del tenor con su asistente en una excursión de Barbados destaparon un adulterio que removió la prensa rosa y la familia del patriarca. Pavarotti terminaría desposando a Nicoletta Mantovani -34 años más joven-, tendría un hija con ella y perdería otro. Un pasaje doloroso al que se añadiría el repudio de las tres hijas que concibió con su primera esposa, Adua Veroni. Habla ella delante de la cámara. Elogia la grandeza artística de Luciano, pero también lo retrata como un hombre inmaduro y arbitrario. Alegre y triste a la vez. Y desahuciado in extremis con un cáncer de páncreas cuando tenía 72 años.

Es la perspectiva desde la que Ron Howard elude el peligroso camino de la hagiografía. Pavarotti fue un inmenso cantante, un misionero planetario de la ópera, un personaje mundano al que unió una profunda amistad con Lady Di, pero también un hombre caprichoso, arrogante, inestable y angustiado, hasta el extremo de que su pañuelo al viento en la mano izquierda tantas veces parecía una bandera blanca, reivindicando un armisticio, una tregua, una llamada de náufrago en la marea de los espectadores que lo idolatraban sin saber quién era.

Pavarotti en cinco grabaciones

-“La bohème” (Puccini). Mirella Freni, Herbert von Karajan. Filarmónica de Berlín (Decca).

-“La fille du régiment” (Donizetti). Joan Sutherland, Richard Bonynge. Royal Opera House (Decca).

-“Turandot” (Puccini). Joan Sutherland. Zubin Mehta. London Philharmonic (Decca).

-“Un ballo in maschera” (Verdi). Margaret Price. Georg Solti. National Philharmonic Orchestra (Decca).

-“Rigoletto” (Verdi). Joan Sutherland, Sherill Milnes. Richard Bonynge. London Symphony (Decca).

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Los brazos extendidos, la sonrisa abierta y el pañuelo blanco, izado como una bandera. Puede que esta sea la imagen definitiva de Pavarotti (1935-2007). El instante que congela una trayectoria y una vida. Se le observa eufórico, pero una “autopsia” del momento revela el sudor, el esfuerzo, el tinte del pelo degrada. Y la alegría como contrapeso a la desdicha. El sol antes del eclipse. Las contradicciones de un fenómeno social que solo puede definirse hiperbólicamente. Por los kilos que pesaba Big Luciano. Por el dinero que ganó en su medio siglo de carrera. Por las amantes que tuvo. Por los 67 minutos de aplausos que le dedicaron los aficionados de Berlín en 1968. Creía Pavarotti que se le iban a romper los tirantes de tanto agacharse. El telón de la Deutsche Oper se levantó 165 veces en su honor para agradecerle la función de 'L’elisir d’amore'.

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