Papas ciegos, sexo entre obispos y curas navajeros en El Palmar de Troya
El 6 de febrero Movistar+ estrena la serie documental sobre la Iglesia Palmariana que recupera testimonios de fieles excomulgados y curas y monjas arrepentidos
Hay que recorrer kilómetros y kilómetros de planicie, atravesando secarrales, campos en barbecho, matas de palmitos y plantaciones de olivos —también de marihuana, pero ésa es otra historia—. Una vez el coche toma la última curva, las cúpulas y las nueve torres de la Catedral Basílica de Nuestra Madre del Palmar, levantada por el arquitecto utrerano Juan Luis de Quinta, se desperezan detrás de los muros de hormigón tras los que se parapeta de las miradas de los curiosos. Es apabullante. Mucho más grande de lo que cualquiera pudiese imaginarse. Levantada en medio de la nada, impresiona más que cualquier catedral 'oficial'. Una fantasía refulgente y pop en pleno campo utrerano. Hay algo de irrealidad, de ilógico. De rotura del espacio-tiempo y la razón. Si uno espera el tiempo suficiente, el portalón de madera se abre y deja entrar a alguna furgoneta repartidora o salir a alguna monja en bicicleta vestida con hábitos pardos y cuñas de esparto. Antes de cerrar la puerta, una cabeza se asoma y escruta el exterior a la caza de extraños.
La Orden de los Carmelitas de la Santa Faz es, probablemente, una de las anomalías más disparatadas de la historia de la Iglesia Católica en España. Una escisión con su propio Papa —cuatro hasta el momento, el primero ciego tras un accidente de tráfico, el tercero condenado a seis años de cárcel por intento de robo derivado en una reyerta en la que acabó apuñalado—, su propia catedral y sus propias apariciones marianas. Una iglesia cismática contraria al Concilio Vaticano II —¡los marxistas han tomado el poder!— que ha santificado a Franco, a Primo de Rivera, a Colón y a Don Pelayo. Una orden hermética y secretista, envuelta en escándalos sexuales y financieros a los que seguro se apuntaría Jordan Belfort... si los hubiese conocido a tiempo.
¿Qué es esta locura que mezcla éxtasis divinos, videntes invidentes, estigmas, orgías, desbarre etílico y papas en la cárcel? "¿Por qué nadie me ha avisado de esto?", se debe de estar flagelando Paolo Sorrentino. "¡Un cónclave entre Pedro III y Juan Pablo III, ya!", deberían gritar las multitudes. Por ello Sorrentino debería ver 'El Palmar de Troya', la serie de cuatro capítulos que estrena Movistar+ el 6 de febrero, en la que Israel del Santo disecciona a la Iglesia Palmariana a través de imágenes de archivo —impresionan mucho las escenas de los videntes trepidando con los ojos en blanco o las grabaciones de los mediums hablando por boca de la Virgen—, recortes de periódicos, entrevistas con antiguos miembros de la orden —no tan interesantes como lo anterior— y de expertos en la historia de la congregación y dramatizaciones que, lamentablemente, desmerecen el conjunto. El documental —al menos sus dos primeros capítulos, que son a los que ha tenido acceso la prensa— no hace justicia al delirio palmariano.
Porque tal y como cuenta el primer episodio, 'Bendita tú eres', hasta 1968 El Palmar de Troya era una pedanía de cuatro mil habitantes, la mayoría campesinos pobres descendientes de los presos políticos que en 1947 participaron en la construcción del embalse de Torre del Águila, situado a unos cinco kilómetros. Una zona humilde, por no decir miserable, sin un fervor destacable en una España nacionalcatólica. Imaginen un rótulo al estilo 'Mindhunter': "30 de marzo de 1968. El Palmar de Troya (Sevilla)". Rafaela, Josefa, Ana y Ana recogen flores del campo en la finca de La Acaparrosa, cerca de un pozo, cuando ven aparecer un toro de cuernos verdes, un hombre ahorcado y una mujer muy bella, a la que identifican como La Virgen. Había dos opciones: creerlas o no creerlas. Y las creyeron.
Rafaela, Josefa y las dos Anas vieron un toro de cuernos verdes, un hombre ahorcado y a una mujer muy bella a la que identificaron como la Virgen
De ahí el revuelo se extendió de pueblo en pueblo y comenzaron las peregrinaciones de los devotos. Y aquí la primera señal de que la aparición mariana de El Palmar iba a ser diferente a las demás: en la finca empezaron a tener lugar milagros, apariciones y éxtasis a gogó. Hasta el punto de que Rosario Arenillas, una mujer de la zona, empezó a hablar con la voz de la Virgen. Incluso algunos de los 'videntes' empezaron a sufrir los estigmas. El metraje en Súper 8 rescatado por Del Santo es abrumador: hombres y mujeres convulsionando en el suelo, caras desencajadas y voces inquietantes frente a un público compuesto vecinos de El Palmar y los pueblos de alrededor. También niños. Y, entre ellos, Manuel y Clemente. Ellos.
A quienes, por cierto, Javier Palmero dedicó en 1986 una película protagonizada por Juan Jesús Valverde y Ángel de Andrés.
"En El Palmar de Troya pudo haber habido una historia preciosa, incluso milagrosa, si no hubiera sido por la presencia de Clemente [Rodríguez] y Manuel Alonso". Porque los que más tarde serían los dos primeros papas de la Iglesia Palmariana ni siquiera llegaron los primeros a la finca de La Alcaparrosa. Pero poco a poco se hicieron con el poder y se autoproclamaron líderes —lo harían varias veces a lo largo del periplo cismático—. "Se conocieron prácticamente cuando ya se había empezado a hablar de las apariciones y decidieron ir juntos", recuerda en la serie documental el periodista Manuel M. Molina, autor de 'Los secretos del Palmar de Troya: historia de una herejía'.
Al principio, Manuel y Clemente iban a La Alcaparrosa a curiosear
La serie reconstruye cómo Clemente —quien había querido meterse a cura pero que no lo aceptaron— y Manuel empiezan a ser habituales de los rituales extáticos. "Venían a curiosear, a mirar", sentencia Antonio León, profesor de El Palmar y testigo de cómo el testimonio de cuatro niñas acabó en una escisión eclesiástica con cuatro antipapas. Clemente y Manuel tomaban notas de lo que decían los videntes en plena inconsciencia mística, hasta que Clemente empezó a experimentarlo él mismo. "Y de aquí al trono papal, ¡qué cojones!", debió de pensar.
Ni Sorrentino hubiese escrito una trama de corrupción, fe y delirios de grandeza más disparatada que la que la realidad tenía preparada para El Palmar. Porque la serie ahonda en los tejemanejes financieros que permitieron, a partir de la donación de una anciana baronesa muy devota, que un solar con un abrevadero se convirtiese en una catedral imponente y a todo lujo.
Un Concilio Vaticano II demasiado pobre, un obispo vietnamita ultraconservador —Ngo Dinh Thuc— que se lió a ordenar sacerdotes a espaldas de la Iglesia Católica antes de ser excomulgado, la muerte del Papa Pablo VI y muchos millones en donativos —procedentes mucho de países como Alemania y Suiza, sorprendentemente— allanaron el camino para que Clemente se autoproclamase Papa Gregorio XVII, líder de la Orden de los Carmelitas de la Santa Faz. Gregorio XVII, el antipapa ciego, porque cuando Gregorio XVII subió al trono —las imágenes de la ceremonia parecen una dislocación de la realidad— lo hizo con los párpados cosidos, después de que un accidente de tráfico obligase a los médicos a vaciarle las cuencas de los ojos.
Gregorio XVII prometió a sus fieles que recuperaría la vista. Lo que no debió de prometerles es comportarse de acuerdo a la moral cristiana, porque el obispo anteriormente conocido como Clemente se entrega desbocado a los placeres de la carne y del bolsillo. Fiestas en las que el alcohol no corre, sino vuela, sexo entre obispos, desfalcos y conspiraciones para hacerse con el poder.
Mucho se ha escrito en la prensa y poco a poco se ha ido filtrando el funcionamiento de la orden gracias a feligreses excomulgados y monjas y sacerdotes arrepentidos. Se echa de menos el haber buscado los testimonios de las cuatro niñas, también. Quizá la serie no desvele nada nuevo, pero la labor de documentación y rescate de metraje casero permite adentrarse en una sociedad que siempre se ha movido en el secretismo y la opacidad. Y es que no siempre se vive un cisma de la Iglesia Católica en la puerta de casa. Y menos el de una nueva orden de curas estafadores, violentos, libertinos y muy, muy fachas.
Hay que recorrer kilómetros y kilómetros de planicie, atravesando secarrales, campos en barbecho, matas de palmitos y plantaciones de olivos —también de marihuana, pero ésa es otra historia—. Una vez el coche toma la última curva, las cúpulas y las nueve torres de la Catedral Basílica de Nuestra Madre del Palmar, levantada por el arquitecto utrerano Juan Luis de Quinta, se desperezan detrás de los muros de hormigón tras los que se parapeta de las miradas de los curiosos. Es apabullante. Mucho más grande de lo que cualquiera pudiese imaginarse. Levantada en medio de la nada, impresiona más que cualquier catedral 'oficial'. Una fantasía refulgente y pop en pleno campo utrerano. Hay algo de irrealidad, de ilógico. De rotura del espacio-tiempo y la razón. Si uno espera el tiempo suficiente, el portalón de madera se abre y deja entrar a alguna furgoneta repartidora o salir a alguna monja en bicicleta vestida con hábitos pardos y cuñas de esparto. Antes de cerrar la puerta, una cabeza se asoma y escruta el exterior a la caza de extraños.