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Todo es mentira en Las Vegas... menos la codicia
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CRONICA CULTURETA

Todo es mentira en Las Vegas... menos la codicia

Nao Albet y Marcel Borrás triunfan en Madrid con un espectáculo trepidante que retrata las pulsiones destructivas en la montaña rusa de Nevada

Foto: 'Mammón'
'Mammón'

Las Vegas no es una ciudad, sino un simulacro urbano, hueco y pueril del consumismo frenético donde todo parece estar permitido cuando en realidad todo está controlado. El misterio radica en sustraerles a los visitantes de la gran impostura. Que se crean libres delante del croupier y que se dejen los ahorros y las arras paseando en góndola por el decorado en cartón piedra de Venecia. Las Vegas no es un lugar extraordinario, sino hiperordinario, en el sentido extremo de la vulgaridad, de la opulencia, de la megalomanía y de la superficialidad. No hablamos aquí de moral ni de pecados capitales, retratamos una mentira de neón y de aire acondicionado que secuestra a los turistas bajo el pretexto de la felicidad y que los devuelve derrotados y arruinados.

placeholder 'Zerópolis' (Anagrama)
'Zerópolis' (Anagrama)

Semejantes conclusiones pueden observarse con una mirada crítica o pueden leerse en un interesante ensayo de Bruce Bégout. Que se titula 'Zerópolis' porque Las Vegas representa la ciudad cero en su vacuidad y porque el templo de Gomorra en el desierto de Mojave no es más -o no es menos- que la mayor bombilla eléctrica del mundo, tal como retrata J.G.Ballard en un pasaje de 'Hello America'. Todas esas razones convierten Las Vegas, naturalmente, en un lugar fascinante. Y no por la silicona de las meretrices o por la hipnosis de la ruleta -la hormigonera de los sueños que nunca se cumplen-, sino porque se trata de un experimento sociológico y antropológico alienante cuyo principio fundacional es tan antiguo y tan eterno como la codicia.

Recurren a la distopía de Las Vegas Marcel Borrás y Nao Albet en el fabuloso espectáculo que han organizado en los Teatros del Canal. Lo estrenaron hace dos años, pero el regreso a la “capital” de 'Mammón' era un derecho de réplica y una obligación con los espectadores que no llegamos a tiempo de conseguir unas localidades.

Ocuparlas en el patio de butacas se parece a la experiencia de una montaña rusa. Porque es una función trepidante. Porque hay pasajes de vértigo y de carcajada. Y porque las situaciones angustia y de oscuridad redundan en el itinerario de una tragicomedia tan extrema como Las Vegas.

Es el lugar en que los metapersonajes de Borrás y Albet “acuden” para financiar una obra de teatro pretenciosa. Necesitan dinero. Y se valen de un gurú local para llevarse un dineral en una partida de cartas clandestina, subestimando ambos que el pecado capital de la codicia tanto impide una retirada de la mesa como propicia el derramamiento de sangre.

Disputa y reyerta

Una vieja historia. Tan vieja como el oro que yace en el lecho del Rin. Y como la fertilidad del mito de Mammón. Lo descubrieron los autores en una visita arqueológica accidental en los aledaños de Aleppo. Habían viajado hasta Siria para exponerse a la ferocidad de la guerra contemporánea, pero una de las excursiones los derivó a un yacimiento donde tuvieron noticia de Mammón, un personaje bíblico que tanto puede definirse como el diablo de la avaricia o como el dios de la bonanza. Se supone que comparece o se aparece para ayudar a las familias necesitadas, pero la prosperidad que proporciona Mammón acostumbra a degenerar en disputa y en reyerta.

Es el bien y el mal a la vez. Como la perla de la novela de Steinbeck. La riqueza caída del cielo es una perdición porque descubre el lado insaciable de los humanos. Ya lo dice Gekko conversando con otro tiburón en Wall Street. “¿Cuánto dinero necesito para retirarme...? Más...”

No hay cuarta pared. Ni parecen encontrar límites el talento de Borrás y Albet en cuanto a los recursos tecnológicos y creativos

La extrapolación física y hasta metafísica de Borrás y Albet en el presente continuo, en directo. Nos las cuentan los formidables actores como si estuvieran improvisando la función. Y como si la naturalidad del relato hiciera a los espectadores partícipes de un secreto que está desplumándose a la medida de un privilegio. No hay cuarta pared. Ni parecen encontrar límites el talento de Borrás y Albet en cuanto a los recursos tecnológicos y creativos. Son los escritores de la trama. Y los actores principales que la representan, aunque el éxito de las funciones no se explica sin la versatilidad, el carisma y el magnetismo de Irene Escolar.

Representa ella la pulsión erótica de la obra, aunque la road movie del “Mammón” también se reconoce en un teatro físico e hiperbólico, más todavía cuando la cocaína funciona como un excitante conceptual y cuando los protagonistas celebran todos los tópicos iniciáticos de Las Vegas.

El templo del placer y del dinero es un espejismo en medio del desierto. Y una ciudad bidimensional. El neón sustituye al sol. Siempre es de noche. Y prevalece una permanente turbación de los sentidos que agota el ingenio del jugador. Y que lo remite al pecado original que que yace bajo la arena, en un yacimiento de Aleppo y en el fondo de nuestro alma: la codicia.

"Auge y Caida de Mahagonny” era el nombre de la ciudad que se le ocurrió a Bertolt Brecht para alertar sobre la decadencia de Occidente en el solipsismo materialista. Fundan Mahagony los colonos del juego y de la prostitución, aunque la dimensión libertina de la nueva Gomorra se resiente de un mandamiento elevado al castigo de la pena de muerte: está prohibido carecer de dinero. Y no gastarlo.

El desenlace catastrófico se parece al de Mammón. Porque el “problema” no es Mahagonny ni Las Vegas. Ni siquiera la ludocracia. El “problema” podría escribirse en piedra con un aforismo de Donne: "Yo soy la Babilonia de la que huyo".

Las Vegas no es una ciudad, sino un simulacro urbano, hueco y pueril del consumismo frenético donde todo parece estar permitido cuando en realidad todo está controlado. El misterio radica en sustraerles a los visitantes de la gran impostura. Que se crean libres delante del croupier y que se dejen los ahorros y las arras paseando en góndola por el decorado en cartón piedra de Venecia. Las Vegas no es un lugar extraordinario, sino hiperordinario, en el sentido extremo de la vulgaridad, de la opulencia, de la megalomanía y de la superficialidad. No hablamos aquí de moral ni de pecados capitales, retratamos una mentira de neón y de aire acondicionado que secuestra a los turistas bajo el pretexto de la felicidad y que los devuelve derrotados y arruinados.

Las Vegas Wall Street
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