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La batalla de las Ardenas, la última bala de Hitler
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La batalla de las Ardenas, la última bala de Hitler

Se cumplen 75 años de la escaramuza lanzada por Hitler para intentar detener a los aliados en el flanco del oeste. Fue el último intento antes de la apoteósica derrota en el frente ruso

Foto: La batalla de las Ardenas, a 17 grados bajo cero
La batalla de las Ardenas, a 17 grados bajo cero

En diciembre de 1944 el optimismo reinaba en el Alto Comando Aliado. Sus tropas habían entrado en Alemania, tomado Aquisgrán e incluso liberado de la tenaza nazi el puerto de Amberes tras vaciar de resistencia las aguerridas bolsas alemanas en el estuario del Escalda, fundamental para mantener operativo el puerto de la ciudad belga. Todo esto tras una ofensiva demasiado acelerada hasta provocar un exceso de optimismo tal como para llegar a plantear en algún momento el punto y final de la guerra en Europa antes de la conclusión de ese año prodigioso, simbolizado por la abertura del segundo frente en Normandía.

Tanta euforia carecía de sentido porque los nazis no darían su brazo a torcer y sucumbirían, como reza el tópico, con las botas puestas. En agosto se liberó París. Los norteamericanos realizaron un desfile triunfal para, a continuación, proseguir con su labor en el frente. Eisenhower, militar con ínfulas de estadista, parecía un rey en Versalles, pero los problemas siempre estaban a la vuelta de la esquina, y eso mismo intuyó Hitler, desesperado, enloquecido y confiado en una acción resolutiva para desbaratar los planes del enemigo, a quien juzgaba con desdén por la lentitud en su cadena de decisiones, debida, según su criterio, al ingente número de mandamases implicados en la estrategia bélica.

Hitler, desesperado y enloquecido, buscaba una acción resolutiva para desbaratar los planes del enemigo


En ese instante dramático su olfato no iba desencaminado. Desde hacía meses la convivencia entre los estadounidenses y el británico Montgomery era cada vez más complicada, en especial por la extraña personalidad del vencedor en El Alamein: siempre arrogante, con una valoración hiperbólica de sí mismo y la posibilidad, como insinúa Anthony Beevor en más de un ensayo, de ser un Asperger no diagnosticado; brillante en pequeñas escaramuzas y desastroso cuando las hostilidades exigían una mayor responsabilidad, como en la operación Market Garden, cuando fracasó con rotundidad en la toma del puente de Arnhem mediante una serie de embates aerotransportados a combinarse con la ofensiva de blindados terrestres.

Hitler, desquiciado entre la ingesta de drogas, la nulidad de su sueño y un furibundo desapego de la realidad, alternaba episodios de histeria con arrebatos coherentes. Entre ellos, su mente repasó la historia marcial germánica contemporánea, cavilando un resquicio de esperanza en las Ardenas, triunfales para los intereses germánicos tanto en 1870 como en 1940, cuando fue esencial para la blitzkrieg contra el Benelux y Francia.

placeholder Así se planteó la batalla de las Ardenas desde Alemania
Así se planteó la batalla de las Ardenas desde Alemania


Las ventajas de ese territorio a las puertas del inclemente invierno de 1944 estribaban en lo poco guarnecido de su frente por las tropas aliadas, con la Cuarta División estadounidense con sólo la mitad de sus efectivos. Las Ardenas debían ser el resorte para recuperar Amberes y dar un giro de ciento ochenta grados para, al menos, morir con gloria en caso de debacle, aunque para otros gerifaltes nazis podía ser el mecanismo para pactar una paz por separado en Occidente y así poner toda la carne en el asador contra la amenaza soviética, con su aliento a un suspiro de la frontera oriental del Reich.

Victoria o Siberia

La perspectiva, decidida en septiembre, era reunir a más de quinientos mil soldados y reequipar a divisiones blindadas para cruzar el río Mosa por el norte y desde ese punto tomar el camino hacia Amberes y Bruselas. Todas las coordenadas se mantuvieron en estricto secreto. Se silenciaron los dispositivos radiofónicos y los comandantes callaron sobre los pasos a seguir. Muchas tropas lanzaron la hipótesis de una reconquista de París, pero la idea era bien distinta y se veía lastrada por dos factores, la precariedad de combustible para los tanques y la incertidumbre sobre las condiciones meteorológicas. Si estas eran adversas los vientos soplarían a favor por la impotencia aliada en usar su aviación, a la postre clave cuando los cielos se despejaron, justo antes de Navidad.

La ofensiva también era complicada por el lamentable estado del suelo, empapado por recientes lluvias


La ofensiva también era complicada por el lamentable estado del suelo, empapado por recientes lluvias. Si en 1940 se había cruzado la zona en tres días fue por perpetrarse el ataque durante la estación primaveral, con el sol exaltado y la senda disponible para recorrer ochenta kilómetros diarios, como calculaba Hitler, para quien la existencia sin espacio vital era impensable.

El infierno se desencadenó con los americanos sosegados al tener las Ardenas como un sector tranquilo. El arranque con artillería a lo largo de un frente de 130 kilómetros se mezcló con la irrupción de tormentas de nieve, perfectas para mantener los aparatos aéreos inactivos. Eso propició una semana de éxtasis entre las unidades alemanas, conscientes del reto del operativo y temerosas de su destino en caso de sucumbir. Era victoria o Siberia, y por eso mismo no hubo tregua para canalizar el caos aliado, sumido en la desorientación de lo inesperado en unas condiciones pésimas, aliviadas por la lentitud del avance rival, y bien es sabido que en circunstancias de ese calado los movimientos precarios permiten la llegada de refuerzos con celeridad.

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Fue una batalla muy dura por el clima


Durante esas jornadas acaecieron algunos episodios muy remarcados a posteriori. El 17 de diciembre el ímpetu alemán ocupó Saint Vith. Cuando la Leibstandarte SS Adolf Hitler dirigida por Joachim Peiper se encontró a treinta vehículos estadounidenses no dudó en abrir fuego, rindiéndose los adversarios. Al cabo de pocos minutos fueron ejecutados a sangre fría, conociéndose este suceso como la masacre de Malmedy, juzgada durante los procesos de Dachau en 1946.

Estos fusilamientos no fueron relevantes para la batalla, aunque quizá sí determinaron un endurecimiento aún mayor de los cuerpos de SS, para quienes ser capturados implicaba una muerte segura a manos de sus oponentes, asimismo hastiados por otras argucias teutonas capitaneadas por Otto Skorzeny, liberador de Mussolini en el Gran Sasso, con la misión de ubicarse detrás de las líneas aliadas, cambiar los postes indicadores, dirigir el tráfico para despistar y tomar los puentes sobre el Mosa. Sus hombres iban ataviados con uniformes de las tropas norteamericanas, hablaban inglés con acento yanqui y se habían pertrechado de placas idénticas a las de sus contrincantes para maniobrar sin ser perturbados.

La Bastogne de todas las batallas

Estos infiltrados no contaban con ser delatados al no llevar los calzoncillos oficiales del contingente de las barras y estrellas. Además de este detalle interior bastaban una serie de preguntas sobre actualidad deportiva y cultural made in USA para desnudar su impostura. Aun así, el pavor durante esas jornadas fue in crescendo, y entre las causas estaba el rumor de un grupo especial encargado de secuestrar a Eisenhower en París, hasta entonces el remanso de lujuria para los vencedores en Normandía, siempre ávidos de sus permisos para frecuentar prostitutas y gastarse su sueldo entre sábanas más bien gastadas.

La situación era delirante. Muchos hallaban a sus oponentes congelados y de pie, como maniquíes de camuflaje. Las matanzas civiles se sucedieron, así como las violaciones. El mayor obstáculo era la comprensible obcecación nazi con Bastogne, pequeña ciudad famosa por una carrera ciclista y definitoria para la suerte de la contienda al ser una encrucijada de caminos de suma trascendencia. Los alemanes la asediaron, pero los cielos escamparon el 23 de diciembre y esto, unido con la hiperventilación del siempre entusiasta George Patton, mutaron el paradigma, hasta entonces precario y mucho más llevadero en Navidad, cuando el bravucón general se atrevió a pronunciar aquello de: “Ha llegado un día despejado y frío, un tiempo estupendo para matar alemanes”.

Algunos alemanes fueron delatados al no llevar los calzoncillos oficiales del contingente de las barras y estrellas y no pasar un test cultural made in USA


No erraba en absoluto su tiro. Las soflamas alemanas de una imprevista recuperación ni siquiera calaron en Berlín. Sus ciudadanos, siempre proclives a un humor negrísimo, bromeaban sobre la conveniencia de regalar ataúdes en vez de beber el champagne propugnado por Joseph Goebbels, quien no sufría los diecisiete grados bajo cero del frente, el paro por la ausencia de combustible y el vigor de la recuperación aliada, sólo mitigada por una doble vuelta de tuerca de Hitler, quien en su exasperación ordenó a Goering, siempre más sospechoso de derrotismo, una razzia aérea confirmada el primero de enero de 1945 para destruir aviones aliados en sus bases. El éxito de sus balbuceos devino catástrofe por el rápido reemplazo de las pérdidas y la desaparición del efecto sorpresa, y lo mismo podría argumentarse de la Operación Nordwind en Alsacia y Lorena, creándose una bolsa en Colmar mientras millares de estrasburgueses huían por el deseo de no volver a caer en las redes nazis.

El apagón

La salvación de Bastogne y la remisión de las dos intentonas alemanas significaron el adiós a cualquier posibilidad de ganar la guerra. A finales de enero todo el frente occidental volvía a estar bajo control, mientras en el Este Stalin activaba sus tropas en el saliente del Vístula para atacar antes del deshielo por la necesidad de tener el terreno endurecido para sus carros de combate. La anticipación de esta ofensiva se arguyó para contentar a Franklin Delano Roosevelt, quien le pidió en una misiva auxilio para sacarle las castañas del fuego.

placeholder La derrota fue brutal para los alemanes
La derrota fue brutal para los alemanes


La victoria aliada también se cobró sus víctimas en la comandancia aliada. Omar Bradley podía haber sido el máximo responsable del desmorone, y a la postre sus deméritos se rebajaron, incrementándose las loas a Montgomery de manera injusta, como desmintió el mismo Churchill, indignado por esa propaganda favorable a su recién nombrado Mariscal de Campo, demasiado vanagloriado de sí mismo sin atender a la unidad del mando, con los norteamericanos hartos de toda su jactancia.

Las Ardenas fueron otra tumba para el Reich. El impulso era urgente y una ruleta rusa con seis balas en el cargador pese al arrebato del debut, insuficiente por el contexto y la imposibilidad de maniobrar como antaño. A veces, al analizar los eventos con la perspectiva del tiempo transcurrido, da la sensación que muchos historiadores se han acogido al pánico aliado de ese diciembre para aumentar la raigambre del episodio, pues si se analiza con frialdad no asoma por ningún lugar la posibilidad de un triunfo alemán, sólo fuegos de artificio más bien perniciosos al debilitar el flanco oriental y acelerar con estrépito la caída de los dioses. El dictador lo sabía, y quizá por eso aún retumba su pronóstico sobre su propio hundimiento con la consecuencia de llevarse el mundo entero por delante. Nunca un ombligo fue tan dañino para el género humano.

En diciembre de 1944 el optimismo reinaba en el Alto Comando Aliado. Sus tropas habían entrado en Alemania, tomado Aquisgrán e incluso liberado de la tenaza nazi el puerto de Amberes tras vaciar de resistencia las aguerridas bolsas alemanas en el estuario del Escalda, fundamental para mantener operativo el puerto de la ciudad belga. Todo esto tras una ofensiva demasiado acelerada hasta provocar un exceso de optimismo tal como para llegar a plantear en algún momento el punto y final de la guerra en Europa antes de la conclusión de ese año prodigioso, simbolizado por la abertura del segundo frente en Normandía.

Hitler Franklin D. Roosevelt