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Tiempo y poder: los cuatro inesperados giros que llevaron al nazismo (y su lección hoy)
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Tiempo y poder: los cuatro inesperados giros que llevaron al nazismo (y su lección hoy)

'Tiempo y poder' es el último ensayo del británico Christoper Clark tras el éxito de 'Sonámbulos', donde diseccionó con maestría cómo el Viejo Mundo se lanzó cual caballo desbocado a la I Guerra Mundial

Foto: Hitler, pasándolo bien junto a su amiga Leni Riefenstahl en 1934. (Cordon Press)
Hitler, pasándolo bien junto a su amiga Leni Riefenstahl en 1934. (Cordon Press)

A lo largo de la Historia pocos han sido los gobernantes capaces de marcar una era hasta sintetizarla con su nombre. Este logro implica condicionar toda la línea cronológica del momento a las acciones de un núcleo irradiador con suficientes tablas como para determinar el contexto y metamorfosearlo desde el trono. Augusto, Pericles, Luís XIV, Napoleón o Stalin son ejemplos ilustres de esta categoría, pero cualquier dirigente aspira a dejar ese tipo de impronta, y bien pocos lo consiguen por la dificultad intrínseca de controlar el reloj hasta maniatarlo. Esta es la temática de 'Tiempo y poder' (Galaxia Gutenberg), último ensayo del británico Christoper Clark tras el éxito de 'Sonámbulos', donde diseccionó con maestría cómo el Viejo Mundo se lanzó cual caballo desbocado hacia el desastre de la Primera Guerra Mundial.

En esta ocasión centra el tiro en su especialidad, el universo germánico, y de la Prusia posterior a la guerra de los treinta años alcanza el Tercer Reich como conclusión de cuatro giros inesperados enmarcados en la mente de cada uno de sus mandamases.

placeholder 'Tiempo y poder'. (Galaxia Gutenberg)
'Tiempo y poder'. (Galaxia Gutenberg)

El primero es Federico I de Prusia, el Gran elector o el dinamismo entre pasado y presente para ir hacia el futuro. Desde sus posesiones de Brandenburgo comprendió sin mucha complicación la necesidad de alterar las relaciones con los Estados, demasiado seguros por sus privilegios debidos a la tradición, y estos mismos negaban la centralización administrativa y la posibilidad de verse supeditados a quien ostentaba la corona, obsesionado tras el reciente y devastador conflicto bélico de los tres decenios (1618-1648) a forjar un ejército permanente para proteger las fronteras y tener preparadas las piezas para ofensivas de carácter expansivo.

El Gran elector fue soberano durante una era donde empezó a cultivarse una historiografía del presente, y este factor enlazaba con su ideario, desprovisto del culto a la Antigüedad al reflexionar sobre el ahora sin ataduras más bien retóricas ni drásticas continuidades. No aspiraba a emular y por eso mismo consideraba los privilegios de los Estados como algo excepcional desde una trampa léxica. Al supeditarlos a su yugo siguió las tendencias propias del siglo, para muestra la Francia del Rey Sol, y añadió su particular rúbrica con la tolerancia religiosa mediante la acogida de los hugonotes y un equilibrio entre protestantes y calvinistas para potenciar el comercio en sus dominios. La Historia era una locomotora a pleno gas y con el cetro en mano debía manejarse su velocidad para construir su estación de destino.

placeholder Federico I de Prusia (Antoine Pesne, 1713)
Federico I de Prusia (Antoine Pesne, 1713)

Con el Gran Elector lo pretérito se tambaleó. Se intuye en su proceder una conciencia de modernidad bien distinta a la de Federico el Grande, rey historiador partidario de un tiempo inmóvil. Clark menciona su afición a los lienzos de Watteau, donde lo anterior y el porvenir penden de un hilo, como si ese suspiro congelado del paréntesis fuera la esencia fundamental. El recurso pictórico es interesante, pero mientras avanzamos en las pesquisas de su filosofía, indudablemente influenciada por Voltaire, contemplamos un retroceso desde la manipulación de las fuentes.

Federico omite el impasse de la claudicación de los Estados porque quiere engarzarse con lo romano desde lo imperial. Otro punto a no desdeñar de sus postulados versa sobre su homosexualidad. Rechazó la sucesión dinástica impuesta y prefirió conservar una atmósfera idílica entre la libertad personal y una sociedad estática para prevenir algaradas y transformaciones demasiados contundentes. Amaba las composiciones de su profesor de piano y composición, Johann Joachim Quantz, y renunciaba tocar otras piezas para frenar el vendaval de caprichos y reprimir la eclosión de las modas. Si su antecesor modeló las manecillas él quiso obstaculizar su movimiento, aunque compartía lógicas con otro gigante, Bismarck, al privilegiar ambos instantes concretos desde valencias opuestas.

Bismarck o el jugador de ajedrez

El Gran Elector tuvo el mando de Brandenburgo-Prusia entre 1640 y 1688. Federico II permaneció en lo más alto entre 1740 y 1886, mientras Otto Von Bismarck, tras una brillante carrera diplomática, fue canciller del reino y después del Imperio entre 1862 y 1890, 28 años transcurridos con una aceleración vertiginosa, como si la Historia se hubiese desmarcado para plantar retos a sus protagonistas entre el nacimiento de la industrialización, el auge tecnológico, el surgimiento de la clase trabajadora y el cuestionamiento del edificio desde 1789, cuando en Francia se cimentó la contemporaneidad con principios radicalmente distintos a los del Antiguo Régimen, con la ciudadanía por bandera y una serie de valores aún vigentes pese toda la andanada populista de la actualidad.

placeholder Otto von Bismark
Otto von Bismark

Además de lo dicho otro vector impulsaba la catapulta, el nacionalismo como catalizador y síntesis desde una perspectiva burguesa. Bismarck quiso regular todo este entorno, y para hacerlo eligió varias metáforas. En 1848 el panorama estalló con la Primavera de los Pueblos. París estornudó y toda Europa se resfrió. ¿Qué hacer? El juego del ajedrez tiene infinitas variantes, imposibles de recrear en una sola vida humana. Esta imprevisibilidad es uno de los grandes retos del orden. La revolución no fue una molestia para el futuro generador del Reich. Debía aceptarse si se supeditaba a la corona, y desde este planteamiento observó la Dieta de Frankfurt. El parlamento podría legislar sí, pero sin independencia del monarca prusiano, siempre con un as en la manga o una última palabra para emanar decretos y propuestas.

Este hálito de juventud cobró otras formas cuando fue designado cCanciller. Tenía experiencia, había departido en todas las embajadas de postín y en su mapa los peones estaban dispuestos a la perfección, pero para ser efectivos debían atacar en la apoteosis del momento, como en 1864 con la invasión de la impronunciable Scheslwig-Holstein, en 1866 con la guerra contra Austria, hasta mermarla en su hegemonía sobre el mundo germánico, o en 1870, cuando pervirtió el lenguaje del telegrama de Ems para forzar la reacción de Luís Napoleón y destrozar el Imperio Francés para matar dos pájaros de un tiro con la derrota del enemigo eterno y unificar Alemania en el mismísimo Palacio de Versalles.

Para Bismarck la Historia era el cambio permanente y el único pilar inmutable debía ser la corona

Para Bismarck la Historia era el cambio permanente y el único pilar inmutable debía ser la corona, de ahí la extrema racionalidad en refrendar el sufragio universal masculinos y potenciar un embrión de seguridad social para el proletariado. El contenido podía alterarse desde la inevitable preponderancia persistencia de la dinastía Hohenzollern, aunque si me apuran el linaje también podría depositarse en la basura mientras se mantuviera su estructura de sustento. Cuando esta cayó Bismarck criaba malvas. Desde su adiós al poder el tiempo normal caducó. Brotaron muchos relojes y los oídos debían permanecer bien abiertos para no errar en las señales horarias.

El desmorone y el tiempo nazi

La secuencia hilvanada por el canciller de hierro se desmoronó el 9 de noviembre de 1918 y remitió a 1848. El SPD había ganado mucho peso en el Parlamento, pero hasta entonces no había aupado a ninguno de los suyos hasta la Wilhelmstrasse. La revolución como consecuencia de la inapelable derrota en la Gran Guerra canceló la era de Bismarck y dio inicio a la República de Weimar, para muchos una anomalía histórica, entre ellos Adolf Hitler. Cuando ascendió a la cúspide el 30 de enero de 1933 se propuso desmantelar los restos del naufragio para erigir otra realidad. Según sus concepciones el Estado era un medio para alcanzar un fin, en su caso la conservación y el fomento de una comunidad de seres humanos física y psíquicamente iguales desde un acervo racial para posibilitar el libre desarrollo de todas las fuerzas adormecidas en la raza. Cualquier Estado ajeno a este objetivo carecería de significado.

El régimen nazi fue excepcional en su manejo de la imagen, como si fuera por delante en su comprensión de la contemporaneidad. Para ello usó todo el campo al alcance, del cine hasta la estética de sus concentraciones, pero entre sus artefactos propagandísticos se ha soslayado en demasía el valor de sus exposiciones, receptáculos con mensajes sobre su concepción de la Historia y, por ende del tiempo.

En las primeras los residuos de la Democracia se exhibían sin tapujos, material desechable sólo digno de ser conservado desde un trato aniquilado. Más tarde, además de mostrar el éxito de sus políticas, se dio un paso más. Himmler quería retrotraerse, en desacuerdo con Hitler, a la prehistoria y el tópico siempre comenta el wagnerismo como fuente, pero para los nazis la Historia era pura contingencia hasta alcanzar su momento desde una perspectiva mesiánica. Nada más existió antes ni después, esta era la máxima y la supervivencia se expresaba en actos como esparcir 'Mein Kampfs'dorados en las profundidades para reafirmar los mil años de esplendor venideros.

El final es sabido por todos. Clark concluye su interesante ensayo con un suave viraje hacia el siglo XXI, víctima del presentismo y carente de estadistas. Antes de llegar a este fragmento uno cavila con la súbita aparición de Angela Merkel, pero en cambio damos con Emmanuel Macron y un discurso de 2017 desde el europeísmo y la necesidad de dar más poder a Bruselas en detrimento de los Estados-Nación, y de este modo regresamos al Gran Elector con nuestros ropajes desde el anhelo de cancelar voces amparadas en lo vetusto para facilitar la eficacia en la gestión, soterrar banderas y caminar unidos con fronteras menos espinosas y mucho más coherentes.

A lo largo de la Historia pocos han sido los gobernantes capaces de marcar una era hasta sintetizarla con su nombre. Este logro implica condicionar toda la línea cronológica del momento a las acciones de un núcleo irradiador con suficientes tablas como para determinar el contexto y metamorfosearlo desde el trono. Augusto, Pericles, Luís XIV, Napoleón o Stalin son ejemplos ilustres de esta categoría, pero cualquier dirigente aspira a dejar ese tipo de impronta, y bien pocos lo consiguen por la dificultad intrínseca de controlar el reloj hasta maniatarlo. Esta es la temática de 'Tiempo y poder' (Galaxia Gutenberg), último ensayo del británico Christoper Clark tras el éxito de 'Sonámbulos', donde diseccionó con maestría cómo el Viejo Mundo se lanzó cual caballo desbocado hacia el desastre de la Primera Guerra Mundial.

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