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Morir o follar en la República de Weimar
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Morir o follar en la República de Weimar

La novela póstuma de Philip Kerr y la serie de Tom Twyker retratan uno de los periodos más fértiles y convulsos de la cultura occidental

Foto: 'Babylon Berlin'
'Babylon Berlin'

El erotismo es el gran antídoto de la muerte, no digamos cuando una sociedad encadena una guerra mundial, una epidemia mortal de gripe y una depresión económica. Le ocurrió a Prusia o Alemania desde 1918. Tanto se depreció -y despreció- el valor de la vida como se relajaron los dogmas sociales. Y emergió una fertilidad artística que hizo de la República de Weimar un periodo alucinante y alucinógeno de pulsiones creativas.

Se malogró el prodigio entre el hambre, las revoluciones, las contrarrevoluciones y las botas del nazismo, pero la transición cultural que sacudió Centroeuropa entre la Primera y la II Guerra Mundial es tan extraordinaria como la Atenas de Pericles, la Florencia de los Medici o el París que iluminaron las luces de Voltaire y de Rousseau.

“Todo es posible en Berlín”, decía un aforismo de la época. Como todo fue posible en Babilonia. Las libertades y el libertinaje relacionaron un extremo de la historia con el otro. Y alumbraron 'Metrópolis', cuya simbología de contorsión social y alienación proletaria tanto identifica la película visionaria de Fritz Lang como titula la última novela de Philip Kerr.

Última quiere decir que no habrá más. Porque ha muerto el escritor escocés.

Y porque esta publicación póstuma cierra el ciclo de los “noir” dedicados al detective Gunther. Kerr nos lo hizo querer, temer y respetar cuando lo introdujo en la Alemania de Hitler o en la Guerra Fría, pero teníamos pendiente conocerlo en sus orígenes profesionales. Es el año 1928. El año del “Bolero” de Ravel y del primer vuelo del Zeppelin. La sociedad de Weimar sobrevive agitada a los vaivenes del comunismo y del proto-nazismo. Los cadáveres se amontonan como las balas perdidas. La represión policial es tan elocuente y cruenta como las barricadas. Paramilitares. Militares. Gángsters. Tullidos en las calles, putas, cocaína en las farmacias. Heridos de guerra. Berlín se desangra y acecha en la gran depresión la Alemania de orden.

“Y sin embargo -escribe Kerr- Berlín era un sitio maravilloso y estimulante (...) Era un espejo enorme y luminoso del mundo (...) un reflejo maravilloso de la vida en toda su fascinante gloria (...) Supongo que no es de extrañar que después de una guerra en la que tantos alemanes se vieron obligados a matar por su país ahora prefirieran follar”.

El sexo como escapatoria a la muerte, condición primaria y arcaica de una época que exploró las últimas fronteras de la transgresión. No ya con la aparición de un lenguaje nuevo: el cine, sino con una tensión entre el hedonismo y el expresionismo en estado de ebriedad. Debemos al espíritu Weimar la fundación de la Bauhaus, el desgarro de Brecht, los cabarets de Kurt Weill, la sátira pictórica de Georg Grosz, la mesura de Stefan Zweig y la desmesura de la música dodecafónica.

El sexo como escapatoria a la muerte, condición primaria y arcaica de una época que exploró las últimas fronteras de la transgresión

Puede que Berlín fuera Babilonia, pero su repercusión más concreta se produjo en Viena. La ciudad de Freud, la capital del psicoanálisis. La decadencia de un imperio difunto que liberó a los artistas de la mordaza de la corrección. Y que los convirtió en visionarios del totalitarismo que se avecinaba. No canta Lulu en la ópera de Alban Berg, aúlla.

Weimar es el cine fatalista de Murnau, el advenimiento de la cultura de masas, pero también la democratización de la miseria y de la angustia social en los callejones de un Estado fallido. Philip Kerr reconstruye el hábitat de las generaciones y las degeneraciones. Y lo pone a investigar dos crímenes cuya perversidad también retrata la depuración social: un asesino en serie que arranca la caballera a las putas y otro criminal que limpia la ciudad de los tullidos.

placeholder Philip Kerr. (EFE)
Philip Kerr. (EFE)

Es una alegoría de la eugenesia y exterminio que sobrevendrían después, aunque 'Metrópolis' es antes una novela policiaca en claroscuro, fluida, apasionante, que un tratado ventajista de premoniciones.

Le sucede lo mismo a 'Babylon-Berlin' de Tom Twyker. Ya se han estrenado las dos primeras temporadas en Movistar y se anuncia la puesta de largo de la tercera, redundando en la riqueza y pobreza de una ciudad, de una época, sórdida y deslumbrante, nauseabunda y fértil, cuyo peso conceptual, político y cultural se resume en un topónimo eufónico: Weimar.

La serie es tan buena que hasta la BBC, reacia a las incursiones no anglosajonas, la considera entre las diez mejores de la historia. No hace falta una competición para convenir que 'Babylon-Berlin' es una pintura al fresco de enorme poderío visual que se abastece de todos los géneros -el thriller, el melodrama, la crónica política, el adulterio y hasta el western- para llevarnos a la sima y la cima de la cultura occidental.

El prólogo de Philpp Kerr se vanagloria de que Berlín, a diferencia de Babilonia, no sucumbiría a una maldición bíblica. No la abatirían ni los caldeos ni la iracundia de Dios. No acabaría expuesta a la venganza divina. Acabarían con ella las hélices de la esvástica.

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El erotismo es el gran antídoto de la muerte, no digamos cuando una sociedad encadena una guerra mundial, una epidemia mortal de gripe y una depresión económica. Le ocurrió a Prusia o Alemania desde 1918. Tanto se depreció -y despreció- el valor de la vida como se relajaron los dogmas sociales. Y emergió una fertilidad artística que hizo de la República de Weimar un periodo alucinante y alucinógeno de pulsiones creativas.

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