'El colgajo': cómo vivir cuando te destrozan la cara de un disparo y matan a tus amigos
Philippe Lançon sobrevivió herido al atentado de 'Charlie Hebdo' y su relato de los hechos y sus durísimas consecuencias llega ahora a España avalado por su éxito en Francia
Es tentador abrir 'El colgajo' (Anagrama) por su capítulo cuarto, trivialmente titulado 'El atentado', a la busca de la descripción 'in situ' de los terribles hechos que justifican el libro. 7 de enero de 2015. La reunión editorial de los viernes en el semanario satírico francés 'Charlie Hebdo' acaba de terminar. El narrador, el escritor y periodista Philippe Lançon (Vanves, 1963), está a punto de marcharse cuando de pronto escucha "un ruido seco, como de petardos" y gritos que llegan desde la entrada. Dos tipos embozados y armados con AK47 irrumpen en la sala, preguntan por Charb, el director y, de pronto, todo se ralentiza. Disparos, gritos de "¡Allahu Akbar!", Lançon cae el suelo, dos balas le han reventado la mandíbula pero aún no lo sabe. Observa por debajo de la mesa las piernas negras y el extremo de un fusil que se acercan, cierra los ojos y en ese momento siente la respiración del asesino que le observa desde arriba. Sabe que debe mantenerlos cerrados y hacerse el muerto pero no puede evitarlo y vuelve a abrirlos. Los ojos que le miran desde la abertura del pasamontañas se cruzan con los suyos, el terrorista duda si rematarlo... Finalmente se marcha.
Es tentador, decimos, empujados por la curiosidad y el morbo, empezar por estas páginas, pero 'El colgajo' es un libro tan extraordinario y turbador que no solo no se agota en su dramático nudo narrativo sino que crece heroicamente en torno suyo trenzando crónica, recuerdos, reflexiones y magnífica literatura en una novela 'real' que es en realidad un extenso y conmovedor epílogo a los hechos, al cómo vivir después de que te destrocen la cara de un disparo y veas los sesos de tus compañeros y amigos esparcidos en torno tuyo. Y lo hace sin perder un humor tan triste como optimista y enaltecedor: "En ese mismo instante, Sigolène cruzó una mirada con Charb y supo que él sabía de qué iba. No es de extrañar: Charb no se hacía muchas ilusiones sobre lo que los hombres son capaces de hacer, carecía de todo carácter patético, de toda noción de pomposidad, y era por eso por lo que, encaramado como un hurón al bigote de Stalin, resultaba tan divertido. Seguramente no necesitó los segundos de vida que le quedaban para comprender de qué historieta salían aquellos dos cabezas huecas con pasamontañas que traían el fanatismo y la muerte para contemplarlas como lo que eran antes de que lo mataran".
Después de aquel día en que los hermanos Kouachi cambiaron su vida obligándole a "renacer a los 50", Philippe Lançon tuvo que asimilar la muerte de algunos de sus mejores amigos, como los dibujantes y columnistas Cabu, Wolinski, Charb o Bernard Maris, someterse a 18 operaciones de cirugía facial mientras dos policías armados con subfusiles protegían el quirófano y a una convalecencia hospitalaria de casi un año en Salpêtrière y los Inválidos (la mitad de su rostro, del labio superior hacia abajo, había desaparecido) narrada con una crudeza terrible y que sirve un impresionante retrato del desamparo del paciente moderno. Después se marchó de París para instalarse en Roma junto a su pareja. Y allí comenzó a escribir.
Odiados por todos
En el momento del atentado, 'Charlie Hebdo' era una publicación en declive que apenas tiraba 60.000 ejemplares, con serias dificultades financieras y odiada por todos. Adscrita en origen a una izquierda ácrata y anticlerical, sus editores no se hacían precisamente merecedores de esa acusación tan del gusto de los cuñados de todos los países que reprocha meterse con los católicos pero no atreverse con los musulmanes. Lo cierto es que ellos se metían con todo Dios (nunca mejor dicho) y esa sólida y real encarnación de la libertad de expresión en tiempos poco propicios para la causa había sido precisamente una de las razones de su sostenida decadencia. En 2006 fue de los escasos medios en todo el planeta que se atrevió a difundir las polémicas caricaturas de Mahoma del periódico danés 'Jyllands-Posten'. Aquello los aisló enajenándoles la mayoría de sus lectores naturales de izquierdas. Y les puso en la diana de los islamistas. Insultos, amenazas, juicios y un ataque con cócteles molotov en 2011 que redujo a cenizas su redacción. Lo peor estaba por llegar.
El propio Lançon, viejo colaborador del semanario satírico, confiesa en 'El colgajo' que hacía años que, "no sin cierta vergüenza", no se atrevía a abrir la revista en el metro. Siguieron adelante, sin embargo, incapaces de no reírse de la estupidez de sus enemigos porque, como le dijo Charb al autor en una cena empapada en vino tinto y salpimentada de blasfemias: "Si hay que empezar a respetar a quienes no nos respetan, más vale cerrar el chiringuito". Y precisamente en la reunión que precedió al atentado los presentes estuvieron discutiendo sobre libertad de expresión e islam a propósito de la nueva novela que acababa de publicar Michel Houellebecq, titulada 'Sumisión' y en la que el primer novelista de la Francia actual imaginaba la victoria electoral de un partido islamista en Francia.
Así, hasta el día del atentado, a nadie se le hubiera ocurrido afirmar nada semejante al lema que se hizo célebre en las manifestaciones de repulsa que siguieron a los hechos —'Je suis Charlie'— cuando la revista vendió siete millones de ejemplares de su siguiente número con una caricatura de un Mahoma en portada al que le asomaba una lágrima bajo el título de "Todo está perdonado". Más bien al contrario, nadie los quería y muchos los odiaban con ganas, a diestras y siniestras: "Había sentido una vez más hasta qué punto el mundo de la extrema izquierda tenía el don del menosprecio, del furor, de la mala fe, de la ausencia de matices y la invectiva degradante. En ese aspecto, al menos, no tenía nada que envidiar a la extrema derecha".
Los hechos
"Aún hoy me cuesta soportar dicha confusión: los hechos son el único equipaje que hubiera querido llevarme en el viaje que vino después; pero los hechos, como todo lo demás, se deforman con la presión. La violencia había pervertido lo que no había logrado destruir. Como una tormenta, había hundido la embarcación. Los recuerdos subían a la superficie en desorden, deformados, inservibles, a veces incluso irreconocibles, pero con una presencia firme. Apenas había vivido el instante cuando sus restos se depositaban en desorden en la isla a la que había sido arrastrado, en esa sala pequeña saturada de papel, sangre, cuerpos y pólvora. Estaba obligado a hacer una selección imposible pero indispensable, igual que hace Robinson Crusoe con los vestigios de su barco. Por cierto, me doy cuenta de que este barco no tiene nombre, y en vísperas de una travesía hospitalaria y de una estancia insular y psíquica en la que tú, lector, quizás me acompañes, me pregunto con cierta desazón cómo es posible que el famoso náufrago se embarcara en un barco que no había sido bautizado. Con cierta desazón porque, a estas alturas, no sé cómo bautizar mi propia embarcación, por no hablar de mi isla —o, más exactamente, mis islas—. Si escribir consiste en imaginar todo lo que falta, en reemplazar el hueco con cierto orden, lo que yo hago no es escribir: ¿cómo iba a poder crear la menor ficción cuando a mí se me ha tragado una ficción? ¿Cómo erigir un orden cualquiera sobre semejantes ruinas? Es como pedirle a Jonás que se imagine que vive en el vientre de una ballena. Yo no necesito escribir para mentir, imaginar o transformar lo que me pasó. Me bastó con vivirlo. Y, pese a todo, escribo".
Yo no necesito escribir para mentir, imaginar o transformar lo que me pasó. Me bastó con vivirlo. Y, pese a todo, escribo
'El colgajo' es la historia de una reconstrucción vital que transcurre en paralelo a la reconstrucción hospitalaria de la mandíbula de su autor, pero es también una reflexión a lo largo de 500 páginas irrepetibles sobre el hecho de escribir. Lançon ha explicado en las escasas entrevistas que ha dado que, una vez empezado el libro, tuvo que parar al advertir que "estaba haciendo estilo, estaba haciendo literatura y no era eso lo que quería". Con todo, 'El colgajo', cuyo título remite a unos versos de Racine (“Colgajos llenos de sangre y miembros espantosos / Que perros voraces se disputaban entre ellos”), no está precisamente desprovisto de estilo. La intemperie de su prosa, la intromisión de todo tipo de referencias literarias donde se alzan Kafka y Baudelaire, sus reflexiones dolorosas de tan lúcidas, urden un libro único, literatura de verdad que invita a futuros autores que tengan intención de reincidir en la ya ajada autoficción... a dedicarse a otra cosa.
Es tentador abrir 'El colgajo' (Anagrama) por su capítulo cuarto, trivialmente titulado 'El atentado', a la busca de la descripción 'in situ' de los terribles hechos que justifican el libro. 7 de enero de 2015. La reunión editorial de los viernes en el semanario satírico francés 'Charlie Hebdo' acaba de terminar. El narrador, el escritor y periodista Philippe Lançon (Vanves, 1963), está a punto de marcharse cuando de pronto escucha "un ruido seco, como de petardos" y gritos que llegan desde la entrada. Dos tipos embozados y armados con AK47 irrumpen en la sala, preguntan por Charb, el director y, de pronto, todo se ralentiza. Disparos, gritos de "¡Allahu Akbar!", Lançon cae el suelo, dos balas le han reventado la mandíbula pero aún no lo sabe. Observa por debajo de la mesa las piernas negras y el extremo de un fusil que se acercan, cierra los ojos y en ese momento siente la respiración del asesino que le observa desde arriba. Sabe que debe mantenerlos cerrados y hacerse el muerto pero no puede evitarlo y vuelve a abrirlos. Los ojos que le miran desde la abertura del pasamontañas se cruzan con los suyos, el terrorista duda si rematarlo... Finalmente se marcha.
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