¿Por qué el progresismo perdió su liturgia? Siete funerales de izquierda
El fin de la cultura de clase y el auge del capitalismo salvaje cortaron de raíz prácticas que reforzaban vínculos comunitarios. Entre ellas, el homenaje a los finados
Amar es actuar. Estas fueron las últimas palabras escritas por Víctor Hugo, muerto el 22 de mayo de 1885 a la muy respetable edad de 83 años. Su fallecimiento supuso una conmoción mundial. Con su adiós se iba el escritor más famoso del siglo y París, como siempre, supo estar a la altura de las circunstancias. El cortejo fúnebre duró siete horas, se instaló un monumental catafalco en el Arco de Triunfo y el cuerpo fue el primero enterrado en el Panteón.
De este modo la aún adolescente Tercera República homenajeaba al triplemente exiliado tras el golpe de Estado de Luis Napoleón Bonaparte del 2 de diciembre de 1851, en coincidencia con la fecha del calendario en que su tío se autocoronó emperador de todos los franceses.
Ahora, con el inevitable paso del tiempo y su función amnésica de periodos anteriores, recordamos a Hugo mediante ciertos tópicos banalizados, como sucedió sin ir más lejos tras el incendio de Notre-Dame de París, cuando su homónima obra fue durante pocos días el libro más vendido en Amazon. Antes el padre literario de la zíngara Esmeralda fue un mito contradictorio con un ego superlativo. Al regresar de su impuesto destierro caviló incluso sobre si le ofrecerían la dictadura, a rechazar sin dilación. Nunca se refrendó la vanidosa hipótesis, pero en cambio ganó un puesto similar al de un faro, y su entierro fue la apoteosis de tanta celebridad defensora del sufragio universal, la abolición del trabajo infantil y la pena de muerte, el laicismo del Estado o el canto para una mayor justicia social basada en la paz.
Durante el largo desfile las prostitutas, a las que era muy aficionado, lucieron negros crespones y los burdeles cerraron en señal de duelo. Más allá de lo anecdótico abruman las cifras. Dos millones de personas se reunieron en las calles de la capital gala para despedir la leyenda. Fue un ritual ajeno a las ideologías, si bien la impronta de los textos hacia intuir una tendencia izquierdista inauguradora de una tradición de rituales del movimiento.
El pasado para comprender el vacío del presente
En 'Melancolía de izquierda' (Galaxia Gutenberg) el italiano Enzo Traverso traza con precisión la pérdida de las liturgias progresistas en nuestra centuria para constatar la ausencia de rumbo de un universo demediado tras la caída del muro de Berlín. El fin de la cultura de clase y el auge del capitalismo salvaje cortaron de raíz una serie de prácticas válidas para reforzar vínculos comunitarios, y entre ellas el homenaje a los finados tenía una trascendencia esencial. De la solemnidad hemos virado a las batucadas, del ceremonial casi místico hemos contemplado, y contemplamos, el amor a las batucadas, nada idóneas para aunar generaciones, con muchas de ellas distanciadas al sentirse ajenas a ese espectáculo de ruido sin proclamas ni himnos comprensibles para potenciar la protesta.
Barcelona fue durante toda la primera mitad del Novecientos un manantial anarquista. Desde la restauración democrática su nomenclátor y los espacios de memoria han omitido esa mitad fundamental de su Historia, privilegiando, como por otra parte acaece en todo el Viejo Mundo, una fosilización del recuerdo centrada en el relato nacional que en la tesitura catalana tiene más bien tintes nacionalistas.
Los últimos Ayuntamientos intentan tímidamente cambiar este paradigma con la primavera republicana, semana dedicada a ubicar placas conmemorativas en todos los barrios de la Ciudad Condal para activar una resurrección de los episodios más remarcables del obrerismo y la acción vecinal, algo complementado con una refundación del nomenclátor, siempre más feminista en los interiores de las manzanas del Eixample y pequeños espacios sin denominación bautizados bajo el signo de mujeres dignas de tener su estela en el espacio público. Muchos encontrarán esto inútil cuando, en realidad, es democratizar la cuadrícula urbana en pos de una pedagogía para reforzar una conciencia de lo pretérito, pues las calles no sólo sirven para pasear al estar repletas de historias válidas para aprehender su complejidad forjada a lo largo de los decenios.
Antes de estas medidas algunas personalidades imprescindibles de la divina acracia figuraban en esta lista de la memoria. En la calle San Rafael Salvador Seguí nos contempla desde su rectángulo cerámico. En su esquina con la calle Cadena, desaparecida con la irrupción de la Rambla del Raval, fue asesinado el 10 de marzo de 1923 junto a su amigo Francesc Comas. Fueron tiroteados por pistoleros de la Patronal en una de las últimas incursiones de esos años locos donde Barcelona se anticipó a Chicago, estupendamente plasmados en esa novela con ademanes ensayísticos de Antonio Soler, 'Apóstoles y Asesinos', glosa de la existencia de un pintor de paredes muy combativo con querencia por la educación antes de las armas y con ideas bien claras en lo relativo a los tempos para conseguir mejoras para los desposeídos de la tierra.
Los restos mortales de Buenaventura Durruti fueron recibidos como las de un santo laico
La muerte del 'noi del sucre', un político con los pies en el suelo, supuso una de las mayores conmociones barcelonesas, donde por otra parte los funerales masivos eran norma hasta el triunfo de los rebeldes en la Guerra Civil. En 1902 las exequias del poeta Verdaguer congregaron a más de trescientas mil almas, y uno podría meditar y concluir sobre la afición catalana a contar manifestantes, pero en ese momento la situación era harto diferente a la actual y estas honras fúnebres constituían instantes de indudable impronta cohesionadora.
Seguí no recibió tantos parabienes por el miedo de las autoridades a incidentes durante la ceremonia. Fue enterrado en un acto privado y como contrapartida la salma de Francesc Comas fue agasajada por más de doscientas cincuenta mil personas, cifra ridícula en comparación con el millón aglutinado a lo largo y ancho de la capital catalana el 23 de noviembre de 1936, cuando los restos mortales de Buenaventura Durruti fueron recibidos como las de un santo laico, y eso era en ese paréntesis de la Historia donde Cataluña fue el único lugar del planeta con prácticas económicas colectivizadoras de verdad y un espíritu, sobre todo palpable en Barcelona, henchido de insólita camaradería, con saludos distintos, aire de igualdad en el asfalto y simbologías rojinegras hasta en las cajas de los limpiadores de zapatos de la Rambla.
En una ocasión, perdonen si cuelo un recuerdo en el artículo, daba una charla sobre esos intensos meses y, de repente, una mujer anciana siempre en silencio lo rompió para decirme un seco "yo estuve ahí". Nunca sabré su edad, pero esa voz aún retumba en mi cabeza, como si al proyectarse recuperara todo ese acto épico de puños alzados, mutismo y lágrimas por el miedo a no concretar tanta esperanza.
Italia y un río cinematográfico
El 5 de marzo de 1953 se forzó la puerta de la habitación de Stalin y, con una mezcla de alivio y pavor, se verificó su óbito. Hay pocas imágenes de sus funerales, multitudinarios y atiborrados de cánticos, masas, banderas rojas y una secuencia de ritos arquetípicos de la cultura soviética. Sus exequias fueron las de un dios distante, y por lo tanto adquirieron un color metafísico. No importa la reproducción del desfile porque este era global, con los americanos asombrados informándose en los periódicos y los compañeros de viaje humildes sintiéndose desamparados por esa enorme ausencia, algo remediado con tremendo shock colectivo en 1956, cuando el XX Congreso del PCUS destapó los crímenes durante su mando.
En este elenco de funerales de izquierda Italia jugó un papel determinante. En agosto de 1964 falleció en Yalta, donde se hallaba de vacaciones junto a su pareja, el secretario general de Partido Comunista Italiano, Palmiro Togliatti, quien tras su exilio durante la Segunda Guerra Mundial fue decisivo para un nuevo ciclo político con su giro de Salerno. Mediante la renuncia a la lucha armada y la aceptación de los postulados democráticos integró a su formación en el espectro italiano, y este lo recompensó convirtiendo al PCI en el mayor bloque europeo defensor de la hoz y el martillo.
Togliatti, todo debe decirse, era un dirigente ambiguo, reacio a criticar a Moscú tras los acontecimientos de Hungría en 1956, pero eso no pareció importar en su funeral romano, con dos millones de partidarios pletóricos en el despliegue de la coreografía entre puños en alto, llantos hiperbólicos y la sensación de revivir lo arcano de las plañideras amparados bajo las cámaras de televisión. Sin saberlo oficiaban la penúltima misa antes del terremoto, y quizá algo de eso intuyó Pier Paolo Pasolini al incluir cortes de esa jornada en 'Uccellacci e Uccellini' (1966), donde Totó y Ninetto Davoli dialogan con un cuervo marxista, preocupado por la senda tomada por la ideología, y con razón, pues dos años más tarde el 68 inició el desmorone lento y paulatino de todo un universo, aún firme en sus creencias en mayo de 1984, cuando Enrico Berlinguer, segundo sucesor de Togliatti y adalid del compromiso histórico con la Democracia Cristiana para estabilizar el país, se vio golpeado por una hemorragia cerebral durante un mitin en Padua, expirando al cabo de pocas horas.
Sus exequias pertenecían a otra época y casi eran el epílogo del comunismo. Berlinguer había sido muy valiente al romper con la Unión Soviética entre la invasión checoslovaca de 1968 y la afgana de 1979. Junto a Georges Marchais y Santiago Carrillo, artífice de otro momento mortuorio para el recuerdo con la organización del adiós a los abogados de Atocha en enero de 1977, apostó por el eurocomunismo. Era valorado incluso por sus adversarios y esa condición hizo de la previa a su entierro una manifestación unitaria con la Nación en la cúspide, pues a ella había dedicado su labor con esmero e inmensa racionalidad. Nadie podía intuirlo, pero la función de 1984 sería el testamento definitivo, el cierre de un telón de una sala cerrada a cal y canto por la inoperancia de sus propietarios, con demasiado polvo como para pensar en la urgencia de articular otros lenguajes para superar la debacle.
Esta empieza a ser visible, al menos la constatación de una nada demasiado súbita, en una escena de 'La mirada de Ulises' (1995), del cineasta griego Theo Angelopoulos. Un barco recorre el Danubio con una estatua de Lenin en su interior. Hombres y mujeres en las estribaciones del río se santiguan a su paso. Una voz pregunta quién es y desde la nave se responde un rotundo nadie. Lo primero es religiosidad extinta. Lo segundo la asunción del presente, y en esas estamos, con la izquierda enfrascada en disquisiciones estériles, exaltación de memes y gifs para expresarse, negligencia callejera y la complacencia de tener el púlpito sin parroquianos, hartos de escuchar prédicas deslabazadas para catapultar propuestas progresistas acordes a nuestra era en favor de la ciudadanía domesticada por la música neoliberal.
Amar es actuar. Estas fueron las últimas palabras escritas por Víctor Hugo, muerto el 22 de mayo de 1885 a la muy respetable edad de 83 años. Su fallecimiento supuso una conmoción mundial. Con su adiós se iba el escritor más famoso del siglo y París, como siempre, supo estar a la altura de las circunstancias. El cortejo fúnebre duró siete horas, se instaló un monumental catafalco en el Arco de Triunfo y el cuerpo fue el primero enterrado en el Panteón.