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¿De verdad los humanos somos cavernícolas? La verdad tras el mito
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¿De verdad los humanos somos cavernícolas? La verdad tras el mito

El autor de 'La huella del mal' relata en primera persona los descubrimientos a la contra que surgieron mientras documentaba su novela

Foto: Representación de cavernícolas en Piñar, Granada. (EFE
Representación de cavernícolas en Piñar, Granada. (EFE

"No le fue difícil hacerse con la llave de la verja del Portalón de la Cueva Mayor sin que nadie se diera cuenta. En ese conjunto de cuevas fue donde se encontraron los restos del cráneo del Homo heidelbergensis al que llamaron Miguelón. Una vez traspasada la verja, caminaron hasta llegar a una oquedad estrecha, de unos tres metros, por la que apenas cabían. Se deslizaron como si de un tobogán se tratase hasta caer con delicadeza en la Galería del Sílex. Iban nerviosos, precipitados. Sin hablar. Sin mirar las pinturas. Tan solo iluminando el camino con los frontales de sus cascos. La galería era larga, de quinientos metros de longitud por unos diez de ancho y con una altura máxima de quince metros. Con estalactitas caprichosas, algunas de las cuales colgaban como dientes de dragón amenazantes, mientras otras se habían unido a las estalagmitas y entre ambas conectaban el suelo con el techo de la cavidad mediante columnas espectaculares. Se detuvieron en el lugar escogido por Inés sin prestar atención a su riqueza arqueológica".

placeholder 'La huella del mal' (Planeta)
'La huella del mal' (Planeta)

Así describo en mi novela 'La huella del mal' (Planeta, 2019) la entrada a la Galería del Sílex, perteneciente a las excavaciones de Atapuerca, por parte de dos de los personajes protagonistas. Para escribir estas líneas fue necesaria una documentación bastante prolija, ya que no está permitida la entrada, durante la cual me surgieron muchas preguntas: ¿cómo es el interior de esta cueva? ¿Qué restos arqueológicos encontramos? ¿De qué época? Pero casi más importante para el relato es qué significan las cavernas en la historia de los diferentes seres humanos que han habitado la Tierra. ¿Para qué entramos en ellas? ¿Vivimos realmente a su abrigo desde los primeros tiempos? ¿Somos cavernícolas como dice la sabiduría popular?

Toda mi investigación empezó un par de años atrás. Yo había leído mucho sobre Prehistoria y sobre Atapuerca, pero siempre es preferible tener una fuente lo más directa posible, no tan solo los libros o Internet, donde es más complicado verificar la información que te encuentras. Así que, una vez la editorial Planeta adquirió los derechos de la novela y yo ya había empezado a escribirla, decidí visitar una vez más la excavación acompañado por mis editores: Belén, Raquel y Emilio. Desde Madrid gestionamos el encuentro con uno de los codirectores: José María Bermúdez de Castro. Quedamos para comer con él en Burgos y le contamos por encima la novela. (Durante una visita escolar a la excavación arqueológica de Atapuerca, un chico de catorce años descubre que una de las reproducciones humanas que imitan los enterramientos de los homínidos de hace miles de años es, en realidad, el cuerpo de una chica muerta. La joven parece haber sido colocada con una simbología ritual, y todas las pistas apuntan a un macabro homicidio similar al ocurrido seis años atrás en otro yacimiento en Asturias).

Cita en Atapuerca

Al desarrollarse el grueso de la trama en las inmediaciones de la excavación burgalesa, necesitábamos a alguien para hacer consultas puntuales, ya que queríamos que todo lo que se dijese en el texto fuese científicamente correcto. Nosotros pretendíamos que nos derivase a un estudiante aventajado, alguno que estuviese escribiendo su tesis sobre Atapuerca. José María me pidió que le enviase el tipo de preguntas que necesitaba documentar para pensar a quién encargárselo. Pero cuando se las mandé y vio que no eran tanto preguntas técnicas, que también, sino otras con un trasfondo más filosófico y antropológico, decidió que sería él mismo el que me las contestase. Ahí se estableció una relación fluida entre nosotros de cientos de emails y llamadas, y alguna visita más.

Y así, tras hablar de religión, violencia, empatía, canibalismo, rituales, dimorfismo sexual, caza comunal o lo que nos hace realmente humanos, llegamos al punto en el que necesitaba situar a mis personajes en una cueva para esconderse y tener un encuentro sexual tórrido imbuidos por el espíritu de la prehistoria.

Hablamos de religión, violencia, empatía, canibalismo, rituales, dimorfismo sexual, caza o lo que nos hace realmente humanos

José María me propuso ubicar esa escena en la Galería del Sílex y me recomendó un libro con fotografías, dibujos y textos del grupo de espeleología Edelweiss: Cuevas de Atapuerca. En él se puede encontrar todo lo que quieras saber a nivel técnico, hasta el más mínimo detalle, así como multitud de imágenes. Completado por la experiencia del propio Bermúdez de Castro, que sí había entrado en la cueva y que me contó detalles que hacían creíble que uno de mis personajes también la conociera.

Por lo visto, la galería estuvo sellada durante cinco mil años hasta que en 1972 el grupo de espeleología Edelweiss descubrió un acceso. No fue fácil llegar a la cueva, tuvieron que excavar bastante para entrar a ese sector por los derrumbamientos que había habido en el pasado. Al escuchárselo contar a José María, comprendí que debió de ser un momento emocionante. Entrar después de tantos años en los que ningún ser humano había pisado ese suelo y encontrarse con la historia conservada de manera intacta durante todo ese tiempo. Se han descubierto en ella un montón de sílex trabajados por el hombre, cerámica del Neolítico, restos de animales. Y hasta huesos pertenecientes a veinticinco sapiens distintos. Pero lo más impactante son las pinturas rupestres del Neolítico y de la Edad del Bronce, con cuatrocientos motivos diferentes. En su día, la cueva resultó esencial para que Atapuerca fuera considerada de interés arqueológico.

placeholder Excavación en Atapuerca. (EFE)
Excavación en Atapuerca. (EFE)

Estos son los datos que se pueden conseguir consultando a la persona correcta. Pero enseguida surgieron otras conversaciones, menos técnicas, más antropológicas, como escribía antes. Y apareció esa creencia en que los hombres hemos vivido desde tiempos inmemoriales al abrigo de las cavernas. José María me explicó que los humanos no siempre las hemos habitado, como se suele representar en las películas sobre la prehistoria.

De cavernícolas tenemos muy poco —me dijo José María—. Las cuevas son frías y oscuras. Y piensa, por ejemplo, que las dos Castillas son llanas. Miles de kilómetros cuadrados sin una covacha. Hemos tenido que sobrevivir sin contar con ellas. De hecho, su uso por humanos es relativamente reciente.

—¿Qué es reciente, para ti?—le pregunté yo.

—Es difícil precisar una fecha. Lo más probable es que la entrada en las cuevas fuese acompañada del uso sistemático del fuego.

—¿Y eso cuándo fue?

—Pongamos… cuatrocientos mil años.

—Ante ayer.

Esta bien pudo ser nuestra conversación. A mí cuatrocientos mil años me parecieron una eternidad. No es fácil para un urbanita entender el concepto del tiempo geológico. Hay un ejemplo que me ayudó mucho: si considerásemos que el origen del universo hubiese sido el 1 de enero de un año cualquiera, el ser humano habría aparecido sobre la faz de la Tierra en los últimos segundos del 31 de diciembre. ¡Y en las cavernas habríamos vivido algunas décimas! Esa es nuestra historia. No hay más.

Las cuevas son frías y oscuras. Y las dos Castillas son llanas, sin una covacha. Hemos tenido que sobrevivir sin contar con ellas

Nos separamos del mono hace unos siete millones de años; hace cuatrocientos mil probablemente se ocuparon las entradas de las cuevas (y tan solo en algunos parajes donde las hubiese). Había luz exterior y pudieron encenderse los primeros fuegos. En el Corredor Levantino (actual Oriente Próximo) hay evidencias de fuego hace ochocientos mil años, pero en Europa tan solo hace cuatrocientos mil como he señalado antes, y en Atapuerca, en concreto, todavía no se han encontrado. El paso al interior se produjo quizá hace menos de cuarenta mil años. Las pinturas que encontramos dentro no se generalizan hasta diez mil años después. Por lo tanto, si damos por buena la fecha de cuarenta mil años no llega a un 0,6 % el tiempo que hemos vivido en cuevas desde que nos separamos del mono. No me queda más remedio que darle la razón. No hemos sido cavernícolas el tiempo suficiente de nuestra historia.

placeholder José María Bermúdez de Castro. (EFE)
José María Bermúdez de Castro. (EFE)

Según me dijo también José María, los motivos por los que entramos en ellas serían muy variados, pero la mayor parte del registro arqueológico tiene que ver con el mundo simbólico. Se piensa que Cueva Mayor (dentro de la cual está la Galería del Sílex) pudo ser un santuario. Un lugar destinado al enterramiento ritual, al culto a los antepasados. Los restos humanos encontrados allí podían formar parte de ese ritual. Arte al servicio de una religión primitiva. Si la sierra de Atapuerca es el centro neurálgico de todo el territorio, esta galería sería como su catedral. Pero no hay un registro exacto de lo que pasó o de los motivos por los que los homínidos se comportaron de una u otra manera. Podemos deducir, por ejemplo, que los círculos que aparecen en el suelo eran para el enterramiento de sus muertos, aunque siempre se trabaja con suposiciones. Como hace la policía. En ambas profesiones no hay pruebas concluyentes. Tan solo deducciones lógicas.

Y una de esas deducciones que me parece más evidente tiene relación con el fuego y las cavernas. Desde que se empezó a utilizar de manera sistemática y se entró al abrigo de las cuevas, las noches se hicieron más largas, se desafió a la oscuridad, y en torno a ese fuego que calentaba el ambiente y daba seguridad al grupo humano se empezaron a contar historias. Al principio serían más sencillas, a veces simples cotilleos, pero, según el lenguaje se fue sofisticando, llegaría un día en el que un narrador exageró una de sus hazañas y de ahí a contar un relato completamente inventado debió de haber tan solo un paso. Y así, tal vez, en una cueva en torno al fuego, una noche nació la ficción.

Y dura hasta nuestros días.

"No le fue difícil hacerse con la llave de la verja del Portalón de la Cueva Mayor sin que nadie se diera cuenta. En ese conjunto de cuevas fue donde se encontraron los restos del cráneo del Homo heidelbergensis al que llamaron Miguelón. Una vez traspasada la verja, caminaron hasta llegar a una oquedad estrecha, de unos tres metros, por la que apenas cabían. Se deslizaron como si de un tobogán se tratase hasta caer con delicadeza en la Galería del Sílex. Iban nerviosos, precipitados. Sin hablar. Sin mirar las pinturas. Tan solo iluminando el camino con los frontales de sus cascos. La galería era larga, de quinientos metros de longitud por unos diez de ancho y con una altura máxima de quince metros. Con estalactitas caprichosas, algunas de las cuales colgaban como dientes de dragón amenazantes, mientras otras se habían unido a las estalagmitas y entre ambas conectaban el suelo con el techo de la cavidad mediante columnas espectaculares. Se detuvieron en el lugar escogido por Inés sin prestar atención a su riqueza arqueológica".

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