De cena con Goebbels: el iluminado Giménez Caballero y los genitales de Hitler
En 1941, cuando los alemanes daban la guerra ya por ganada, el ministro de Propaganda nazi convocó un estrafalario congreso de escritores al que acudió un falangista español
París ardía en octubre de 1941 y no es ningún tópico. El sábado 4 el mercurio alcanzó una máxima de veintidós grados, casi como si quisiera mimetizarse con la temperatura europea, abocada a una intensidad desenfrenada por la situación bélica, con la Wehrmacht aún en su esplendor a la espera del general invierno. Kiev había caído a finales de septiembre y Leningrado empezaba a sufrir su atroz asedio. El resto del Viejo Mundo continental había sucumbido al empuje alemán. Sólo el Reino Unido resistía a duras penas la ofensiva hitleriana, tan imprudente y convencida de su inminente victoria como para preparar sin más demora el orden del mañana. En Berlín, las obras para la nueva capital imperial seguían su curso, sin considerar las incursiones aéreas británicas, picaduras de mosquito ante la fortaleza nazi, cegada por sus propios relámpagos bélicos y obcecada en contemplar sus posesiones recién conquistadas desde una perspectiva supremacista a culminar en una unión donde la cultura debía jugar un papel primordial.
[Miedo y asco en la España de Franco]
Este cometido correspondía a Joseph Goebbels, quien alzado en su metro y cincuenta y seis centímetros de estatura había ideado un plan para contrarrestar el prestigio intelectual de sus opositores. Entre sus mayores enemigos figuraba el PEN International, asociación fundada en 1921 para promover la cooperación entre escritores de todo el mundo. La inquina contra esta organización databa de 1933, cuando se postuló sin miramientos contra la quema de libros y nada quiso saber de su sección alemana, reemplazada por un colectivo de exiliados resistentes al régimen Nacionalsocialista.
La idea del ministro de Propaganda, quien con toda seguridad aún recordaba los congresos de la Alianza de Intelectuales Antifascistas durante la Guerra Civil Española, era fundar una réplica al club con sede en Londres para contrarrestar su acción y sentar las bases para su ambición de controlar el panorama cultural con mano de hierro. Para ello movió hilos y convocó para el 24 de octubre de 1941 el primer cónclave de la Asociación de Escritores Europeos, emplazada en Weimar con motivo de la anual feria del libro germánico.
Desde la ciudad de provincias
Tanto Hitler como su lugarteniente anhelaban reducir París a una mera de ciudad de provincias. El encuentro debía ser sobre todo una claudicación de los literatos franceses, quienes debían recibir la justa medicina por tanta prepotencia durante tantas décadas. La misión era harto complicada. Desde la rendición de 1940 muchos habían callado o emprendido la senda del exilio para no caer en las garras de la bestia. Sin embargo, un motivo siempre de conflicto en el Hexágono, muchos otros habían acogido con los brazos abiertos a los invasores, y aun así no todos los colaboracionistas aceptaron el masaje del Reich en forma de itinerario por las maravillas esparcidas a lo largo y ancho de sus territorios.
Quien mejor lo cuenta, y por eso mismo nos guía en nuestros primeros pasos por esa cínica aventura, es François Dufay, malogrado autor de 'Le voyage d’automne' (Perrin), donde desmenuza con minuciosidad las andanzas de Marcel Jouhandeau, Jacques Chardonne y Ramon Fernández, a quienes más tarde se unirían Pierre Drieu La Rochelle, Robert Brasillach, Abel Bonnard y André Fraigneau, atinados al ahorrarse las dádivas para recalar directamente en el centro de los acontecimientos.
La comitiva gala circuló por Bingen, Maguncia, Heidelberg, Múnich, Salzburgo, Viena, Baden y Berlín, penúltimo acto de un recorrido salpicado por visitas a lugares icónicos, perfectos anzuelos hipnóticos para reafirmar a los invitados en la luz del prodigioso mañana. Iban acompañados por otros colegas de Eslovaquia, Croacia, Suiza, Suecia, Noruega, Dinamarca, Finlandia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Bélgica, Holanda, Italia y España, representada por el poeta Luis Felipe Vivanco, un republicano renegado entregado durante la Guerra Civil a cantar las loas de los sublevados, y Ernesto Giménez Caballero, mucho más notorio en su afiliación al credo fascista que su compañero, desencantado en los años cincuenta y muerto en un anonimato absoluto con el añadido de exhalar su último suspiro el 20 de noviembre de 1975.
Giménez Caballero o el delirio imperial
Ernesto Giménez Caballero fue hijo de su época y encajaba sin aristas en el nuevo orden europeo al que se adhería el primer franquismo, el mismo del saludo nacional brazo en alto, la represión contra los vencidos y la adhesión al Eje pese a ni siquiera poder ofrecer migajas para remarcar su participación entre los dioses del instante. El escritor madrileño destacó desde joven. Nacido en 1899, saltó a la fama por su crítica al ejército en sus 'Notas marruecas de un soldado'. Durante la dictadura de Primo de Rivera profundizó en el aún pueril fascismo italiano, dándole legitimidad intelectual en la Península Ibérica con 'Carta a un compañero de la joven España', donde mediante un prólogo a los textos traducidos de Curzio Malaparte abogaba por la eliminación del parlamentarismo y el fin del liberalismo político y "convocar a todos los jóvenes espíritus de nuestro país para preparar el resurgimiento hispánico, nuestro risorgimento, aprovechando todas las fuerzas auténticas del pasado y porvenir".
Ernesto Giménez Caballero abogaba por la eliminación del parlamentarismo y el fin del liberalismo político
No contento con tanta proclama colaboró con Ramiro Ledesma en la publicación 'La conquista del Estado', conoció en Roma a Benito Mussolini, escribió en el único número de la revista El Fascio, censurado por las autoridades del bienio progresista, se afilió a las Juntas Ofensiva Nacional Sindicalista y aconsejó su unión con Falange, desencantándose en enero de 1935, quizá por su obcecación de juntar el movimiento con el tradicionalismo, como aconteció en 1937, siendo entonces uno de los puntales ideológicos del bando Nacional pese a las desconfianzas de los falangistas de viejo cuño, quienes no les perdonaban su desconfianza para con José Antonio.
Giménez Caballero no destacó durante los fastos de Weimar, manejados por Goebbels a su antojo desde la eficacia del verbo y un cuidado ceremonial culminado con una entrega floral a las tumbas de Schiller y Goethe, a quien el inventor de la propaganda moderna definía en su fuero interno como un cretino, pero la pompa debía prevalecer y la Asociación de Escritores Europeos echó a andar con ciertas garantías, presidida por Hans Carosa, tibio simpatizante de la esvástica y acusado de derrotismo durante los últimos meses de la debacle teutona.
Cuento de navidad
Pese a su ausencia en las crónicas es posible que supiera moverse entre bastidores. El hispanista Arturo Farinelli le presentó a Joseph Goebbels y entablaron una especie de amistad, rubricada en la Nochebuena de 1941, cuando cenó en Berlín con el mandamás y su esposa Magda en un convite con tintes de españolada, pues Giménez Caballero no se cortó un pelo y antes de pasar a la mesa armó el belén con los hijos de la pareja y regaló a su anfitrión un capote de luces para torear a Churchill. Ignoramos la reacción del ministro, ausentado de forma repentina por una llamada de Hitler a la Cancillería, previsible hasta cierto punto por el viraje de las operaciones en el Frente Oriental.
Antes de su marcha habían comentado, Gecé había aterrizado en Berlín el 22 de diciembre, la edición en una editorial alemana de su 'Genio de España', manifiesto nacionalista de 1932 escrito con la ingenuidad, posible por aquel entonces, de ser la contraposición de La España invertebrada de José Ortega y Gasset. El ensayo suele calificarse como un despropósito de disparates, el problema, visible hoy en día en latitudes nada lejanas, es si estos se aceptan al pie de la letra y se erigen en doctrina. Entre sus páginas figuran elogios a la sangre como rueda que mueve la Historia, pues sin muertos no se puede ir hacia adelante, la recuperación de lo Imperial desde la chulería, un heroísmo hispánico degenerado y por tanto enmendable, y la necesidad de un nuevo Carlos V, “nuestro hitleriano, nuestro racista germánico, con sus ojos color de lago y avidez de águila cabalgando entre cenizas, encinas jupiterinas, árboles cesáreos.”
Para reverdecer los laureles de los Austrias Hitler debía casarse con Pilar Primo de Rivera, idónea por origen, pureza de sangre y dones
No hemos citado este propósito al final por casualidad. Cuando el iluminado falangista y Magda se quedaron a solas redoblaron los tambores, se hizo el silencio y tras una pausa dramática llegó la insuperable propuesta, el elixir providencial para mutar el destino de Europa. Para reverdecer los laureles de los Austrias Hitler debía casarse con Pilar Primo de Rivera, idónea por origen, pureza de sangre y dones para arrastrar consigo a quien se pusiera por delante. En su autobiografía 'Memorias de un dictado'r (Planeta) figura la supuesta respuesta de la insigne dama: “Su visión es extraordinaria y yo la haría llegar con gusto al Führer, pero resulta que Hitler tiene un balazo en los genitales y es impotente desde sus tiempos de sargento. No hay posibilidad de continuar la estirpe. Lo de Eva Braun no es más que un tapadillo para disimular.”
No tenemos constancia de ninguna entrada del diario de Goebbels con datos sobre tan estrambótico ágape. Las astracanadas ibéricas debieron ser motivo de risas en la Cancillería, disipándose a la velocidad del sonido por el creciente hastío nazi ante la incapacidad española en su dispositivo marcial, inútil, inoperante y vergonzoso. No todos los protagonistas de este breve episodio podían darse el lujo de una carcajada. La condena en forma de ostracismo durante algunos años alcanzó a casi todo el grupo francés, con Abel Bonnard exiliado de por vida en Madrid, Robert Brasillach ejecutado por connivencia y Pierre Drieu la Rochelle, de quien alguna editorial debería publicar su inigualable y profético dietario, suicidándose en París durante los Idus de marzo de 1945, pocas jornadas antes del despertar de la pesadilla.
París ardía en octubre de 1941 y no es ningún tópico. El sábado 4 el mercurio alcanzó una máxima de veintidós grados, casi como si quisiera mimetizarse con la temperatura europea, abocada a una intensidad desenfrenada por la situación bélica, con la Wehrmacht aún en su esplendor a la espera del general invierno. Kiev había caído a finales de septiembre y Leningrado empezaba a sufrir su atroz asedio. El resto del Viejo Mundo continental había sucumbido al empuje alemán. Sólo el Reino Unido resistía a duras penas la ofensiva hitleriana, tan imprudente y convencida de su inminente victoria como para preparar sin más demora el orden del mañana. En Berlín, las obras para la nueva capital imperial seguían su curso, sin considerar las incursiones aéreas británicas, picaduras de mosquito ante la fortaleza nazi, cegada por sus propios relámpagos bélicos y obcecada en contemplar sus posesiones recién conquistadas desde una perspectiva supremacista a culminar en una unión donde la cultura debía jugar un papel primordial.