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Las doce uvas de Nochevieja: la increíble historia de un invento comercial
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Las doce uvas de Nochevieja: la increíble historia de un invento comercial

La suerte no depende de comerse uvas en diciembre, ni tampoco en mayo, pero el 31 de diciembre era el único día de las fiestas navideñas que quedaba libre

Foto: Las doce uvas de Nochevieja
Las doce uvas de Nochevieja

La tradición más reciente y única de comer uvas al ritmo de las campanadas que marcan el cambio de año fue un invento comercial provocado por una guerra en la que España no participó. Aunque existe un cierto debate y alguna controversia sobre el origen, se sabe es que se popularizó a partir de un invento de los agricultores de Almería, que a principios del siglo XX lograron cultivar una variedad tardía que maduraba en diciembre. Lo relata Francisco José Gómez Fernandez en su obra 'Breve historia de la Navidad'. Lo más sorprendente es que la iniciativa inicial tuvo éxito en los países de centro Europa, no en España. Se trataba de una uva grande de un color verde atractivo que rentaba bien en ese mercado, sin campanas mediante. Cuando en 1914 el polvorín sobre el que se asentaban los imperios europeos saltó por los aires con el asesinato de archiduque de Austria-Hungría, las fichas del dominó rodaron para consumar el desastre de la Gran Guerra.

placeholder 'Breve historia de la Navidad'
'Breve historia de la Navidad'

En Almería, muy lejos de los endebles hilos que sostenían la paz y de los férreos pactos que espolearon la contienda vertiginosamente, cayó una ficha aislada: las exportaciones de la uva se hundieron. Mientras Europa se desangraba, los agricultores buscaron una salida a su oronda y jugosa uva. Calificar como acertado el eslogan comercial que eligieron es una vileza. De haber sido así, el éxito habría podido salvar la cosecha de un par de años, cinco quizás. No hay constancia de que la frase “Las uvas de la suerte” tuviera un sesudo análisis, ni tampoco de lo contrario: que es el intangible ingenio que surge de la intuición y las pretensiones modestas.

Sería una gran historia si no fuera porque existe constancia de que los periódicos ya recogieron en 1893, y en años sucesivos de forma aislada, la costumbre de comer las uvas entre la alta burguesía. Otra cosa es que fueran exactamante doce a ritmo de las campanadas y que fuera tan popular como para que se hubiera extendido a toda España. Aquí surge la otra versión del origen: el conocido excedente de uvas de 1909 en Alicante.

Lo que es innegable es que la segunda ola comercial impactó de lleno en algo tan popular como es la superstición y la tradición pagana de las ofrendas a no se sabe qué dioses de la fortuna, los deseos y las mística: un comienzo perfecto para forjar una tradición. Se podría decir que es uno de esos ejemplos de adaptación a un mercado cambiante, y no hay ninguno más extremo que la guerra, pero sería restarle mérito. Lo más probable es que las diversas teorías sobre el origen sean ciertas e irrelevantes: de una extravagancia de las clases pudientes se acabarían aprovechando los agricultores hasta que se configuró la tradición actual. En 1915, un año después de que estallara la Gran Guerra, el diario El País criticaba la práctica, como explicó Biscayenne en un artículo en Verne. Es decir, que sería en esa época cuando comenzó a popularizarse como lo conocemos hoy.

Uvas y lentejas

La suerte no depende de comerse uvas en diciembre, ni tampoco en mayo, pero el 31 de diciembre era el único día de las fiestas navideñas que quedaba libre. En Roma decidieron comer lentejas y en el Vaticano se tomaron vacaciones. El caso es que aguardaba huérfano de un acicate para amenizar la celebración y torturar a la Tercera Edad. Pronto la idea alcanzó su cénit: la suerte, las uvas y las campanadas. "Coma usted doce uvas en el cambio de año, al filo del nuevo tiempo que nace, y tendrá asegurada la felicididad en el año siguinte", según el eslógan de los almerienses. Encajó tan bien como el mecanismo del reloj de la Puerta del Sol que comenzó a anunciar en 1866 lo que no deja de ser el rutinario cambio de calendario elevado a un uso arbitrario, que es precisamente su fuerte.

No se puede explicar sin caer en algo tan vulgar como la astrología, porque la astronomía dicta otros tiempos, pero es simpática y aporta un detalle de color que curiosamente no ha calado del todo en ningún otro país del mundo. Con todos los ingredientes necesarios faltaba sin embargo el definitivo e indispensable requisito: la repetición.

Lo que define una tradición es que se hace siempre, pase lo que pase: las doce uvas no se interrumpieron ni con la Guerra Civil

Se pueden buscar significados elaborados, pero lo que define per se una tradición es que se hace siempre, pase lo que pase. Cuantas más repeticiones, más sólida se hace. El mayor riesgo que tuvo que afrontar fue la insuperable Nochevieja de 1989 y la errática retransmisión de TVE que inmortalizó la presentadora Marisa Naranjo, ganándosde un hueco en los anales del país. Tuvo la belleza de recordarnos que romper el encantamiento de “Las uvas de la suerte” era sencillo: todos nos equivocamos y no hubo ningún cataclismo. No recuerdo que nadie lo comentara. Superado eso quizás alcance mil años.

Las uvas de Nochevieja tiene la magia de provenir de una época que apenas llega a los cien años: una nimiedad en términos históricos. Las tradiciones son esas repeticiones remotas que apelan a simbolismos de una época anterior a la ciencia. Sigue siendo fascinante que arraigara en pleno siglo XX con tanta fuerza. Aquel invento extravagante de un puñado de burgeses, la ficha recóndita e impensable del trágico dominó europeo y la audacia y la suerte del eslogan comercial de unos agricultores se sumaron para brindar una costumbre cuya raigambre ha durado más en este país que ninguna constitución.

La Puerta del Sol

Todo pudo acabar en 1989, pero nos quedamos en el chiste. Roza ya también con los dedos su propio lugar inmaculado en la costumbre porque no hay año que no se mencione. Aquel año se perdió una oportunidad de la misma forma que se hundió la escuadra española en Trafalgar, con la ventaja de que el error no envió a la muerte a cientos de españoles. La anécdota televisiva sólo rivaliza con el sempiterno reportaje que versa sobre el señor relojero de la Puerta del Sol. No sé si los lee alguien, pero no he conocido a quién se atreviera a eliminarlo de los medios: me gusta imaginar que sólo está esa semana para atender a la prensa y que después pasa los días mirando estrellas.

placeholder El relojero de la Puerta del Sol, Jesús López. (EFE)
El relojero de la Puerta del Sol, Jesús López. (EFE)

El bucle ha continuado pues, indemne, con sutiles cambios. Entre ellos el mayor sacrilegio: retrasar las campanadas. Sin la hora precisa, el mágico paso de un instante efímero que delimita la cuenta sucesiva de la humanidad cobra dilemas inquietantes. El filósofo Henri Bergson ya esbozó algunas ideas: entre ellas que no podemos percibir la duración del tiempo matemáticamente, pero aún no le quitado el puesto al reportaje del relojero, ni a la presentadora Marisa Naranjo, ni a este mismo artículo sobre el origen de la tradición. Nadie lo reconoce, pero antes era prácticamente imposible comerse las uvas a tiempo: quizás explicó a posteriori la razón de que en 1914 no fuéramos imperio y de que escapáramos a la Gran Guerra. Tampoco es cuestión de ser aguafiestas.

La tradición más reciente y única de comer uvas al ritmo de las campanadas que marcan el cambio de año fue un invento comercial provocado por una guerra en la que España no participó. Aunque existe un cierto debate y alguna controversia sobre el origen, se sabe es que se popularizó a partir de un invento de los agricultores de Almería, que a principios del siglo XX lograron cultivar una variedad tardía que maduraba en diciembre. Lo relata Francisco José Gómez Fernandez en su obra 'Breve historia de la Navidad'. Lo más sorprendente es que la iniciativa inicial tuvo éxito en los países de centro Europa, no en España. Se trataba de una uva grande de un color verde atractivo que rentaba bien en ese mercado, sin campanas mediante. Cuando en 1914 el polvorín sobre el que se asentaban los imperios europeos saltó por los aires con el asesinato de archiduque de Austria-Hungría, las fichas del dominó rodaron para consumar el desastre de la Gran Guerra.

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