Así nació La Vaguada: "Los vecinos acampaban en las grúas para frenar la obra"
Nadie quería La Vaguada en el barrio, pero su figura se ha agrandado con el tiempo hasta convertirse en la plaza del pueblo del barrio del Pilar
"Aquello parecía la guerra. Había cientos de personas acampadas en tiendas en el exterior de la obra, con pancartas, haciendo lo imposible por pararla. Eran vecinos, comerciantes, profesores de universidad... hasta el exministro José Barrionuevo, que vivía justo enfrente, se pasaba todos los días para controlar cada paso de la construcción. Los madrileños lo percibían como una amenaza de primer nivel para el barrio". El que habla es José María Ezquiaga, decano del Colegio de Arquitectos de Madrid (COAM), recordando la construcción del centro comercial La Vaguada, en el barrio del Pilar, en Madrid.
Hoy, 35 años después, La Vaguada es un éxito rotundo y sin precedentes en la ciudad. El que fuera el primer gran centro comercial de España (los que tienen más de 80.000 metros cuadrados de superficie comercial) sigue siendo el líder en afluencia, con una media de 65.000 visitantes al día, y por su aparcamiento pasan más vehículos que por el aeropuerto de Barcelona.
Pero cuando se aprobó el proyecto, en 1975, absolutamente nadie estaba a favor de La Vaguada. Fue el francés Jean Louis Solal, el padre de los centros comerciales en Europa, quien tuvo la ocurrencia de elegir Madrid para expandirse, ya que no había en España ninguna superficie comercial de ese tamaño. Escogió unos terrenos al noroeste de Madrid, casi en las afueras, propiedad de José Banús, conocido por el puerto marbellí que lleva su nombre y también por haber construido el Valle de los Caídos. Banús había levantado el barrio a lo largo de los 60 al estilo de aluvión, con grandes torres a poca distancia unas de otras, y se había convertido en una de las zonas con mayor densidad de población de Europa.
Tierno Galván quiso frenar La Vaguada, pero tenía que indemnizar con 800 millones al dueño del terreno
"En el barrio había muchísima gente, pero no equipamientos públicos. De ningún tipo", dice Miguel Ángel Ordinas, presidente de la asociación de vecinos de El Pilar. "Había bloques de pisos y tiendecitas en los bajos, nada más: ni un espacio verde, ni un centro médico, ni un colegio, nada", continúa. Por eso el barrio se levantó en armas cuando supo que el solar conocido como La Vaguada, porque está geográficamente deprimido con respecto al resto de la zona, la única parcela libre en el barrio, iba a ser destinada a un gigantesco centro comercial.
El 27 de diciembre de 1976, unos meses después de que se aprobase el proyecto, se constituyó 'La Vaguada es nuestra', una plataforma compuesta por asociaciones de vecinos, comerciantes e incluso colectivos taxistas con un objetivo común: frenar el centro comercial a toda costa. "La Vaguada era la gran esperanza porque no había más espacio en el barrio. Lo que no se construyese allí, no estaría nunca, así que era un asunto vital", explica Dimas García, del colectivo local Historia Urbana y presente en aquellas movilizaciones: "Y me llevé varios palos de los 'grises', por entonces los policías no estaban acostumbrados a ver la gente en la calle", dice entre risas.
Cuando los socialistas ganaron las municipales en 1979, Enrique Tierno Galván, debutante en la alcaldía, frenó La Vaguada durante varios meses para estudiarlo a fondo. Tierno era contrario al proyecto, así como sus socios municipales del PCE, ya que lo consideraban una concesión al capitalismo global del régimen franquista. "Pero se encontraron con que, si se suprimía la licencia, había que indemnizar con 800 millones de pesetas entre dueños y promotores, así que el ayuntamiento elaboró un documento de más de 200 páginas explicando por qué era conveniente construir el centro comercial", detalla García.
Tierno consiguió que una parte del solar, cerca de la mitad, estuviese dedicado a un parque y un centro educativo, pero los vecinos seguían con la mosca detrás de la oreja. "La constructora francesa La Henin, la encargada de construir La Vaguada, nos engañaba a todos", dice García. "Tenían una maqueta en la que se habían proyectado 70.000 metros cuadrados de oficinas distribuidos en dos torres de quince pisos en una esquina del centro comercial, donde ahora están los arcos de la Avenida de la Ilustración. Sin embargo, esta parte de la maqueta era de quita y pon, así que cuando la exponían en el barrio las quitaban, solo se las enseñaban a otros promotores y arquitectos", sostiene el vecino. "Y a esto había que sumarle, en la parte opuesta del solar, otro edificio de cinco plantas para unos grandes almacenes. Aquello iba a ser un monstruo impresionante en mitad del barrio".
La batalla de los vecinos contra La Vaguada se alargó siete años, desde 1976 hasta 1983, cuando se inauguró el centro. Además de las clásicas manifestaciones y encuentros con las autoridades municipales, la plataforma recurrió todo tipo de estrategias innovadoras para la época, desde plantar árboles para evitar la construcción hasta llenar el barrio de flores de papel, pasando por la multitudinaria acampada frente a las excavadoras. Un vecino incluso se atrincheró varios días en lo alto de una grúa sin que la policía pudiese hacer nada. "Fue la medida individual de un vecino desesperado, como estaban todos, porque que ya no sabían cómo parar las obras", dice Dimas.
Al otro lado del frente, entre sorprendido y aterrado, el que recibía los insultos a pie de obra era el arquitecto José Ángel Rodrigo. "En aquella época se tenía mucho miedo a lo que se conocía como la 'mundialización del comercio' y la gente odiaba los centros comerciales. Había personas todos los días en la obra, entre las excavadoras, preguntando, molestando o directamente insultando al equipo. ¡Pero es que el propio Tierno Galván dijo a los ciudadanos que se pasasen a ver las obras, que allí les resolveríamos las dudas!", dice Rodrigo. "Y la prensa no te quiero ni contar. 'El País' nos zurraba un día sí y otro también, echándonos encima a la gente", continúa. La promotora se había fijado en Rodrigo porque era el único con experiencia en centros comerciales, ya que había sacado adelante los multicentros de Princesa, de Orense y de Serrano, casi todos ocupados hoy por Zara, pero nunca se había hecho cargo de un proyecto de tal envergadura ni, por supuesto, en esas condiciones de agitación social.
La Vaguada es suya
Otra de las principales reivindicaciones del ayuntamiento era estética. Dado que el solar de La Vaguada es realmente una vaguada, miles de vecinos serían capaces de ver el centro comercial desde sus ventanas, así que Tierno Galván exigió que se hiciese algo "paisajísticamente aceptable" en el techo. Los franceses pensaron inmediatamente en el canario César Manrique, un artista muy conocido por su obra en Lanzarote y que en 1981 se encontraba en el cénit de su carrera: "Era la persona ideal, porque a Manrique se le relacionaba con el ecologismo y la naturaleza. Su obra mezcla arquitectura y vegetación, que es básicamente lo que querían los promotores y el ayuntamiento. Además, los franceses consideraron que su tirón mediático ayudaría a cambiar la opinión pública", afirma Rodrigo.
Y ayudó: la presencia de Manrique calmó a los vecinos, que bajaron la intensidad de sus protestas al comprobar que la fachada se rellenaba con flores y cataratas. José Ángel Rodrigo hace décadas que no habla con la prensa sobre La Vaguada. Trabajó a destajo durante tres años, cerrando su estudio y trasladándose a una caseta de obra, solo para ver cómo Manrique se quedaba toda la gloria. Ahora decide contar su versión por primera vez: "No he hablado de esto por no levantar susceptibilidades, y también porque César murió hace unos años y fue un amigo, pero La Vaguada la diseñé yo. De cabo a rabo, vamos", sostiene Rodrigo.
Manrique firmó un contrato de tres años con la promotora y se mudó a Madrid. "César era un artista en mayúsculas. Era un pintor naturalista, acostumbrado a vivir en una isla, y sin formación en arquitectura que estaba totalmente fuera de lugar en el barrio de El Pilar. De hecho, cuando llegó y vio el entorno se sintió horrorizado, le parecía una masificación imperdonable", detalla el arquitecto. "Pero claro que tuvo un papel en La Vaguada: César estuvo un año en Madrid hablando con la prensa y vendiendo el proyecto, y lo hizo muy bien, aunque no fue gratis: se llevó 100 millones de pesetas por un año de trabajo".
Rodrigo indica que, más allá del papel inspirador, Manrique se empeñó en que algunas de sus ideas salieran adelante: "No entendía un plano, por lo que sus intervenciones en el diseño había que controlarlas. Por ejemplo, ideó un jardín para la cubierta que era una maravilla. Contaba con un lago y unas enormes esculturas de hormigón, todas sobre un forjado, todo ello encima de un hipermercado, y costó muchísimo convencerle de que aquello era caro, inviable y peligroso para la gente". En ocasiones, recuerda entre risas Rodrigo, a Manrique también se le escapaban gazapos con la prensa: "Una vez le dijo a 'ABC' que había cola todos los días para ver las obras, que incluso la gente se traía a sus cuñadas, cuando en realidad eran personas que estaban buscando trabajo, ya fuera en la obra o en el centro comercial".
El arquitecto no niega que el proyecto estaba impregnado de 'manriquismo', especialmente de su trabajo en el hotel Las Salinas, que el canario había construido en Lanzarote cuatro años antes y estaba volviendo locos a los turistas alemanes. Así, con el ingenio de Rodrigo y las pinceladas de Manrique, surgió un espacio inesperado para un centro comercial donde entraba luz natural por el techo y la gente podía descansar en torno a cascadas de agua. Otra decisión crucial para forjar la personalidad de La Vaguada fue hacerlo todo blanco: "Entonces los centros comerciales de moda en Europa eran las galerías de los Parques Elíseos de París y las de Londres, que eran muy de dibujar filigranas en mármol el suelo, chorradas con una estrella polar, por lo que nuestra propuesta de hacerlo todo blanco resultó muy chocante. Pero no había vuelta atrás: César y yo estábamos de acuerdo en esto, porque coincidíamos en que las sombras que proyectaban las plantas del techo por la luz cenital no podían ser opacadas con dibujitos, eran una imagen fabulosa sobre el suelo", dice Rodrigo.
Manrique creó personalmente los adornos del interior: "Hizo unas macetas que se descolgaban desde el techo por los huecos entre pisos que eran una preciosidad, larguísimas, además de los bancos y las cataratas. Para los bancos se marchó a Lanzarote y pasó un tiempo seleccionando unas piedras calizas negras que contrastaban fantásticamente con los blancos. Y también eligió el revestimiento de piedras exterior, que por cierto las cogimos de un pueblo de Madrid, Montejo de la Sierra, pagando un mínimo canon al ayuntamiento. De las fachadas estuvimos orgullosos todos desde el principio, porque son auténticas y un homenaje al brutalismo", dice Rodrigo.
Sin embargo, dos de los elementos más reconocibles del centro, las velas del techo y las jardineras del exterior, son erróneamente adjudicadas a Manrique: "Las velas las tuve que luchar muchísimo, porque César creía que afeaban las lucernarias, pero lo cierto es que teníamos un techo acristalado y que en los meses de verano la cosa podía ponerse muy fea dentro, tanto por el calor como por los reflejos. Al final recurrimos a un fabricante alemán que nos hizo a medida esas velas triangulares tan características de La Vaguada, que suavizan la luz del sol dentro del centro comercial y hacen un ambiente magnífico. Pronto César le encontró una imagen marinera, de que aquello era un gran barco, que estuvo vendiendo en la prensa, pero lo cierto es que surgieron por motivos meramente funcionales", dice divertido el arquitecto.
"En cuanto a las jardineras exteriores, algo parecido", explica el arquitecto. "Desde el primer momento se contempló la idea de cubrir la fachada con vegetación, pero la idea de colgar jardineras sobre las vigas fue mía. Al ubicarlas escalonadas la fachada no se percibe plana, sino que te lleve la mirada hacia el cielo", explica Rodrigo. "El aspecto externo de La Vaguada es una maravilla. Las plantas, que son especies autóctonas escogidas una a una por uno de mis ayudantes, sirven además para tapar el anillo de acceso al 'parking'".
Rodrigo soportó una tensión enorme durante los dos años y medio que duró la obra. Hacía jornadas de catorce horas diarias en las que tenía que lidiar con contratistas, vecinos, César Manrique e incluso con la promotora. "Había mucha incertidumbre, porque no se sabía cómo iba a reaccionar la ciudad, ni siquiera los propios comerciantes. Los dueños decidieron la actividad de cada uno de los 350 locales de La Vaguada antes de abrir y no había forma de hacerles cambiar de idea. Lo tenían muy claro porque tenían experiencias de otros centros en los que la gente solo abría bares y terminaban muriéndose. A mí me venían muchos amigos para pedirme montar un bar o una zapatería, que eran los negocios que por entonces funcionaban, y les tenía que decir que no, que ya estaba todo adjudicado".
La Vaguada necesitaba una locomotora comercial, una tienda gancho, pero no consiguió la que quería "Todo pasaba por que El Corte Inglés se hiciese con el local grande, era clave para el futuro del centro. Insistimos, lo intentamos de todas las formas, pero nada, no lo querían. Se lo quedó Galerías Preciados, pero en cuanto quebró, se metió allí El Corte Inglés", comenta el arquitecto. Sí estuvieron desde el comienzo Alcampo, C&A y Mc Donald’s, los decanos del lugar.
El proyecto tuvo sobresaltos hasta el último momento: un día antes de la inauguración, varios vecinos se encaramaron en las jardineras exigiendo un puesto de trabajo en el centro. Se acogió a 56 de ellos, la mayor parte en Alcampo, a cambio de paz durante la apertura. La Vaguada abrió sus puertas el 24 de octubre de 1983 con un emocionante discurso del alcalde Tierno Galván en el que dijo que el centro, además de para hacer negocio, serviría "para que las abuelitas compren calientes, descansen y se hagan amigas de las dependientas".
"Hortera sobre hortera"
Aunque el éxito comercial fue indudable desde el primer minuto, Rodrigo aún recibiría un último coletazo de sus compañeros. En julio de 1984, pocos meses después de la fastuosa inauguración de La Vaguada, Gabriel Ruiz Cabrero, arquitecto al cargo de la restauración de la Mezquita de Córdoba y director por entonces de la revista del Colegio de Arquitectos de Madrid, publicó un furioso editorial que supone una enmienda a la totalidad del proyecto: "Hace tiempo venía arrastrando la penosa sensación de que la revista debía ocuparse del centro comercial ese —el de la Vaguada es nuestra— del M-2. Pero la convicción de que es imposible escribir algo que merezca la pena sobre una cosa tan fea me echaba para atrás", arranca. "Para ir a la Vaguada es preciso reunir unas cantidades equivalentes de curiosidad y morbo y escoger un mal día para cualquier otra cosa", continúa.
Ruiz Cabrero no salva nada. Comienza por la estructura a la que dedica un par de frases rotundas: "El centro comercial te recibe con una construcción ciega, que se abre solo en sus entradas, recubierta por una incontinencia de vigas, jardineras, mástiles y rocas volcánicas que te descolocan: las velas al aire tras los anuncios luminosos sugieren la presencia de algo así como un puerto deportivo que, naturalmente, no existe. (...) Los caminos que se te ofrecen, abiertos entre el hormigón con pretendido aire natural, te llevan a través de un paisaje artificioso que quiere sugerir ideas como vacaciones, exotismo, juventud o modernidad".
Es Puerto Banús para pobres de secano, recuerdo de las Ferias del Campo de los años 50
Más agresivo se muestra el arquitecto con la fauna del centro comercial, a la que juzga con una actitud tan elitista que hoy probablemente darían para escandalito tuitero: "Este escenario, Puerto Banús para pobres de secano, recuerdo de las Ferias del Campo de los años 50, está superpoblado por una variopinta multitud que se cruza y se vuelve a cruzar antes de decidirse, ya agotados, a abandonar el sitio: Sitio al que se someten atraídos por las luces de colores, cuentas de vidrio con que se engaña a los indígenas de la gran ciudad. Familias enteras enfundadas en chándales y adidas (con la excepción de la abuela, aún de negro y pañoleta), pandillas de quinceañeras saltarinas en orgía de colores pastel, patinadores con música propia en los oídos y alarde en el polo de un Harvard que no conocerán nunca, parejas marchosas de mediana edad con el número 89 en la camiseta y el 'short' en la celulitis".
La última bala la apunta al corazón de Rodrigo: "Es hortera sobre hortera. Es hortera la idea comercial a la que todo se somete. Es hortera —y esto es lo peor— la imagen que se propone y en la que se educa a los inocentes indígenas de la periferia, que acuden como polillas a la luz. Es hortera la arquitectura porque es pretenciosa y banal. Se ofrece pretenciosa y engañosamente como 'lo más' en lo comercial y en lo arquitectónico. Está presente todo el repertorio moderno: barandillas de tubo, lucernarios, escaleras mecánicas que cruzan los espacios, mucho espejo, mucho neón, cables, mástiles y lonas, y hormigón visto. Todo siempre banalizado hasta el mareo. Como leí en una pintada ácrata referida al Pompidou parisino: Igual que los caramelos 'J ', esto es sólo agua, sacarina y propaganda. Nos han colado un Pompidou comercial".
El fin del legado
Rodrigo dice que no le molestó especialmente el editorial, aunque contestó en un número posterior de la revista: "La Vaguada acababa de ser premiada a nivel internacional como el mejor centro comercial del año y yo estaba muy orgulloso, y sigo estándolo, de aquel trabajo, que fue rápido, eficaz y barato. Los arquitectos tardaron bastante en comprender la dimensión comercial de nuestro trabajo, a la mayoría les parecía que construir un espacio cerrado para los comercios era 'per se' un crimen".
No obstante, lo que le dolió fueron las reformas de 2002, cuando se retiraron parte de los trabajos iniciales para modernizar La Vaguada. "Me dio mucha pena toda la intervención", dice Rodrigo. "Sobre todo cuando se eliminaron los casetones de hormigón que dejamos alrededor de los huecos en el techo. Me pareció tan bonito dejarlos a la vista que los traté con chorro de arena, para que saliera la piedra fuera y quedase a la vista de todos. Eran una cosa preciosa que encañonaba la vista hacia los huecos, donde se podían ver tiendas a distintas alturas. Ahora le han puesto un techo como de perfumería de El Corte Ingles, liso y con foquitos planos, que no creo que aporte nada más que impersonalidad, aunque tampoco es que se pueda decir que se ha destrozado la imagen del centro, que sigue siendo bonito y acogedor".
Desde la Fundación César Manrique tienen una versión más dura: "Esas reformas ni siquiera nos fueron comunicadas, nos tuvimos que enterar por unos vecinos que nos alertaron", dice Fernando Ruiz, presidente de la institución que vela por el legado del artista. "Se eliminaron los accesos originales y muchos de los adornos interiores, lo que nos parece un ataque injustificado a la obra de César Manrique. Consideramos que La Vaguada era un espacio singular que se ha banalizado, se ha transformado en un centro comercial más. Siempre adujeron problemas de funcionalidad pero ¿qué es funcionalidad? ¿Hacer todos los centros iguales? Entonces sí, están haciendo La Vaguada muy funcional".
"Protestamos y nos opusimos a aquellas obras, como nos hemos opuesto a las siguientes, en lo que nos parece la eliminación sistemática de la obra de Manrique en Madrid, que para colmo es escasa, pero al no ser un edificio protegido no disponemos de las herramientas necesarias para pelear", lamenta Ruiz. Además de la garita de radio y la Plaza de los Artesanos, lo que más han echado de menos los clientes de la Vaguada es la catarata interior de Manrique, que actualmente es una pequeña piscina con luces led: "Tampoco nos engañemos: cuando quisimos elevar las protestas, tampoco encontramos una masa social suficiente para hacerles presión a los gerentes".
Sorprendentemente el Colegio de Arquitectos de Madrid, que había publicado las peores críticas a La Vaguada cuando se inauguró, veinte años después se sumó a la Fundación César Manrique para frenar las reformas. En su comunicado, los arquitectos hablaban de "mutilación", "destrucción" y "traición al compromiso original". Su actual decano, José María Ezquiaga, todavía recuerda aquel 'Hortera sobre hortera' que publicó el COAM: "El artículo de Ruiz Cabrero, que por otra parte siempre fue un profesor brillante, adolecía perspectiva, hacía falta introducirle más variables. Para él la obra de Manrique era simplemente era una forma de tapar un mamotreto comercial en mitad de Madrid, que era al fin y al cabo un proyecto duro, pero se olvidó la vertiente urbanística: La Vaguada les dio a los vecinos una calle mayor, un espacio público atractivo, que es algo de lo que precisamente carecen estos barrios de bloques. Se demostró necesaria".
"Además, La Vaguada es una de esas obras, como el Edificio España, que no son joyas de la arquitectura pero se agrandan con el tiempo. No hay más que ver cómo los vecinos pasaron de manifestarse contra el centro a aceptarlo como centro de reunión y de consumo. Paradójicamente el parque aledaño, en la época dura de la droga en Madrid, se llenó de toxicómanos y los vecinos, los que se habían manifestado para tener un parque, corrían a refugiarse en La Vaguada. Y también valoro que es un edificio 'blando', que trata de integrarse y que envía un mensaje que dice: 'Por favor, insistid en la arquitectura de escala humana'. Quizá no pase a la historia de la arquitectura, pero indudablemente es un hito de la historia sociológica de Madrid", concluye Ezquiaga.
¿Y qué pasó con los de 'La Vaguada es nuestra'? "Los comerciantes, que llegaron a organizar una huelga de comercio en todo Madrid, quedaron satisfechos con el mercado que se creó en el centro comercial. Muchos movieron allí sus tiendas e hicieron dinero", dice Dimas García. "Y ha dado trabajo a unos cuantos vecinos del barrio a lo largo de los años. La gente del barrio, en general, está contenta con La Vaguada. Ni se imagina el barrio sin ella. La acera de Monforte de Lemos, la calle donde se sitúa el centro comercial, es la de mayor actividad del barrio. Es la plaza del pueblo".
"Aquello parecía la guerra. Había cientos de personas acampadas en tiendas en el exterior de la obra, con pancartas, haciendo lo imposible por pararla. Eran vecinos, comerciantes, profesores de universidad... hasta el exministro José Barrionuevo, que vivía justo enfrente, se pasaba todos los días para controlar cada paso de la construcción. Los madrileños lo percibían como una amenaza de primer nivel para el barrio". El que habla es José María Ezquiaga, decano del Colegio de Arquitectos de Madrid (COAM), recordando la construcción del centro comercial La Vaguada, en el barrio del Pilar, en Madrid.
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