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Luces y sombras de la Caballé: una voz enorme en un personaje de Tintín
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montserrat caballé ha fallecido a los 85 años

Luces y sombras de la Caballé: una voz enorme en un personaje de Tintín

La Caballé tenía algo de personaje de tebeo: la soprano gorda, los vestidos peculiares, los gorgoritos...

Foto: Montserrat Caballé en una foto en el Liceo de Barcelona en 2012.
Montserrat Caballé en una foto en el Liceo de Barcelona en 2012.

La Caballé tenía algo de personaje de tebeo: la soprano gorda, los vestidos peculiares, los gorgoritos. Podría haber salido en Tintín. Tiene su mérito: en un país donde nadie va a la ópera, todo el mundo sabe quién es la Caballé.

Antes de todas estas cosas, Montserrat Caballé Folch fue una niña de la posguerra a la que tuvieron que becarle el conservatorio. Conoció las penurias: los desahucios, el trabajo infantil, la retahíla de audiciones fallidas. Luego le vino la fama. Como ocurre tantas veces, la oportunidad vino por una indisposición del titular. Caballé subió a cantar Lucrezia Borgia, la ópera de Donizetti, al escenario del Carnegie Hall. Al día siguiente, un crítico escribía: «Ninguna publicidad previa podría haber previsto el tremendo impacto que esta mujer de corte goyesco causaría en un público mimado por las delicias de Callas y Sutherland. Cua­ndo Caballé empezó su primera aria hubo un cambio perceptible en el ambiente. Pareció por un momento que todo el mundo hubiese dejado de respirar». Después de la primera aria, el público aplaudió veinte minutos. Aquella noche de 1965 le escribieron el titular-piropo más célebre de su carrera: Callas + Tebaldi= Caballé. Y desde entonces Montserrat se convirtió en la Caballé, porque ese artículo es el título que llevan las grandes de la ópera.

Caballé cantó en todos los grandes teatros y estuvo bajo la batuta de todos los grandes directores: Leonard Bernstein, Herbert von Karajan, el defenestrado James Levine, Claudio Abbado, Riccardo Muti, Carlo Maria Giulini o Sir Georg Solti. Tuvo una voz prodigiosa, capaz de una sutileza apabullante, de unos pianísimos tan largos que, en cualquier otra, hubiésemos temido que entrase en apnea y se desplomase allí mismo. Fue una diva, con lo bueno y lo malo que esto puede tener. Lo bueno es obvio: nadie duda de que ha sido una de las más grandes sopranos de todos los tiempos. Los melómanos, esa gente tan rara, están ahora mismo poniéndose sus discos a todo trapo, porque la melancolía es una afición muy extendida. Yo mismo, mientras escribo estas líneas, no paro de decirme «madre mía, qué manera de cantar». El timbre de la voz de la Caballé perdurará siempre en nuestros oídos y en nuestra memoria, y podremos asombrarnos una y otra vez con la belleza y los colores de su voz, con su técnica depuradísima, con su expresividad.

Lo malo, por suerte, se olvidará antes. Aún se conserva en la hemeroteca de El País la bronca que tuvo con Alfredo Kraus a propósito de los tejes y manejes de su hermano y representante, Carlos Caballé. «Kraus acusa al hermano de Caballé de propiciar una mafia operística». «Montserrat Caballé arremete contra Alfredo Kraus en Roma». En los últimos tiempos, se vio envuelta en una acusación por fraude fiscal, que terminó saldándose con una multa de medio millón de euros y una pena de seis meses de cárcel. Pero el arte, podemos estar tranquilos, sobrevive a las minucias de las vidas personales. A Caravaggio, el homicida, no se le recuerda precisamente por sus cadáveres.

Tuvo una voz prodigiosa, capaz de una sutileza apabullante, de unos pianísimos tan largos que hubiésemos temido que entrase en apnea

A Montserrat Caballé también la tentó el pop. Seguro que en estos momentos se está recordando mucho aquella cancioncita horrorosa que coprotagonizó con Freddie Mercury cuando los Juegos Olímpicos. El Barcelona no hizo bien a ninguno de los dos, pero se les ve contentos, que es lo importante. Más unánime es la opinión acerca del papelón en el anuncio de la Lotería. Vanidad de vanidades, ya saben.

La Caballé se ha ido después de cantar casi noventa papeles operísticos, grabar cuarenta y tantas óperas y la misma cantidad de recitales, misas, etc.; de recibir los más prestigiosos premios nacionales e internacionales y de ganarse el aprecio y el respeto del público. Debemos a su curiosidad la recuperación para el repertorio de algunos títulos olvidados o desconocidos: Armide de Gluck, Les Danaïdes de Salieri, Saffo de Pacini, La Vestale y Agnese di Hohenstaufen de Spontini, Hérodiade de Massenet, Medea y Démophon de Cherubini, Ermione e Il viaggio a Reims de Rossini, Sancia di Castiglia de Donizetti y La Fiamma de Respighi. También se dedicó a la enseñanza, impartiendo clases magistrales. En YouTube hay unos vídeos que, créanme, son muy graciosos de ver (he intentado encontrar uno en el que le pega un puñetazo a un tenor en el estómago, pero no lo he encontrado).

Su fama, decíamos al principio, ha conseguido saltar el muro de «los aficionados» y expandirse por las gentes del común. Quizás porque era lo que se espera de una cantante de ópera: una mujer gorda, vestida de manera estrafalaria, con una voz aguda como para romper copas. Puede ser. Pero puede que el motivo sea otro: que a cualquiera al que se le pongan unos minutos de la Caballé cantando quedará asombrado por la belleza de lo que está escuchando.

La Caballé tenía algo de personaje de tebeo: la soprano gorda, los vestidos peculiares, los gorgoritos. Podría haber salido en Tintín. Tiene su mérito: en un país donde nadie va a la ópera, todo el mundo sabe quién es la Caballé.

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