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Más allá del desastre del Mad Cool: España tiene un problema con los festivales
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Más allá del desastre del Mad Cool: España tiene un problema con los festivales

¿Cuáles son los principales problema? La falta de transparencia, su desconexión del circuito cultural y que sólo benefician a los dueños y grandes superventas de la música anglosajona

Foto: Imagen del reciente festival Mad Cool en Madrid. (EFE)
Imagen del reciente festival Mad Cool en Madrid. (EFE)

La pasada edición de Mad Cool en Madrid fue para muchos la gota que colmó el vaso. Cualquiera que pisase el recinto de Valdebebas notaba que el ansia por maximizar beneficios se había traducido en una organización frágil, con menos empleados de los necesarios, que en muchos casos carecían de información o recursos para solventar los problemas. Quedó claro en el fiasco del acceso el primer día o en la tensión permanente de unos camareros desbordados la mayoría del tiempo, con diez minutos de descanso en jornadas de diez horas. Una anécdota relevante: los camareros llegaban a rechazar propinas por miedo a que los supervisores les encontraran dinero en los bolsillos al terminar su turno.

De acuerdo, no podemos convertir a Mad Cool en un chivo expiatorio, solamente es el ejemplo más claro de un modelo cultural que no funciona. ¿Cuáles son los principales problemas que presenta el formato macrofestival en España? La falta de transparencia, su desconexión del circuito cultural y el hecho de que solo benefician a los dueños y a los grandes superventas de la música anglosajona. Después de veinte años funcionando, es hora de hacer balance de las grietas del sector.

Demasiada suerte

Un observación general antes de comenzar: los festivales de música españoles deben de tener un ángel de la guarda. Son muchas las ocasiones en las que han estado cerca de una desgracia. Por ejemplo, en 1997, una tormenta provocó el hundimiento de parte de un escenario en el Festival de Benicàssim. En 2009 volvieron a tener problemas con otra tormenta y un conato de incendio. En Monegros 2003, un mítico festival de música electrónica, hubo un desborde de los accesos que formó colas de quince kilómetros y retrasos de hasta cuatro horas. El Primavera Sound 2011 también registró un desastre con las recargas de tarjetas dejando sin posibilidad de beber a los asistentes durante varias horas. Recuerdo, por ejemplo, que me dio un golpe de calor durante el concierto de Grinderman.

placeholder Público en el FIB de Benicàssim 2018. (EFE)
Público en el FIB de Benicàssim 2018. (EFE)

El festival AV de Málaga 2004 de Fuengirola, en el que Morrissey debutó en directo en nuestro país, también fue un caos de organización traducido en largas colas y apertura con los artistas ya tocando para el vacío. Por no hablar de los problemas registrados en las primeras ediciones de los cámpings de Benicássim y Arenal Sound. El último caso grave que se recuerda ocurrió el agosto pasado, cuando la nefasta organización del Delirium Festival de Santander terminó en saqueos, con escenas similares a las de Festimad 2005. Resumiendo: sólo una milagro ha evitado consecuencias realmente serias.

¿Merecen dinero público?

Primer problema del modelo: la falta de transparencia, que resulta evidente. La mayoría de festivales reciben algún tipo de subvención, pero apenas ofrecen contrapartidas ni datos sobre su funcionamiento. Cualquier aficionado al fútbol sabe lo que cobran Messi, Ronaldo o los directivos de sus clubes, pero la estructura de los festivales musicales en España es totalmente opaca. Un ejemplo: el periodista cultural Nando Cruz lleva tres ediciones intentando averiguar por qué el Primavera Sound trae a sus camareros de Portugal en vez de dar trabajo a jóvenes de Barcelona. El festival recibe una subvención de 140.000 euros por parte del ayuntamiento de Barcelona y otros 175.000 de la Generalitat, por lo que sería razonable pedir que crearan empleos para la población local. Igual ocurre en Benicàssim, que hace oídos sordos a las denuncias de maltrato laboral de sus camareros, publicadas en El Confidencial.

Lo que mucha gente no entiende es que estos festivales no venden música al público, sino público a las marcas

Otro punto ciego: se desconocen los ingresos por patrocinios. Uno de los días del Mad Cool, me crucé con un conocido que trabaja en el sector de la publicidad. Echó un vistazo alrededor y alucinó con la cantidad de empresas implicadas. La lista completa se puede consultar aquí (https://madcoolfestival.es/patrocinadores.php). “Estos tenderetes pueden costar medio millón de euros de media. Ya me estoy imaginando el briefing: ‘Festival cool de la capital: 80.000 personas con alto poder adquisitivo y ganas de consumo como medio de distinción’. Lo que mucha gente no entiende es que estos festivales no venden música al público, sino público a las marcas”, señala. La palabra ‘cool’ (guay) en Mad Cool no es tanto una descripción musical como un indicativo del segmento de mercado que cubre. Las citas de ‘gama alta’ incluyen desde el Sónar a BBK Live, pasando por la etapa dorada del Festival de Benicàssim. El desaparecido Rock In Rio Madrid desplegaba incluso más publicidad que Mad Cool, lo mismo que el olvidado Summercase de Boadilla, que se evaporó dejando un reguero de deudas y un juicio por su vinculación a la trama Gurtel.

Por supuesto, no se trata de cuestionar los patrocinios privados, sino de señalar que si un acto cultural se rige solo por criterios de mercado no merece ningún tipo de subvención pública. Los festivales han intentando legitimarse encargando a consultoras como Deloitte (caso del Sónar) informes de impacto económico, pero estos resultan poco fiables ya que tienen la tendencia a decir al cliente -el festival- lo que necesita escuchar para cimentar su prestigio y justificar la solicitud de la subvención. Quien paga, manda.

Escaso impacto cultural

Segundo problema: la desconexión de los circuitos musicales. A la hora de valorar los festivales, se suele hablar de su éxito económico, nunca del resultado cultural. Por ejemplo, hay que considerar un fracaso que después de veintitrés ediciones del Festival Internacional de Benicàssim no se haya creado una escena indie-pop destacable en su zona de referencia, entre Castellón y Valencia. Lo mismo podemos decir del Sónar, que lleva veinticinco años triunfando en lo económico, pero no ha hecho prácticamente nada por la escena electrónica de Barcelona, una ciudad de donde apenas han salido un par de discjockeys con modesto impacto fuera de nuestras fronteras. Los festivales no suponen un impulso para la escena nacional, sino premios de consolación que maquillan la falta de un tejido cultural vigoroso.

placeholder El dúo germano-japonés Alva Noto & Ryuichi Sakamoto durante el concierto que clausuró el Sónar el pasado junio. (EFE)
El dúo germano-japonés Alva Noto & Ryuichi Sakamoto durante el concierto que clausuró el Sónar el pasado junio. (EFE)

“Está claro que, en el día día, Barcelona no puede compararse con Berlín”, reconocía en 2014 a El Confidencial el propio Enric Palau, codirector del Sónar. También anda muy por debajo de Londres, París o Nueva York. Apenas existe industria musical en España digna de tal nombre, más bien tenemos pelotazos económicos aislados y un desierto para el resto de agentes culturales. Los festivales con menos prestigio (tipo Low Festival, Arenal Sound…) pueden presumir al menos de haber contribuido al ascenso del indie mainstream (Vetusta Morla, Izal, Lori Meyers, Dorian..)

Sónar, Mad Cool y Primavera Sound no son garantes de la diversidad cultural. Al contrario, son espacios al servicio de la homogeneización. Básicamente, funcionan como franquicias, similares a las que han hecho cada vez más parecidas a los centros de las capitales europeas. Viajes donde viajes, sabes que va a estar colonizados por una concatenación de Burger King, Starbucks, H&M, Apple Store y Zara. Nuestros festivales se parecen cada vez más a esos “no lugares” que a espacios de diálogo entre la cultura local y global. Por si fuera poco, la moda de las áreas VIP, Premiun y Golden (repudiada en Mad Cool por Franz Ferdinand y Queens Of The Stone Age) rompe la tradición de los conciertos como lugares interclasistas, donde los pobres y los ricos tienen los mismos derechos. Live Nation es la principal impulsora global de estos espacios reservados a quien se los puede pagar.

¿Cultura o especulación?

Durante muchos años, se ha hablado de ‘la burbuja de los festivales’. Muchos entendieron la expresión en el sentido de que había demasiadas citas para el escaso público interesado en la música moderna en España. En realidad, el problema no era ese, sino que la escena festivalera tenía claros paralelismos con la ‘burbuja inmobiliaria’. De hecho, si trazamos un mapa de los festivales españoles, veremos que coinciden con las zonas más castigadas por la especulación. La oferta festivalera se centra en Madrid, Barcelona, País Vasco y -muy particularmente- Levante. Tampoco es casualidad que el lujoso Starlite se celebre en Marbella y no en La Línea de la Concepción. Un festival flamenco clásico se puede organizar en Las Minas (Murcia) o en La Puebla de Cazalla (Sevilla), ya que son lugares unidos a una tradición cultural. En el caso de los festivales de música pop anglosajona, sea electrónica o de guitarras, se sitúan en los puntos preferidos por los extranjeros para comprar una casa o ir de vacaciones. El motivo es que nuestros festivales, sobre todo los más refinados, están más pensados para los turistas que para el público local.

¿Quién gana con los festivales?

Tercer y último problema: ¿quién gana con los festivales de música? Cada vez resulta más difícil defender que las ciudades españolas reciben algo. Culturalmente, reproducen paradigmas anglosajones y recompensan a los superventas de Londres, Nueva York y los Ángeles. Una dinámica desconcertante ahora que la música en español experimenta un ascenso en todo el mundo. En el plano económico, el dinero tampoco se queda en nuestro país. Tanto Sonár como Primavera Sound vendieron este mes importantes porcentajes de su negocio a fondos de capital riesgo como Yucaipa y Providence Equity Partners. Además, monopolios de Silicon Valley como Airnnb o Uber restan cada vez más dinero al sector hotelero o los taxis locales.

¿Quién gana más con Mad Cool? El emporio anglosajón Live Nation, un monopolio internacional que contrata a sus propios artistas

¿Quién gana más con Mad Cool? El emporio anglosajón Live Nation, casi un monopolio internacional que contrata a sus propios artistas para el festival y que incluye a Ticketmaster, la empresa de ventas de entradas más grande del mundo. Ticketmaster es el agente más señalado por los escándalos de reventa ilegal de entradas. Además, tenemos el problema de la representatividad cultural. ¿De qué nos sirve tener una de las escenas festivaleras más nutridas del mundo cuando los grupos que cantan en castellano siguen siendo considerados de segunda fila? Primavera Sound, Sónar y Mad Cool ofrecen año tras año pruebas de esto.

Escasa sensibilidad

Otro problema añadido es la falta de sensibilidad de los directores de festivales a la hora de escuchar y encajar cuestionamientos. La organización de consumidores Facua lleva años poniendo denuncias por las numerosas irregularidades: desde la absurda prohibición de introducir comida en los recintos (Mad Cool, entre otros) hasta las negativas a dejarte entrar y salir del festival durante la jornada (Azkena Rock, entre otros). “Hemos denunciado varias normas arbitrarias de los festivales. Hasta ahora, no recuerdo ningún resultado positivo. Los festivales no son muy propensos a dialogar, por eso invito a todos los asistentes a poner denuncias en las oficinas de consumo correspondiente. No es lo mismo que llegue solo una denuncia de Facua o que llegue nuestra denuncia respaldada por 3.500 de usuarios afectados”, explica Rubén Sánchez, portavoz de Facua. Incluso invita a los festivaleros a dejar de comprar entradas para las citas que les maltraten o no se tomen en serio poner personal suficiente para atenderles. “Lo que mejor va a funcionar es que sientan que sus ingresos dependen de cuidar realmente a quien paga la entrada”, añade. Está claro que la pelota está en el tejado de las administraciones, demasiado pendientes hasta ahora de conseguir festivales para su territorio. Ya no vale solo con atraerlos, sino que hay que obligarles a tomar en serio sus responsabilidades culturales.

La pasada edición de Mad Cool en Madrid fue para muchos la gota que colmó el vaso. Cualquiera que pisase el recinto de Valdebebas notaba que el ansia por maximizar beneficios se había traducido en una organización frágil, con menos empleados de los necesarios, que en muchos casos carecían de información o recursos para solventar los problemas. Quedó claro en el fiasco del acceso el primer día o en la tensión permanente de unos camareros desbordados la mayoría del tiempo, con diez minutos de descanso en jornadas de diez horas. Una anécdota relevante: los camareros llegaban a rechazar propinas por miedo a que los supervisores les encontraran dinero en los bolsillos al terminar su turno.

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