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Más allá de Bartual: ¿por qué las ficciones se parecen cada vez más a la publicidad?
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Más allá de Bartual: ¿por qué las ficciones se parecen cada vez más a la publicidad?

El ecosistema mediático contemporáneo ha domesticado la cultura hasta convertirla en laboratorio de las agencias de marketing

Foto: El autor de la historia viral del verano en Twitter Manuel Bartual. lBA DIETHELM
El autor de la historia viral del verano en Twitter Manuel Bartual. lBA DIETHELM

Catorce de septiembre. Gran Vía madrileña. El "contador de historias" Manuel Bartual, rodeado de periodistas y tuiteros, explica las anécdotas de su famoso hilo del pasado verano, que llegó a trending topic mundial de Twitter. En el turno de preguntas, un oyente se interesa por si ha recibido ofertas del mundo publicitario. "Es curioso, pero no hubo ninguna", responde. Por supuesto, Bartual no miente, pero aplica un baremo del siglo XX, que confunde la publicidad con los anuncios. Echando un vistazo rápido a su cuenta de Twitter, comprobamos que tras el fenómeno viral fue invitado a participar en el festival Samsung Mad Fun, aceptó una oferta de la editorial Planeta para publicar su primera novela y además está explicando esto en una charla organizada por la Fundación Telefónica. No está mal.

Luego amplía información: "Lo que sí pasó es que hubo gente que escribía por privado preguntando si el hilo era una campaña de Netflix. Cuando aclaraba que no, algunos insistían, preguntando si era una campaña de otra cosa", reconoce. Normal: podría haber sido la estrategia de marketing de un hotel de Mallorca, de una empresa de bollería industrial o de una cadena de gimnasios. No habría hecho falta más que un tuit recomendando alguno de estos servicios. Entonces, ¿no recibió ninguna oferta publicitaria o vivimos inmersos en una lógica corporativa tan densa que se vuelve invisible? Lo que parece claro es que cada vez nos cuesta más distinguir los relatos de la publicidad. Por supuesto, el problema no es Bartual, sino un ecosistema mediático que ha domesticado la cultura hasta convertirla en laboratorio de las agencias de marketing.

Cuidar tamagochis, cazar pokémons

Hay un reproche, típico de los años de la contracultura, que insultaba los artistas que "se vendían" al capital. Quizá resulta más estimulante darle la vuelta, preguntándonos por qué el mundo corporativo tiene un interés creciente en creadores que la mayoría considera “excitantes", "alternativos" y "rompedores". En el caso de Bartual, diría que el mejor análisis lo hizo una persona de su círculo, el dibujante de cómics Mauro Entrialgo. Esto explicaba a la revista digital 'Playground': "El factor más enganchante del formato ha sido que lo hiciera en tiempo real. Es el mismo motivo por el que tuvo éxito el Tamagochi: el tiempo real y el objeto portátil hacía que se integrara en la rutina del usuario. Por eso, la gente ha llegado tarde al hilo de Manolo, cuando lo lee, no le parece tan potente". ¿Resumen rápido? La industria de la publicidad adora los fenómenos que absorben el máximo de nuestra atención sin plantear nada relevante en el plano humano, social o político. La cultura reducida a la caza de Pokémons.

Planeta sabe que solo con que 'piquen' un pequeño porcentaje de los seguidores del hilo, el libro que Bartual publicara en marzo —a tiempo para la temporada de ferias— tendrá muchas papeletas para ser un éxito editorial. Por eso importa poco lo que vaya a decir (a no ser que arremeta contra Víctor García de la Concha, algo poco probable). Es la misma tendencia que llevó a los premios Planeta a cortejar figuras mediáticas, dejando un rosario de novelas mediocres en las cubetas de descuento. El uso de nuevos formatos tecnológicos, en este caso Twitter, amplifica viejas dinámicas de sumisión al mercado.

¿Arte o comercio?

En realidad, el fenómeno atraviesa todos los campos de la cultura contemporánea. Festivales como el Sónar y el Primavera Sound de Barcelona se han convertido en el patio de recreo de las agencias publicitarias, espacios ideales para experimentar sus acciones comerciales ante un público internacional de "modernos" consumistas, dispuestos a abalanzarse sobre cualquier novedad cool. Hoy resulta imposible distinguir el último vídeo del grupo neofolk anglosajón de moda y la campaña de verano de Estrella Damm, protagonizada por hípsters felices de vacaciones en la Costa Brava. Y es complicado diferenciarlas porque grupo y marca pueden haber pactado una campaña conjunta. Como cuando H&M encarga a Wes Anderson un 'spot' basado en la estética de su última película. Todos ganan impactos y atención del público.

El artista Rogelio López Cuenca explica en un texto brillante que si paseas por Roma y te encuentras la Fontana de Trevi teñida de rojo, la primera reacción de la mayoría sería dudar si estamos ante una performance vanguardista o ante una campaña publicitaria de Campari. De hecho, López Cuenca señala que los europeos vivimos inmersos en el gigantesco decorado publicitario. "Los llamados centros históricos (de las ciudades) han pasado de ser habitables a visitables, consumibles, a ser utilizados como reclamo para atraer turistas a la ciudad-museo y como escenario para la representación de eventos espectaculares destinados a renovar los motivos del turista para reincidir en su visita”, lamenta. El futuro de Barcelona, Beyoncé y Manuel Bartual depende en gran medida de su capacidad como marcas para mantenerse seductoras para el mercado. No parece haber ni un mínimo gesto de resistencia, ni siquiera distanciamiento.

Frivolizar las tragedias

Por su parte, el filósofo Alain Brossat explica en su libro ‘El gran hartazgo cultural’, publicado en 2017, el inquietante efecto de ver a Adrien Brody anunciando mocasines de gama alta después de haber protagonizado la durísima película ‘El pianista’, donde interpreta a un judío que sufre los años del Holocausto. "No se trata de una cuestión moral: los actores de cine, al igual que los deportistas de élite, tienen la costumbre de redondear sus fines de mes, ya de por sí buenos, con la publicidad. (…) La cuestión es mostrar la fluidez que se apodera de los objetos más heterogéneos del mundo", denuncia. Los patrocinadores de un festival de música aspiran a que miles que consumidores se entreguen al hedonismo frente a unos escenarios dominados por sus logos corporativos. Quien pagó a Brody por anunciar zapatos caros justo ese año contribuye a algo bastante peor: despojar de sentido y solemnidad al relato de un episodio traumático de la Historia moderna. Para los más jóvenes, los consumos culturales están ya tan unidos a la presencia de marcas como los árboles a los parques. Casi te convierte en un fósil recordar que en los ochenta y noventa la inmensa mayoría de la cultura popular no estaba patrocinada.

El arte ya no es transgresor

Las investigaciones sobre el asunto son abrumadoras. El doctor en sociología Jon E. Illescas explica en el libro 'La dictadura del vídeoclip' cómo las marcas comerciales han copado por completo la producción de estos formatos, que dominan el imaginario de la juventud global. No es solo la práctica del product placement, introducir en las imágenes productos comerciales como si fueran elecciones del artista, sino que cada rodaje cuenta con un ejecutivo supervisor cuya función es crear un relato pop que resulte atractivo para las multinacionales. Según explica el publicista Rafael Gil, "hay una regla matemática que dice que seis meses después de cada videoclip rompedor se rueda un anuncio basado en su estética". Las fronteras entre arte y publicidad ya no son porosas, sino que apenas existen.

¿Quién fue el primero en detectar este tsunami cultural? Seguramente el historiador Eric Hobsbawm en su libro 'A la zaga. Decadencia y fracaso de las vanguardias del siglo XX', publicado originalmente en 1998. El texto explica la capacidad del marketing para absorber y desbordar las innovaciones formuladas por los artistas más transgresores. La industria audiovisual lleva al menos cuarenta años innovando más que el arte tradicional. Hobsbawm señala el triunfo del arte pop en los sesenta como el mejor arma para neutralizar la cultura, que hoy parece impotente para abordar cuestiones humanas relevantes.

"Warhol y los artistas pop no querían revolucionar ni destruir nada, y mucho menos el mundo. Todo lo contrario, aceptaban ese mundo, e incluso les gustaba. Lo que sucede es que se dieron cuenta de que en la sociedad de consumo ya no había lugar para el arte visual tradicional, excepto, por supuesto, como forma de ganar dinero. (…) La importancia de Warhol —incluso la grandeza de esa figura extraña y antipática— radica en la coherencia de su rechazo a ser otra cosa que el vehículo pasivo de un mundo experimentado a través de los medios de comunicación". Medio siglo después, el proceso ha sido acelerado por Twitter, Facebook, Samsung, Nokia y Apple, colonizadores de nuestra atención cotidiana. Suena triste, pero ahí seguimos, "experimentando el mundo a través de los medios de comunicación". Con la complicidad, muchas veces inevitable, de gran parte de los artistas actuales.

Catorce de septiembre. Gran Vía madrileña. El "contador de historias" Manuel Bartual, rodeado de periodistas y tuiteros, explica las anécdotas de su famoso hilo del pasado verano, que llegó a trending topic mundial de Twitter. En el turno de preguntas, un oyente se interesa por si ha recibido ofertas del mundo publicitario. "Es curioso, pero no hubo ninguna", responde. Por supuesto, Bartual no miente, pero aplica un baremo del siglo XX, que confunde la publicidad con los anuncios. Echando un vistazo rápido a su cuenta de Twitter, comprobamos que tras el fenómeno viral fue invitado a participar en el festival Samsung Mad Fun, aceptó una oferta de la editorial Planeta para publicar su primera novela y además está explicando esto en una charla organizada por la Fundación Telefónica. No está mal.

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