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Andy Warhol, el notario que quiso ser Dios
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Andy Warhol, el notario que quiso ser Dios

¿Fue el artista un crítico de la modernidad, percibida como amenaza por exceso, o un mero e incisivo enterrador con sobredosis de sarcasmo?

Foto: La obra 'Sopa Campbell's' de 1968 es una de las 350 obras que incluye la exposición 'Warhol. El arte mecánico' en el Caixaforum de Barcelona. (EFE)
La obra 'Sopa Campbell's' de 1968 es una de las 350 obras que incluye la exposición 'Warhol. El arte mecánico' en el Caixaforum de Barcelona. (EFE)

En octubre del año pasado Andy Warhol regresaba a Barcelona tras más de dos decenios de ausencia. La última vez se le vio en la Fundació Miró. Era otoño de 1996 y su obra se mimetizó con el espacio de Josep Maria Sert. En octubre volvía a Montjuic, en CaixaForum, y prometía visitar Madrid y Málaga. Quizá nunca se fue. Su omnipresencia bastarda se detecta en las redes sociales, donde sus usuarios cuelgan fotografías de mitos banalizados por idolatría. La única diferencia entre ellos y el gran deus ex machina es la falta de ironía. Pocos meses después, cumplía su promesa: también en CaixaForum, pero esta vez el del Paseo del Prado de Madrid, donde se encuentra desde el 1 de febrero hasta el 6 de mayo.

La obra del estadounidense es hija de su tiempo y lo sintetiza. Si las obsesiones de un artista son la mecha que enciende su producción podemos afirmar sin equivocarnos que Warhol se apoderó del sueño americano. La cuestión es si lo hizo para derrumbarlo mediante una deformación fantasmagórica o elevarlo a los altares en medio de distintos períodos de la Guerra Fría.

En los años cincuenta, mientras el chico de Pittsburg se instalaba en Nueva York y publicaba sus ilustraciones en revistas, Estados Unidos poseía más del 50% de la riqueza mundial. Podía existir el miedo atómico, pero el optimismo de los años Eisenhower se transmitía en un consumo desenfrenado en busca de completar el primer gran salto hacia adelante del sistema. Anuncios de electrodomésticos, coches y esencias para completar un hogar norteamericano llenaban las calles de colores fuertes, como si la compra fuera una alegría estridente repleta una luz tan fuerte que amenazaba con saturarse. Lo mismo ocurría en el celuloide. Es fácil detectar en muchos musicales de esa época de Hollywood las mismas constantes cromáticas. 'Un americano en París' o 'Cantando bajo la lluvia' son orgías de rojo, verde, azul y amarillo sin concesiones. El blanco y negro quedaba para un arte reservado. Lo demás era el dominio de la Democracia a través del dólar y una serie de códigos impactantes y sutiles.

Un monstruo

Warhol lo captó a la perfección y si uno quiere adoptó premisas benjaminianas con sus creaciones repletas de reproductibilidad técnica. Entras a la muestra de la Ciudad Condal y el recorrido brinda pepitas de oro para entender el camino. El autorretrato de la entrada es la conclusión y el mensaje, una tarjeta para presentar a un monstruo dotado con infinita inteligencia en la lectura de las circunstancias de su era.

Avanzamos una sala. Los dibujos de su fase inicial insinúan la posterior evolución, propulsada sin previo aviso en ese bloque canónico con los distintos retratos de Marylin Monroe, iguales pero diferentes, un empecinamiento que asimismo es devoción hacia la fama, la misma que auguró llegaría a todos, aunque fuera durante quince minutos.

Warhol fue un monstruo dotado con infinita inteligencia en la lectura de las circunstancias de su era

En un viaje a Asia quedó fascinado por el uso del pan de oro en esculturas budistas y en las piezas de mobiliario de Japón y Tailandia. Un europeo podría pensar en el uso del material áureo en íconos bizantinos y en los retablos del Trecento italiano. A principios de la pasada centuria Gustav Klimt lo usó con profusión para decorar y realzar sus figuras. Al fin y al cabo, todas estas piezas encajan desde un matiz casi religioso, el mismo que Warhol confiere a las celebridades que serializa, encumbrándolas a una mortalidad en vida, dándoles una pátina divina no exenta de burla y lógica, o si se quiere, perdonen tanta redundancia léxica, repitiendo desde sus variaciones los síntomas de una realidad en que los rostros de las estrellas son reproducidos hasta la extenuación.

Sin embargo, y esto es fundamental, el hombre de The Factory sabía de la profunda impostura de ese bienestar acumulativo. Al plasmar en sus fotografías emulsionadas los objetos predilectos y simbólicos del panteón del dólar los santifica mientras prosigue una senda iniciada por Marcel Duchamp. Todo es susceptible de ser arte. Si el francés daba la vuelta al significado original Warhol lo mantiene con la turbación de trasladar los objetos cotidianos, del legendario bote de sopa Campbell a la Coca-Cola, a un formato donde al no ser palpables como en la cadena de montaje cobran otra dimensión.

Todos los prismas del genio

La exposición, con un montaje fresco y muy inteligente, pretende mostrar todos los prismas del genio. Tras desfilar por su lado más conocido accedemos a una sala repleta de pantallas con sus Screen Test, películas mudas de breve duración en las que Warhol quería retratar la vida de una persona. Bob Dylan parlotea y Dalí posa muy consciente de su personaje hasta que desaparece y deja un hueco, el mismo que nuestro protagonista ocuparía tras salvarse en 1968 de un intento de asesinato perpetrado por la activista Valerie Solanas. A partir de ese momento abandonó su apuesta por la notaría de su sociedad para metamorfosearse en una marca andante, venderse en los mejores saraos de la ciudad que nunca duerme y convertirse en su mejor cuadro, como si hubiera robado el carisma de sus retratados para atesorarlo sin remordimientos y suma destreza.

Sin embargo, la muestra de CaixaForum, salvo en una pequeña sección fotográfica prefiere centrarse el universo de este ambiguo revolucionario, tótem y tabú de su era, la nuestra. El wallpaper con vacas anuncia desde absurdos decorativos hasta el Atom Heart Mother de Pink Floyd. Los carteles de sus exposiciones y la cubierta del The Velvet Underground &Nico con su banana es la indudable prueba de su relativa implicación en un proyecto musical del que quiso ser mentor y al final sólo pagó el estudio de producción.

¿Fue Warhol un crítico de la modernidad, percibida como amenaza por exceso, o un mero e incisivo enterrador con sobredosis de sarcasmo?

En una sala intuimos la magia de una cierta irrealidad espacial, quizá la misma que movió a David Bowie a dedicarle una canción de su Lp 'Hunky Dory'. Las nubes plateadas, fabricadas con un material reflectante experimental fabrica para el programa espacial de la NASA, flotan en el aire con lentitud. Si el cielo es pesado en otro espacio rectangular las imágenes de Lou Reed y otros visitantes nos sumergen en un umbral de performance y turbación, la misma con la que Warhol imbuyó gran parte de sus creaciones a través del uso de pintura acrílica. De este modo nos interroga para que respondamos si es un crítico de la modernidad, que puede percibirse desde una amenaza por exceso, o un mero e incisivo enterrador con sobredosis de sarcasmo tanto por la duda de su mensaje como por su absoluta adaptación al medio, pues al fin y al cabo él mismo fue el paroxismo de sus autopsias radiografiadas.

Una miríada de sillas eléctricas abre la ruta hacia la salida. En la calle seguimos en la exposición porque Andy Warhol circuló por el aire libre con la ambición de secuestrar la totalidad. Esa es su victoria entre la broma, la impostura y la lucidez consecuente entre un triunfo y un desencanto. Se impuso, eso es indudable.

En octubre del año pasado Andy Warhol regresaba a Barcelona tras más de dos decenios de ausencia. La última vez se le vio en la Fundació Miró. Era otoño de 1996 y su obra se mimetizó con el espacio de Josep Maria Sert. En octubre volvía a Montjuic, en CaixaForum, y prometía visitar Madrid y Málaga. Quizá nunca se fue. Su omnipresencia bastarda se detecta en las redes sociales, donde sus usuarios cuelgan fotografías de mitos banalizados por idolatría. La única diferencia entre ellos y el gran deus ex machina es la falta de ironía. Pocos meses después, cumplía su promesa: también en CaixaForum, pero esta vez el del Paseo del Prado de Madrid, donde se encuentra desde el 1 de febrero hasta el 6 de mayo.

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