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Los maoístas del PP. Auge y caída de la contracultura española
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Los maoístas del PP. Auge y caída de la contracultura española

Germán Labrador analiza las claves de su ensayo sobre el underground de la Transición

Foto: Una pareja se sube desnuda al monumento del 2 de Mayo en Madrid en 1976. (Félix Lorrio)
Una pareja se sube desnuda al monumento del 2 de Mayo en Madrid en 1976. (Félix Lorrio)

Sin prisa pero sin pausa, empiezan a publicarse ensayos fundamentales para conocer la contracultura española. En principio, un corriente subterránea, pero repleta de desafíos a los valores dominantes (aunque muchos de sus líderes se acabaron incorporando los cuadros de mando del capitalismo posmoderno). Germán Labrador, profesor de la universidad de Princeton, aporta un completo mapa social en ’Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición española. 1968-1986’ (Akal).

Estamos ante un texto valioso, especialmente ahora que las instituciones se llenan de “partidos del cambio”, conectados con estas tradiciones antagonistas, hasta ahora poco documentadas. No se asusten por sus más de seiscientas páginas, ni por la avalancha de datos. El texto vuela gracias a un estilo vibrante, que no rehuye los conflictos políticos ni renuncia a los matices. Se trata de la primera publicación de la colección Reverso, dirigida por el prestigioso historiador Juan Andrade.

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'Culpables por la literatura'


PREGUNTA. Leyendo su libro, parece que la inmensa mayoría de figuras de la contracultura española vienen de la clase media o alta. ¿Cómo influye este hecho en sus posiciones políticas?

RESPUESTA. Prefiero plantearlo al revés: la experiencia de la contracultura incorpora desde el principio un elemento interclasista que adquiere cada vez más importancia y constituye uno de los pocos espacios de contacto entre clases no autoritario en el final del franquismo. Frente a la mili, por ejemplo, disciplinaria y segregadora, aunque interclasista también. La experiencia de desertar, sin embargo, o la de objetar, fue también interclasista y antiautoritaria. A finales de los años sesenta, uno de los focos más poderosos de penetración de ideas contraculturales es la universidad, a la que comienzan a llegar los hijos de las clases medias y obreras del país, cada vez de forma más numerosa. En muchas ciudades hay una progresiva apropiación juvenil de calles y parques donde el elemento de mezcla social es determinante, desde las Ramblas hasta Malasaña. Aparecen locales híbridos -bares, garajes, locales de asociaciones- tanto en los centros como en las periferias. Los ateneos libertarios o algunas parroquias son lugares de porosidad social fascinante. Los festivales juveniles y las fiestas populares también.

P. Entonces, no podemos decir que la contracultura fuese una cosa de pijos.

Fiel a su tradición leninista, el PSOE vio en la cultura una herramienta de transformación social poderosa, pero no a través del cambio de las formas de vida, sino de la propaganda

R. El conflicto sociopolítico más importante de la época es generacional. No se da entre obreros y clases medias, sino entre la juventud y sus mayores. Un novelista como Rafael Chirbes, que representa él mismo esa porosidad, dedicó todo su ciclo de novelas sobre la transición a contar esta historia: cómo de los que estaban en las mismas asambleas y células jugando a hacer la revolución unos acaban como diputados y otros no. Es la teoría de la generación bífida.

Además, cuando les afecta, la marginación de la juventud transicional implica por igual a los hijos de la burguesía y a los chavales de barrio: la heroína y el sida fueron fenómenos interclasistas. Las cárceles, para muchos jóvenes, lo fueron también. Hay un elemento de desclasamiento estructural entre muchos jóvenes de la época. Por supuesto, si hablamos de los recursos para sobrevivir, las diferencias vuelven a importar, no viven igual quienes tienen red de seguridad familiar y quienes no. La cultura es un valor, está claro, a la hora de dotarse de una memoria. Y el sueño de la contracultura era la socialización radical de la cultura burguesa, en el que se avanzó mucho. Si hoy hablamos de “precariado” en términos interclasistas, cabe hacer otro tanto a propósito de los años setenta. Más que una clase, la juventud era una zona de metamorfosis social, desde los quinquis hasta los Panero.


P. Una novedad sustancial del texto es la visión crítica de los años ochenta, retratados como un paso atrás en el desafío a las élites. Los compara con un baile de disfraces donde la política no está invitada. ¿Hay que afinar el relato oficial?

UCD crea el ministerio de Cultura como reconocimiento de la importancia estratégica que va a tener la cultura en el sistema que se está ensayando

R. Muchas veces le echamos la culpa a la transición de cosas que suceden más tarde. En muchos sentidos, los años ochenta fueron años contrarrevolucionarios, de retroceso de formas de vida que funcionaban en los setenta. Desde el ejercicio de los derechos en el espacio público, la democracia vecinal o escolar o las condiciones laborales, muchas rupturas de los setenta se reajustan en la década siguiente. Por el camino hay la institucionalización de una nueva clase política, ganadora de ese proceso, buena parte de cuyos cuadros vienen de los partidos antifranquistas. En la cultura, sucede algo parecido. En cierto sentido, la Movida -como la gauche divine en Barcelona- representa la institucionalización de la primera “clase creativa” española. En 2007, en plena burbuja, el PP de Aguirre homenajeaba la herencia de la Movida en el Madrid neoliberal desde esas claves.

Por el camino, toda la parte rupturista, política, comunitaria, colectiva de la contracultura se evaporó. Si uno se descuida, te cuelan a Mecano, que a los niños de los ochenta nos gustaba, pero no era eso. El término Movida no aparece hasta la primavera de 1981: todo lo anterior es otra cosa, a pesar de que se utilice para legitimar lo que viene luego. Me importaba señalar las trayectorias desiguales, como un modo de explicar que había otras alternativas históricas, que las opciones personales importan, que había otra manera de imaginar la democracia en los años setenta. Que otra transición era posible.

P. Describe al PSOE como impulsor de una verdadera “cultura de estado”. ¿Ha sido el momento de mayor intervencionismo cultural de la historia reciente?

R. Me importa mucho no echarle la culpa a la transición de lo que sucede en los años ochenta. Muchas veces la falta de buenos relatos, de buenas historias sobre lo que sucedió en los setenta nos ha hecho un poco huérfanos de tradiciones y por ahí quiere ir mi libro. El membrete Cultura de la Transición es muy útil para describir la cultura propia de los años ochenta, pero no sirve para comprender la naturaleza civil, democrática, desbordante de los procesos de producción cultural sucedidos una década antes. La cultura antifranquista fue, en gran medida, una cultura anti-transicional, es decir, contraria a una transición de las instituciones. Pero fue una cultura profundamente democrática, radicalmente preocupada por la democratización en todas las esferas (públicas, privadas, íntimas, económicas, estatales, medioambientales...). En la segunda mitad de los setenta hay una tensión estructural entre la cultura democrática y la cultura de estado. UCD crea el ministerio de Cultura, como reconocimiento de la importancia estratégica que va a tener la cultura en el sistema que se está ensayando entonces.

P. ¿Cómo se desarrolla ese proceso?

A la derecha le pasaba con la cultura lo mismo que al PSOE con la Iglesia: consciente de su importancia y de su hostilidad la temía cuando habría deseado seducirla

R. Desde 1978 habrá un progresivo “encuadramiento” de las fuerzas de la cultura en un sistema de valores conservador-reformista, basado en la tríada normalización, progreso y orden público. Fiel a su tradición leninista, el PSOE vio en la cultura una herramienta de transformación social poderosa, pero no a través del cambio de la vida, de las formas de vida, sino de propaganda. Es difícil de comprender la España contemporánea sin el aparato cultural que fue Prisa, una verdadera cosmovisión. La cultura de la normalización fue la religión de la democracia, hizo para el régimen del 78 el papel que el nacional-catolicismo había hecho para el mundo conservador.

En cuestión de cinco años fue desapareciendo el teatro independiente, el cine underground, la prensa alternativa, el periodismo de investigación. O, mejor dicho, se fue encuadrando, aceptando unos nuevos marcos económicos y morales desde los que seguir existiendo. La descapitalización de la contracultura (y la capitalización de las estructuras del régimen del 78 gracias al campo contracultural) es un proceso fascinante, que genera marginados y triunfadores. La cultura que surge después seguirá siendo en muchos sentidos interesante, y hay que valorar los esfuerzos de crear una institucionalidad de nuevo cuño, pero el problema es que para que se diese una tuvo que desaparecer la otra. Por ponerlo con un ejemplo: a mí me gusta mucho Joaquim Jordà, pero también me gusta Pedro Almodóvar, ambos narradores finos y profundos de su tiempo. El problema no es lo que hacen, con sus diferencias, sino las construcciones culturales que hacen del primero un autor de culto olvidado para el público y del segundo un icono del felipismo pop.

Muchos de los supuestos revolucionarios de los setenta se entregaron a la corrupción política de las décadas siguientes

P: Los miembros de la contracultura suelen tener sensación de ser vanguardia, aunque solo sea estética o referida a los estilos de vida. Creo que esto impide conectar con los que ellos consideran “masas” o “gente corriente”, a la que muchas veces ven como “vulgar” o “parte del problema”.
R: Por la propia naturaleza, los cambios sociales comienzan en pequeñas agrupaciones. La paradoja es que, en tiempos de conquistas políticas, los derechos que puedan conquistarse a través de sus luchas benefician a colectivos mucho más extensos. Mientras tanto esas minorías participantes suelen ser las primeras víctimas de la represión de sus luchas. Dicho esto, las minorías tienden a estar permanentemente disociadas de lo social, y a reproducir conductas corporativas, gremiales, pandillistas, tribales. Incluso cuando su lenguaje sea inclusivo, igualitario, etcétera.

A comienzos de los años setenta, por ejemplo, se da una ruptura muy fuerte entre activismos de partido revolucionario y formas de vida contraculturales, en favor de las segundas, porque los modos de militancia antifranquista eran percibidos como autoritarios. Por ahí, la cuestión de la vanguardia se redefine. Se pasa de la utopía del «héroe poeta» a la imaginación de una «república de poetas». Era la vieja promesa lautreamoniana, de que "la poesía tiene que ser hecha por todas y no sólo por unos".

P: Ese objetivo no llega a alcanzarse. O no del todo.
R: Después de la derrota de la contracultura, la figura del "héroe" pasa a ser la del "último mohicano", y la vanguardia se vuelve un capital moral en una época de traiciones y oportunismos. Hay que pensar que muchos de los supuestos revolucionarios de los setenta se entregaron a la corrupción política de las décadas siguientes. La dignidad de Leopoldo María Panero en su locura es importante para la dignidad de la democracia. Aquella frase de los maoístas, “una minoría en la línea auténtica nunca es una minoría” encierra una fantasía delirante o una gran verdad, en función de cómo se convoque.

Desprovisto de intelectualidad orgánica, el aznarismo ofrece a muchos heterodoxos de la transición un lugar deseable

P: ¿Qué opina de esas grandes figuras de la contracultura española (Escohotado, Racionero, Dragó, Albiac..) que se han ido posicionando en favor del neoliberalismo?
R: Mi libro es una sucesión de nombres propios y vidas concretas, pero trato de no personalizar. Me interesa lo que de común hay en cada vida, lo que una trayectoria singular nos dice de evoluciones colectivas. Con sus diferencias, algunos notables, estas personas que mencionas, y otras como Jiménez Losantos o Albert Boadella, formaron parte de la primera generación de la contracultura y mantuvieron una cierta tensión crítica con la hegemonía cultural del PSOE en los ochenta. Muchas de ellas acaban integrando la intelligentsia del PP al tocar el poder. Desprovisto de intelectualidad orgánica, el aznarismo ofrece a muchos heterodoxos de la transición un lugar deseable.

A la derecha española le pasaba con la cultura lo mismo que al PSOE con la Iglesia: consciente de su importancia y de su hostilidad la temía cuando habría deseado seducirla. En ese viaje del maoísmo o del lacanianismo hacia la derecha orgánica habrá muchas cosas: la vuelta a la casa del padre para unos, para otros un odio profundo al felipismo, o a sus aliados nacionalistas, etcétera. Son viajes anímicos, profundos, en algunos casos al menos, de personas posicionadas muchas veces más allá del consenso constitucional alrededor de 1978. No siempre hay cinismo. Algunas personas dan un paso más hacia el neoliberalismo. El caso de Escohotado es realmente interesante: por momentos se diría que es el equivalente español del perfecto libertarian estadounidense.

Sin prisa pero sin pausa, empiezan a publicarse ensayos fundamentales para conocer la contracultura española. En principio, un corriente subterránea, pero repleta de desafíos a los valores dominantes (aunque muchos de sus líderes se acabaron incorporando los cuadros de mando del capitalismo posmoderno). Germán Labrador, profesor de la universidad de Princeton, aporta un completo mapa social en ’Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición española. 1968-1986’ (Akal).

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