El reverso tenebroso de los ochenta
El MACBA cuestiona en una exposición las políticas culturales españolas de la democracia
La foto que me obsesiona desde siempre es de 1979, el año de mi nacimiento. La firma Manolo Laguillo y resume con maestría una tiempo y un lugar. Dos hombres charlan en el interior de un bar sito en el número 121 de travessera de Gràcia. La vida sigue pese al ajetreo político visible en el exterior entre esvásticas y carteles de las inminentes elecciones municipales. El reflejo de ese escaparate involuntario confirma el fluir de la existencia mediante los transeúntes callejeros, sombras de la cotidianidad, figurantes de la Historia inmortalizada en una instantánea.
Ahora, pasados treinta y siete años, el bar Izquierdo no existe y en su lugar, reconocible por las estructuras arquitectónicas, se halla una tienda de Amancio Ortega. La personalidad del antiguo establecimiento desapareció por la voraz homologación de la posmodernidad con su neutra apoteosis de querer la igualdad comunitaria sin ideologías ni peligros en el horizonte.
Modernos del poder
De eso trata Gelatina dura, la exposición con que el MACBA cuestiona, sin desmerecer sus logros, las políticas culturales españolas de los ochenta, esa época en que el país rezumaba modernidad mientras se desmontaba lo plural de la misma desde el socialismo en el gobierno, algo a lo que aludió Rafael Sánchez Ferlosio en un artículo de 1984 al decir que la cultura, ese invento del poder, no acertaba en dar crédito a la vacuidad que le rodeaba. El escritor del estupendo 'Campo de retamas' (Literatura Random House) denunciaba una operación de desguace que identificaba lo cultural desde la promoción basada en intereses económicos y publicitarios, puro escaparatismo para darse palmaditas en la espalda mientras se desactivaba, y en esas seguimos, la capacidad crítica.
Es más sencillo crear camarillas y proseguir con un gatopardismo que de tanto vender modernidad sólo consigue que siempre seamos más antiguos
Los fastos de esa España culminaron en 1992, pero por el camino se había perdido un potencial transgresor que si emerge suele silenciarse porque es más sencillo crear camarillas y proseguir con un gatopardismo que de tanto vender modernidad sólo consigue que siempre seamos más antiguos, sin compromiso ni innovaciones verdaderamente rompedoras porque a la política le interesa que lo cultural no la tenga para bendecir lo inofensivo y condenar, hasta su encumbramiento en el panteón cuando se ha disipado la juventud, al outsider por saltarse la norma imperante y canónica.
La muestra se divide en siete apartados más que clarividentes. El primero aborda la memoria olvidada o la omisión del pasado reciente, difuminado por completo del imaginario colectivo. El diseño de la nueva Democracia buscó el consenso y una proyección internacional donde la contra información de la lucha antifranquista y la negritud de la dictadura quedara difuminada desde pactos de silencio y una huida hacia adelante repleta de alegría hacia el futuro, como si lo anterior, tanto la Guerra Civil como la represión no hubieran existido y el año cero, nada rosselliniano en su concepción, fuera una panacea que borraba de un plumazo la pesadilla. De aquellos polvos vinieron esos lodos, y quizá por eso en 2016 aún es polémico exhibir una estatua decapitada de Franco, por puro gusto desinformativo y mala educación ciudadana.
El segundo sector habla de ángulos ciegos y es la crónica, sobre todo fotográfica, de una anulación. A la moderación de los años posteriores a la muerte del sistema engendrado en 1929 no le interesaba que surgieran factores desestabilizadores, pero durante un breve verano el Anarquismo pareció resucitar de su tumba con las jornadas libertarias barcelonesas de 1977 y la nueva puesta en escena de la CNT, que entre otros logros abarrotó la montaña de Montjuic en un mitin monstruo con el protagonismo estelar de Federica Montseny, la primera mujer que fue ministra en nuestro país. La muerte de este sueño acaeció con el atentado en la sala Scala donde el terrorismo de Estado actuó para liquidar a un movimiento demasiado transgresor para el orden que quería propugnarse, como puede apreciarse en la charla que impartió Xavier Cañadas en la Clandestina.
Adiós a la clase obrera
El tercer apartado trata de un fenómeno que, a partir de la primera crisis del petróleo, sacudió a todo Occidente y supuso un giro copernicano: la desarticulación del obrerismo para generar neoliberalismo. El mundo de la fábrica y todos nosotros sucumbimos ante vectores de carácter socioeconómico que desdibujaron de identidad a muchas zonas que la articulaban a través del trabajo, capaz de formar una conciencia de clase que, parafraseando al revés la película de Elio Petri, no fue al paraíso, más bien se volatilizó en el magma de la Historia.
Tras esta parte, que por la densidad transversal del tema merecería una exposición aparte, aterrizamos en la cuarta, un festival centrado salvo escasas excepciones en la Barcelona víctima de un urbanismo feroz que la convirtió en una urbe espectáculo, carne de parque temático. Las fotografías de Manolo Laguillo constatan la metamorfosis de la capital catalana y una vitrina con recortes de revistas y periódicos explica un lavado de cara basado en unificar los barrios para despojarlos de su idiosincrasia, como ocurrió en Gracia y en media ciudad con ese horrible invento de Oriol Bohigas llamado plaza dura, con el cemento triunfante que también arruinó esas estéticas con fuerza y carácter de Bilbao y otros municipios.
Las tres últimas secciones son un magnífico colofón a este análisis crítico que sólo podríamos acusar de estar demasiado concentrado para disgusto del visitante, quien a buen seguro captaría mejor el discurso con un poco menos de horror vacui y más respiro para la vista. Cosas del concepto. La quinta va de hermosos vencidos, esos artistas que eligieron el consumo de drogas como opción personal y diezmaron a toda una generación entre SIDA y heroína, males que también afectaron a las cárceles, donde los presos políticos si consiguieron amnistías, no así los comunes, castigados por un sistema que, por ejemplo, no derogó de forma definitiva la ley de vagos y maleantes hasta 1995, la misma fecha en que se liquidó la pena capital.
La sexta ahonda en la negación a lo subversivo con la contracultura en las catacumbas, ahora vende provocar que no es lo mismo que transgredir, y el arte institucionalizado en una orgía de museos públicos que exaltan un triunfalismo ficticio, como si estar en pinacotecas y nuevos centros culturales fuera una panacea que sin embargo sigue excluyendo a muchos, como el venerado Ocaña, tan repudiado por excéntrico mientras pudo poner el dedo en la llaga sin arrimarse a corbatas y subvenciones.
La última apunta de frente y con el dedo a la hipocresía para con la otredad y la incomprensión de problemas sociales como el racismo, negado y rechazado pese a que la calle y la Constitución, que también recoge el derecho a una vivienda digna, digan lo contrario. La España oficial está sobredimensionada y vende un negocio con muchas flores en titulares que ocultan las miserias en breves notas de las páginas interiores sin proponer alternativas para la mejora.
Pier Paolo Pasolini arguyó antes de su asesinato que el palacio exhibe con ostentación una fachada sin mostrar las habitaciones porque no interesa ni enseñar los mecanismos que nos maniatan y es más hermoso presentar un cuerpo hermoso que tiene el organismo vacío. Asimismo avisó de la homologación que escamotea la diversidad, la misma que se atreve a brindarnos Gelatina dura con sus más de doscientas obras de cincuenta y nueve artistas. En realidad, tratándose de Barcelona, la muestra llega en un momento oportuno, pues encaja con el discurso de Javier Pérez Andujar en el pregón de la Mercè y la idea de romper con proclamas unilaterales. Así como hay muchas Cataluñas también existen muchas Españas, la cuestión preocupante es plantearse si pueden recuperarse o ya nos las quitaron para sumirnos en un mundo repleto de sopor sin posibilidad alguna de contestación para abrir un abanico más plural y combativo donde la cultura sea útil para toda la comunidad, algo imprescindible si queremos crecer como colectivo y sacudirnos esa mediocridad que siempre nos atenaza a la vuelta de la esquina.
La Exposición Gelatina dura: Historias escamoteadas de los ochenta podrá verse en el MACBA del 4 de noviembre de 2016 al 19 de marzo de 2017
La foto que me obsesiona desde siempre es de 1979, el año de mi nacimiento. La firma Manolo Laguillo y resume con maestría una tiempo y un lugar. Dos hombres charlan en el interior de un bar sito en el número 121 de travessera de Gràcia. La vida sigue pese al ajetreo político visible en el exterior entre esvásticas y carteles de las inminentes elecciones municipales. El reflejo de ese escaparate involuntario confirma el fluir de la existencia mediante los transeúntes callejeros, sombras de la cotidianidad, figurantes de la Historia inmortalizada en una instantánea.
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