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Cómo aprender a leer (literatura) en cinco lecciones
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Cómo aprender a leer (literatura) en cinco lecciones

Mil distracciones acechan mientras poco a poco, nos olvidamos del lenguaje y, así, nos olvidamos también de leer. El profesor Terry Eagleton quiere rescatarnos para la literatura en su nuevo libro

Foto: Detalle de la portada de 'Orgullo, prejuicio y zombies'
Detalle de la portada de 'Orgullo, prejuicio y zombies'

Tres estudiantes cotillas discuten una relación amorosa. 'A' no ve nada excepcional:Catherine y Heatchcliff le parecen un par de mocosos que se pasan el día riñendo. 'B' discrepa: pero es que no es una relación de verdad, sino una especie de "unidad mística de dos egos". ¡Paparruchas!, exclama 'C', Heatchcliff, lejos de ser un místico, es más bien una bestia. Responde B que puede ser pero que fueron "la gente de las cumbres" las que le convirtieron en un monstruo al no dejarle casarse con Catherine y que "al menos no es un mequetrefe como Edgar Linton". Y 'A' apostilla: "Linton no tendrá sangre en las venas pero trata a Catherine mejor que Heatchcliff"...

¿Qué ocurre en en esa conversación imaginada por el teórico literario inglés Terry Eagleton (Salford, Reino Unido, 1943)? Bueno, si el que la escucha no ha oído hablar de 'Cumbres borrascosas' nunca imaginará que los tres estudiantes están hablando de una novela. Ocurre que no se dice nada del lenguaje de la obra, de su estilo, de su técnica. Ocurre que cada vez es más difícil distinguir lo que dicen los críticos literarios sobre las novelas de nuestros comentarios habituales acerca de la vida real. Ocurre que ya sólo nos centramos en lo que dice un libro y no en cómo lo dice.

Ocurre que nos hemos olvidado de "leer".

Para aprender de nuevo, el maestro inglés ha escrito 'Cómo leer literatura' (Península, 2016), un modesto manual -en apariencia- que pretende, sin embargo, una tarea ambiciosa: que volvamos a prestar atención a lo que leemos. Y lo hace a través de cinco gozosos capítulos que sirven otras tantas lecciones: comienzos, personajes, narrativa, interpretación y valor de la obra.

1. Comienzos

"Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa". ¿Quién no conoce esa pequeña obra maestra de la ironía con la que arranca 'Orgullo y prejuicio'? Una ironía, la de Jane Austen, que descansa en la diferencia entre lo que se dice -todo el mundo sabe que un hombre rico necesita una esposa- y lo que se pretende decir de verdad -que tal es la conjetura que hacen las solteronas a la caza de un marido. "En un giro inesperado", explica Eagleton, "el deseo que la frase atribuye a los solteros adinerados en realidad corresponde a las solteronas necesitadas".

“Un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa“. ¿Quién no conoce esa pequeña obra maestra de la ironía que abre 'Orgullo y prejuicio'?

El de Austen es un ejemplo de perfecto comienzo y pocas cosas hay tan marcadas, de pocas depende tanto el buen resultado de una novela o un poema, que de un buen comienzo. Como también: "Cuándo nos reuniremos de nuevo / ¿Bajo lluvia, relámpagos o truenos?"; "Llamadme Ismael", "No hay nada que hacer"; "No todo el mundo sabe cómo maté al viejo Philip Mathers hundiéndole la mandíbula con mi pala"; "En el principio fue el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios"; "Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él".

Eagleton razona que la apertura literaria es lo más parecido a "un acto divino de creación" con muchas posibles estrategias -extraños usos sintácticos, paradojas reveladoras, irónicas sinuosidades- y un rasgo común: su elevada sensibilidad al lenguaje.

2. El personaje

La segunda lección literaria de Terry Eagleton se resume así: "no trates a los personajes como si fueran personas reales". Aunque sea inevitable, para disfrutar de verdad del sabor de una obra hay que recordar a cada página que sus personajes no existen. No existe el rey Lear, ni Hamlet, Hedda Galber, el mentado Heatchcliff, la pequeña Nell, Tristram Shandy, Jane Eyre, Clarissa... No existe una Emma Bovary, tampoco un Stephen Dedalus.

Cuando un director teatral que trabajaba en una de las obras de Harold Pinter le pidió indicaciones de lo que hacían los personajes en el pasado antes de entrar en escena, el dramaturgo le contestó: "¿Y a usted qué coño le importa?" Así, explica Eagleton, al ser plenamente conscientes de que los personajes se desvanecerán en el aire al cerrar el libro, podremos olvidarnos la realidad y observar el artificio con el que el lenguaje crea un individuo, como un gólem de barro.

Cuando un director le preguntó a Pinter qué hacían los personajes antes de entrar en escena, el dramaturgo le contestó: “¿Y a usted qué coño le importa?“

Una advertencia más sobre la empatía y la experiencia (y aquí sale el marxista que el profesor Eagleton lleva dentro). Empatizar con los personajes, como dijo Brecht, puede mermar nuestra capacidad crítica, "como quieren los poderosos". Sentir lo que siente otra persona no nos mejora moralmente por decreto y la literatura no es más que "una forma indirecta de experiencia". Los actos de imaginación no son valiosos por sí mismos: "Saber lo que se siente al ser una mofeta no tiene ningún valor pero un relato corto fascinante con una mofeta sí".

3. Narrativa

Un narrador omnisciente quizá parezca un sabelotodo pero no intenta engañarnos. ¿Sobre qué? Podemos aceptar su autoridad sin riesgos ya que sólo nos reclama un acto de imaginación. Aquel obispo del siglo XVIII que, tras leer 'Los viajes de Gulliver' lo arrojó al fuego mientras exclamaba "¡No me creo nada", erraba el tiro. "El obispo descartó la ficción porque consideró que era ficción".

Aquel obispo del siglo XVIII que, tras leer 'Los viajes de Gulliver' los arrojó al fuego mientras exclamaba “¡No me creo nada“, erraba el tiro

Una narración no puede ser verdadera ni falsa, dictamina Eagleton porque tal es la liga exclusiva de la realidad. Hay que entender al narrador omnisciente como una suerte de voz incorpórea, como una "mente de la obra" que no tiene por qué expresar los verdaderos pensamientos del autor. En 'El ardor y las estrellas' su autor, Sean O'Casey se burla crudamente de un tal Covey, un marxista recalcitrante al que no se le cae la lucha obrera de la boca. Pero, ay, ¡O'Casey era marxista!

Hay narradores omniscientes, narradores híbridos que mezclan la voz principal con la de los personajes (el Henderson de Saul Bellow), narradores que saben algunas cosas, narradores que no saben nada o fingen no saber, narradores que no son de fiar... ¿O no está chiflada la institutiz que inventa Henry James en 'Otra vuelta de tuerca'? También hay narradores muertos. Y tramas no más vivas. Porque las tramas son importantes, recuerda Eagleton pero también pueden llegar a agotar una obra. Cuando te pregunte "de qué va una obra", si se lo cuentas, resumirás la acción pero no el discurso único que la fijó en tu cerebro. Es mejor que se la lea.

4. Interpretación

Las novelas tienen contextos pero estos no las confinan. Un manual para montar una lámpara de mesa vale para lo que vale pero, aunque el telón de fondo de 'El paraíso perdido' de Milton sea la guerra civil inglesa, su interpelación es intemporal, universal. O, con una idea más próxima a la profesión de quien escribe: "No hay nada más viejo que el periódico de ayer y Homero siempre es joven”. Así, afirma Eagleton, toda obra literaria queda huérfana al nacer, no le debe nada ni a Dios ni al Diablo gracias a una pócima inaudita que la perderá o salvará para siempre: el lenguaje.

Así, afirma Eagleton, toda obra literaria queda huérfana al nacer gracias a una pócima inaudita que la perderá o salvará para siempre: el lenguaje

Por ello, no todas las obras literarias admiten una fácil interpretación. El 'Ulises' de Joyce concluye con una sola frase sin puntuación a lo largo de 50 páginas repletas de obscenidades. El último Henry James observa un estilo tan enrevesado como en ocasiones indescifrable. No es, evidentemente, Dan Brown y lecturas así, admite nuestro profesor, suponen un reto "para la cultura del consumo instantáneo". Pero si el lector esforzado logra acceder a la telaraña sintáctica de James se convertirá en lo más parecido a un cocreador de la obra. ¿Y quién puede resistir tentación semejante?

5. Valor

¡Toquen a rebato! ¡Suelten las amarras! ¡Paren las rotativas! Llegamos al fin a la piedra de toque de toda actividad literaria: su valor. ¿Qué es lo que hace a una obra buena, mala o regular? ¿Lo hay siquiera? El autor de 'Cómo leer literatura' enumera las numerosas respuestas que se han propuesto con el fin de resolver tan insidiosa cuestión: la verosimilitud, la profundidad, la inventiva verbal, la imaginación, la originalidad... Samuel Johnson recelaba de esta última no sólo por parecerle excéntrica, no, ¡es que era imposible! No podía haber nuevas verdades morales.

Samuel Johnson recelaba de la originalidad no sólo por parecerle excéntrica, no, ¡es que era imposible! No podía haber nuevas verdades morales

Y si no lográramos ponernos de acuerdo en lo bueno, sugiere Eagleton, tal vez sí en lo malo. ¿O tampoco? Vean el caso de William McGonagall, rapsoda escocés del XIX "considerado unánimemente uno de los escritores más atroces que hayan blandido una pluma sobre un papel, inolvidablemente horrible". Pero, concluye el maestro en las líneas finales de este ensayo suculento, cabe una última e inquietante cuestión: en una hipotética comunidad de hablantes futuros en la que se hubiera trastocado irremediablemente la lengua inglesa... "¿podemos descartar completamente la posibilidad de que algún día McGonagall llegue a ser considerado uno de los más grandes poetas de la historia"?

Tres estudiantes cotillas discuten una relación amorosa. 'A' no ve nada excepcional:Catherine y Heatchcliff le parecen un par de mocosos que se pasan el día riñendo. 'B' discrepa: pero es que no es una relación de verdad, sino una especie de "unidad mística de dos egos". ¡Paparruchas!, exclama 'C', Heatchcliff, lejos de ser un místico, es más bien una bestia. Responde B que puede ser pero que fueron "la gente de las cumbres" las que le convirtieron en un monstruo al no dejarle casarse con Catherine y que "al menos no es un mequetrefe como Edgar Linton". Y 'A' apostilla: "Linton no tendrá sangre en las venas pero trata a Catherine mejor que Heatchcliff"...

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